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– Lo eras, Jalal. Ahora has dejado de serlo. Al ocupar la tribuna del oscurantismo demuestras a tus antiguos alumnos y a quienes te han ofendido que, al fin y al cabo, no vales gran cosa.

– Tampoco ellos valen gran cosa para mí. El tipo de cambio que me imponían ha dejado de estar vigente. Yo soy mi propia unidad de medida. Mi propia bolsa. Mi propio diccionario. He decidido cuestionarlo todo desde el principio, redefinirlo todo. Imponer mis propias verdades. Se acabaron los tiempos de las zalamerías rastreras. Para enderezar el mundo, hay que librarlo de quienes doblan el espinazo. El mito del casco colonial es historia pasada. Tenemos medios para la insurrección. Ya no nos dejamos engañar y gritamos a los cuatro vientos, a voz en grito y sin disimulo, que Occidente no es más que una burda superchería. Una sutil mentira. La más coqueta de las falsedades. He decidido levantarle su traje de gala para ver si sus partes bajas son tan erotizantes como sus atributos… Créeme, Mohamed. Occidente es un mal partido. Ya lleva bastante tiempo cantándonos nanas para meternos mano cuando nos quedamos soñolientos. ¿Hasta cuándo va a durar esto? Hemos dicho basta: tiene que revisar sus notas. Hubo un tiempo en que se dedicaba a definir el mundo como buenamente le parecía. A un autóctono lo llamaba indígena, y a un hombre libre, salvaje; hacía y deshacía mitologías como le daba la gana, convirtiendo a nuestros vates en vulgares folclóricos y a sus charlatanes en divinidades. Hoy los pueblos agraviados han recobrado el uso de la palabra. Y tienen algo que decir. Y eso es exactamente lo que dicen nuestros cañones.

El escritor se golpea las palmas de las manos:

– Deliras, Jalal. ¡Haz el favor de pisar tierra! Tu lugar no está entre quienes matan, masacran y aterrorizan. ¡Y lo sabes! Sé que lo sabes. Te estuve escuchando anteayer. Tu conferencia fue lamentable, y en ningún momento noté un ápice de la sinceridad que te caracterizaba en tiempos en que luchabas por que la sobriedad triunfara sobre la ira; por que la violencia, el terrorismo, el infortunio quedaran expulsados de las mentalidades…

– ¡Ya está bien! -explota el doctor descomprimiéndose como si fuera un muelle-. Si te divierte que te hagan la pelota unas nulidades, es asunto tuyo. Pero no vengas a contarme que la mierda en la que te regodeas es un festín. ¡Sé reconocer el olor a letrinas, joder! Y tu afectación apesta. ¡Además, me estás dando por culo, mierda!… Y eso que todo está más que claro. Occidente no nos quiere. Y tampoco te querrá a ti. No te va a llevar en el corazón porque no lo tiene, ni te pondrá jamás por las nubes puesto que te mira por encima del hombro. ¿Quieres seguir siendo un desgraciado lameculos, un árabe servil, un ratón privilegiado; quieres seguir esperando de ellos lo que son incapaces de darte? Vale. Tómatelo con calma y espera. ¿Quién sabe? Podría caérseles un hueso de su bolsa de basura. Pero no vengas a marearme con tus teorías de limpiabotas, ya ualed. Sé perfectamente adónde voy y lo que quiero.

Mohamed Seen levanta los brazos en señal de abdicación, recoge su abrigo y se pone de pie.

Me apresuro a retirarme.

Oigo a Jalal abroncar al escritor por las escaleras:

– Les ofrezco la luna en bandeja de plata. Sólo se fijan en la cagada de mosca en la bandeja. ¿Cómo quieren ustedes que seduzcan a la luna? Eso lo has escrito tú.

– No intentes llevarme a ese terreno, Jalal.

– ¿Por qué tanta amargura al constatar ese fracaso, señor Mohamed Seen? ¿Por qué tienes que sufrir por tu generosidad? Es porque se niegan a reconocer tu auténtico valor. A tu retórica la llaman «grandilocuencia», y reducen tus soberbios fulgores a imprudentes «osadías estilísticas». Yo lucho contra esa injusticia, me rebelo contra esa mirada reductora que se dignan dirigir a nuestra magnificencia. Esa gente tiene que darse cuenta del daño que nos hacen, comprender que, como sigan escupiendo sobre lo mejor que hay en nosotros, tendrán que vérselas con lo peor. Así de claro.

– El mundo intelectual es el mismo en todas partes, tan fraudulento y traicionero como el peor de los tugurios. Es una chusma total, sin escrúpulos y sin código de honor. No perdona a los suyos ni a los demás… Por si te sirve de consuelo, se me impugna y odia más entre los míos que en cualquier otra parte. Es sabido que nadie es profeta en su tierra. Yo cambio el punto por una coma y añado: y nadie es amo en casa ajena. Nadie es profeta en su tierra, ni amo en casa ajena. La salvación me viene de esa revelación: no quiero ser maestro ni profeta. Sólo soy un novelista que intenta aportar algo de su generosidad a quienes están dispuestos a aceptarla.

– Si te divierte conformarte con las migajas.

– Por supuesto, Jalal. Prefiero divertirme con nada que equivocarme en todo. Mi pena me enriquece siempre que no empobrezca a nadie. Y no hay peor miseria moral que optar por sembrar la desgracia cuando de lo que se trata es de sembrar vida. Entre la noche de mi infortunio y el duelo de mis amigos, me quedo con la negrura que me permite soñar.

Me alcanzan en el pasillo, en la planta baja. Simulo salir del aseo. Están tan enfrascados en su querella de intelectuales que pasan por delante, zumbando, vibrando, incombustibles, sin fijarse en mí.

– Estás con el culo al aire, Mohamed. Es una situación muy incómoda. Estamos en pleno choque de civilizaciones. Vas a tener que elegir tu bando.

– Soy mi propio bando.

– ¡Pretencioso! Nadie puede ser su propio bando, eso es aislarse.

– Nunca está solo quien camina hacia la luz.

– ¿Cuál? ¿La de Ícaro o la de las luciérnagas?

– La de mi conciencia. No la vela ninguna sombra.

Jalal se detiene en seco y mira al escritor alejarse. Cuando éste empuja la puerta que da a la recepción, el doctor se dispone a alcanzarlo, se lo piensa y deja caer las manos sobre los muslos.

– Sigues en la fase anal de la toma de conciencia, Mohamed. El mundo está en marcha, y tú te andas con tonterías… No te darán nada, nada de nada -le grita-. Algún día te reclamarán hasta las migajas que hoy te están dejando… Nada, te digo, nada de nada, y nunca nada…

Las hojas de la puerta se cierran con un gemido. El ruido de los pasos del escritor va decreciendo hasta apagarse, absorbido por la moqueta del vestíbulo.

El doctor Jalal se coge la cabeza con ambas manos y gruñe un taco ininteligible.

– ¿Quieres que le reviente la tapa de los sesos? -le digo.

– ¡Lárgate! -me suelta-. En la vida hay algo más que eso.

21

El doctor Jalal no ha salido indemne de su conversación con el escritor. Rara vez se levanta antes de mediodía, y por la noche lo oigo dar vueltas en su habitación. Según Chaker, ha anulado la conferencia que debía dar en la Universidad de Beirut, ha cancelado las entrevistas con la prensa y dejado de lado el libro que estaba ultimando.

No consigo admitir que un erudito de su temple pueda dejarse desconcertar por un plumífero servil. El doctor Jalal es capaz de elevar un trapo al rango de estandarte. Me subleva constatar que se ha dejado impresionar por un vulgar chupatintas.

Esta mañana está derrumbado en un sillón como una gavilla de ramas. De espalda a la recepción. Su cigarrillo agoniza en forma de palote de ceniza. Mira con fijeza la tele apagada, con las piernas abiertas y los brazos caídos a ambos lados del sillón, como un boxeador sonado sobre su taburete.

No levanta la mirada hacia mí.

Sobre la mesa, botellas de cerveza vacías junto a un vaso de whisky. El cenicero rebosa de colillas.

Salgo del salón para las visitas y me dirijo al restaurante, en el fondo del vestíbulo, donde pido un filete a la plancha, patatas fritas y ensalada. El doctor no aparece. Permanezco a la espera, con los ojos clavados en las hojas de la puerta. Se me ha enfriado el café. El camarero acude a recoger la mesa y a tomar nota de mi número de habitación. La puerta del restaurante permanece sin abrirse.