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Para muchos, nuestro pueblo no era sino una aldea cruzada en medio de la carretera, como un animal muerto -apenas lo veías y ya lo habías dejado atrás-, pero estábamos orgullosos de él. Nunca nos habíamos fiado de los extranjeros. Siempre que dieran grandes bandazos para esquivarnos, estábamos a salvo, y si, a veces, el viento de arena los obligaba a recurrir a nosotros, los atendíamos de acuerdo con las recomendaciones del Profeta sin intentar retenerlos cuando empezaban a recoger sus cosas. Lo que nos venía de fuera nos traía demasiados malos recuerdos…

La mayoría de los habitantes de Kafr Karam tenían lazos de parentesco. Los demás llevaban aquí varias generaciones. Sin duda, teníamos nuestras pequeñas manías, pero nuestras disputas nunca iban a peor. Cuando las cosas se ponían feas, los Ancianos intervenían para apaciguar los ánimos. Si los ofendidos estimaban que la afrenta era irreversible, dejaban de hablarse y asunto resuelto. Por lo demás, nos gustaba reunimos en la plaza o en la mezquita, gandulear por nuestras calles polvorientas o tomar el sol como lagartos al pie de nuestras tapias de adobe desfiguradas en algunas de sus partes por bloques de cemento hueco mellados y pelados. No era el paraíso, pero, como la estrechez era de mente y no de corazón, sabíamos aprovechar cualquier ocurrencia para reír a carcajadas y sacar fuerzas de nuestras miradas para afrontar las cabronadas de la vida.

Kadem era, de todos mis primos, mi mejor amigo. Por la mañana, cuando salía de mi casa, mis pasos me encaminaban a él. Me lo encontraba invariablemente en la esquina de la calle del Carnicero, tras una tapia, con el culo pegado a un pedrusco y la barbilla en el hueco de la mano, confundiéndose con su improvisado asiento. Jamás había conocido a un ser más hastiado de todo. En cuanto me veía, sacaba un paquete de cigarrillos y me lo tendía. Aunque sabía que no fumaba, no podía evitar repetir el mismo gesto para recibirme. Con el tiempo, por cortesía, acabé aceptando su ofrecimiento y me llevaba un cigarrillo a la boca. De inmediato me ofrecía su mechero y se reía cuando las primeras caladas me hacían toser. Luego, volvía a replegarse en su cascarón, con la mirada perdida y el rostro impenetrable. Todo lo hastiaba: las veladas entre amigos y los velatorios. Con él las discusiones duraban poco, a veces le producían unos absurdos ataques de ira cuyo secreto sólo él conocía.

– Tengo que comprarme un nuevo par de zapatos.

Echó una rápida ojeada a mis zapatillas y volvió a mirar fijamente el horizonte.

Intenté encontrar un espacio de entendimiento, una idea para desarrollarla; él no estaba por la labor.

Kadem era un virtuoso del laúd. Se ganaba la vida actuando en las bodas. Proyectaba montar una orquesta cuando el destino hizo añicos sus proyectos. Su primera esposa, una chica del pueblo, murió en el hospital tras una banal neumonía. Por entonces, el plan «alimentos por petróleo» decretado por la ONU hacía aguas, y los medicamentos de primera necesidad escaseaban incluso en el mercado negro. Kadem sufrió mucho con la prematura pérdida de su esposa. Su padre lo había obligado a tomar una segunda esposa con la esperanza de que eso atenuara su pena. A los dieciocho meses de la boda, una meningitis fulminante lo hizo enviudar por segunda vez. Kadem perdió la fe.

Yo era una de las escasas personas que podían acercarse a él sin que se sintiera molesto de inmediato.

Me acuclillé a su lado.

Frente a nosotros se alzaba una antigua antena del Partido, inaugurada a bombo y platillo treinta años antes y hoy convertida en desecho por falta de convicción ideológica. Tras el caserón precintado, dos palmeras convalecientes intentaban mantener el tipo. A mi parecer, estaban ahí desde la noche de los tiempos, con su silueta retorcida, casi grotesca, con las ramas colgantes y resecas. Aparte de los perros, que acudían a su pie a levantar la pata, y de algunas aves de paso en busca de una vara vacante, nadie les prestaba atención. De niño, me intrigaban. No comprendía por qué no aprovechaban la noche para desaparecer para siempre. Un charlatán ambulante contaba que ambas palmeras eran, en realidad, el fruto de una inmemorial alucinación colectiva que el espejismo, al disiparse, había olvidado llevarse.

– ¿Has escuchado la radio esta mañana? Parece que los italianos van a liar el petate.

– ¡Pues sí que nos va a servir de mucho! -masculló.

– En mi opinión…

– ¿No tenías que ir a comprarte un par de zapatos nuevos?

Alcé el brazo a la altura del pecho en señal de rendición.

– Vale. Necesito desentumecer las piernas.

Por fin accedió a volverse hacia mí.

– No te lo tomes así. Esas historias me hastían.

– Lo entiendo.

– No me lo tengas en cuenta. Me paso los días jodido y las noches jodiéndome.

Me levanté.

Cuando estaba alcanzando el final de la tapia, me dijo:

– Creo que tengo un par de zapatos en casa. Pásate luego por allí. Si te van, son tuyos.

– De acuerdo… Hasta luego.

Ya había dejado de hacerme caso.

2

En la plaza convertida en campo de fútbol, un hatajo de mocosos gritones daban patadas a un balón desgastado, caóticos en sus ataques y pasmosos en sus irregularidades. Parecían una bandada de gorriones desgreñados peleándose por un grano de maíz. De repente, un pulgarcito consiguió zafarse de aquella barahúnda y salió corriendo solo, como un machote, hacia la portería contraria. Regateó a un adversario, superó a un segundo, se fue hacia la línea de banda y pasó el balón hacia atrás a un compañero que, lanzándose como un bólido, falló lamentablemente su disparo antes de lijarse las nalgas en la grava. Sin previo aviso, un chaval anormalmente grueso, hasta entonces tranquilamente acuclillado al pie de un muro, se lanzó hacia el balón, lo recogió y salió pitando a toda mecha. Al principio perplejos, los jugadores se dieron cuenta de que el intruso les robaba el balón; se lanzaron todos a una tras él insultándolo.

– No lo querían en su equipo -me explicó el ferretero, sentado con su aprendiz en la puerta de su taller-. Como es lógico, les agua la fiesta.

Los tres miramos al regordete, que desaparecía tras una manzana de casas, con los demás tras él -el ferretero, con una sonrisa tierna; su aprendiz, con la mirada perdida.

– ¿Has escuchado las últimas noticias? -me preguntó el ferretero-. Los italianos se largan.

– No han dicho cuándo.

– Lo importante es que vayan haciendo las maletas.

Y se lanzó a un largo análisis, pronto ramificado en aproximaciones teóricas sobre el renacer del país, la libertad, etc. Su aprendiz, un alfeñique negro y reseco como un clavo, lo escuchaba con la patética docilidad del boxeador sonado que, entre dos asaltos de castigo, aprueba con la cabeza las recomendaciones de su entrenador mientras su mirada se disuelve en las nubes.

El ferretero era un tipo cortés. Salvo cuando lo reclamaban a horas imposibles por una pequeña fuga en el depósito o una vulgar fisura en un andamio, siempre estaba disponible. Era un grandullón huesudo, con los brazos llenos de moratones y el rostro afilado. Sus ojos producían un destello metálico idéntico a las chispas que hacía brotar de la punta de su soplete. Los graciosos fingían ponerse una máscara de soldador para mirarlo de frente. La verdad es que tenía los ojos destrozados y lagrimosos, y, desde hacía algún tiempo, se le nublaba la vista. Padre de media docena de chavales, se escapaba a su taller más para huir del follón que reinaba en su casa que para hacer sus chapuzas. Suleimán, su primogénito, que tenía más o menos mi edad, era retrasado mental; podía permanecer días enteros en un rincón sin rechistar y luego, sin previo aviso, sufrir uno de sus ataques y echar a correr, a correr hasta caer redondo. Nadie sabía por qué le ocurría. Suleimán no hablaba, no se quejaba, no agredía; vivía atrincherado en su mundo e ignoraba por completo el nuestro. Y, de repente, daba un grito, siempre el mismo, y salía pitando por el desierto sin darse la vuelta. Al principio lo miraban correr por aquella sartén, con su padre tras él. Con el tiempo, se dieron cuenta de que esas carreras enloquecidas le hacían polvo el corazón y de que, a la larga, el pobre diablo corría el riesgo de quedarse tieso, fulminado por un infarto. En el pueblo, nos habíamos organizado para interceptarlo en cuanto se daba la voz de alarma. Cuando le echaban el guante, Suleimán no forcejeaba; se dejaba agarrar y llevar de vuelta a su casa, sin resistencia, con una risa átona en su boca abierta y los ojos en blanco.