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Regreso al salón. El doctor sigue ahí, esta vez con la nuca apoyada en el respaldo y los ojos mirando al techo. No me atrevo a acercarme a él ni a subir a mi habitación. Salgo a la calle y me pierdo entre el gentío.

– ¿Dónde te habías metido? -me increpa Chaker golpeándose con fuerza las manos cuando me ve regresar.

Está clavado en el sofá, en mi suite, blanco como la cera.

– Te he buscado por todas partes.

– Se me olvidó en la explanada.

– ¡Por Dios! Podías haber llamado. Si llegas a tardar una hora más, doy la señal de alarma. Habíamos quedado aquí a las cinco.

– Ya te he dicho que se me olvidó.

Chaker se contiene para no saltarme al cuello. Mi flema lo exaspera y mi despreocupación lo enfurece. Levanta las manos e intenta calmarse. Luego, recoge una carpeta de cartón que andaba tirada a sus pies y me la tiende.

– Tus billetes de avión, tu pasaporte y la documentación universitaria. Pasado mañana vuelas a Londres, a las seis y diez de la tarde.

Suelto la carpeta sobre la mesilla de noche, sin abrirla.

– ¿Algo va mal? -me pregunta.

– ¿Por qué me haces siempre la misma pregunta?

– Para eso estoy aquí.

– ¿Acaso me he quejado de algo?

Chaker apoya las manos sobre sus muslos y se incorpora. Tiene mal aspecto; sus ojos están enrojecidos como si no hubiese dormido desde la víspera.

– Ambos estamos cansados -dijo con voz de agotamiento-. Intenta descansar. Pasaré a recogerte a las ocho de la mañana. Para la clínica. Debes ir en ayunas.

Va a añadir algo, pero finalmente no lo estima necesario.

– ¿Me puedo ir?

– Por supuesto -le digo.

Menea la barbilla, echa una última ojeada a la carpeta de cartón y se va. No lo oigo alejarse por el pasillo. Debe de haberse quedado tras la puerta, frotándose la barbilla y preguntándose vaya uno a saber qué.

Me tumbo sobre la cama, coloco las manos tras la nuca y contemplo la araña sobre mi cabeza. Espero que Chaker se vaya. Lo tengo calado; cuando algo se le escapa, no puede tomar ninguna decisión hasta asegurarse. Por fin oigo cómo se aleja. Me incorporo y agarro la carpeta de cartón. Contiene un pasaporte, billetes de avión de British Airways, un carné de estudiante, una tarjeta de crédito, doscientas libras y documentos universitarios.

El comprimido que suelo utilizar para dormir no me hace ningún efecto. Me mantengo despierto como si hubiera bebido un termo de café. Completamente vestido, con los zapatos puestos, miro tumbado el techo salpicado por los reflejos sanguinolentos de un anuncio publicitario de la calle. Apenas se oye circulación fuera. Algunos coches pasan con un soplido amortiguado, lo justo para enturbiar el silencio que acaba de caer sobre la ciudad.

En la habitación de al lado el doctor Jalal también está desvelado. Lo oigo dar vueltas. Su estado ha empeorado.

Me pregunto por qué no he señalado a Chaker la visita del escritor.

Chaker llega en punto. Espera en mi suite mientras salgo de la ducha. Me visto y lo sigo hasta su coche, aparcado delante de un bazar. A pesar de la gélida brisa, el cielo está limpio. El sol rebota sobre las ventanas, cortante como una cuchilla de afeitar.

Chaker no se introduce en el patio interior de la clínica. Rodea el edificio y toma una entrada al garaje que da al sótano. Tras haber estacionado el coche en un pequeño aparcamiento subterráneo, tomamos una escalera oculta. El profesor Ghany y Sayed nos esperan en la entrada de una gran sala con aspecto de laboratorio. Las puertas que dan a la parte superior de la clínica están blindadas y cerradas con candado. Al final de un pasillo con mucha luz se accede a una habitación no menos alumbrada y con las paredes cubiertas de azulejos. Un ventanal la divide en dos. Del otro lado veo una especie de consulta de dentista con su sillón estirado bajo un sofisticado proyector. Alrededor, estanterías metálicas repletas de cajas.

El profesor despide a Chaker.

Sayed evita mirarme. Finge estar atento al profesor. Ambos están tensos. Yo también me siento nervioso. Las pantorrillas me hormiguean. Los latidos de mi corazón resuenan como mazazos en mis sienes. Tengo ganas de vomitar.

– Todo va bien -me tranquiliza el profesor señalándome un asiento.

Sayed se sienta a mi lado; así, no se ve obligado a darse la vuelta. Tiene las manos enrojecidas de tanto triturárselas.

El profesor permanece de pie. Con las manos metidas en los bolsillos de su bata, me anuncia que ha llegado el momento de la verdad.

– Dentro de un rato te pondremos la inyección -me dice con la garganta encogida por la emoción-. Quiero explicarte lo que te va a ocurrir. Clínicamente, tu cuerpo está en condiciones de recibir el… cuerpo extraño. Al principio, notarás efectos secundarios de escasa relevancia. Probablemente mareos durante las primeras horas, puede que algunas náuseas, y luego todo volverá a la normalidad. De entrada, quiero tranquilizarte. Ya hemos hecho pruebas con voluntarios. Hemos efectuado algunos reajustes sobre la marcha, en función de las complicaciones detectadas. La… vacuna que te voy a inocular es un éxito total. Por ese lado, puedes estar tranquilo… Después de inyectártela, te tendremos en observación durante todo el día. Simple medida de seguridad. Cuando abandones el centro, estarás en perfectas condiciones físicas. Se acabaron los medicamentos que te prescribí. Ya no los necesitas. Los he sustituido por dos comprimidos distintos que tienes que ingerir en tres tomas a lo largo de una semana… Mañana viajarás a Londres. Allá te atenderá un médico. Durante la primera semana, las cosas se desarrollarán con normalidad. La fase de incubación no te provocará efectos negativos destacables. Dura de diez a quince días. Los primeros síntomas se manifestarán en forma de fiebre alta y convulsiones. El médico estará a tu lado. Luego, tu orina se irá poniendo roja. A partir de ese momento, el contagio será operativo. Ya sólo te quedará pasear por el metro, las estaciones, los estadios y los grandes almacenes para contaminar al mayor número de gente. Sobre todo las estaciones, para extender el azote por las demás regiones del reino… Su capacidad de propagación es asombrosa. Antes de caer, la gente a la que contagies transmitirá el germen a los demás en menos de seis horas. Pensarán que se trata de la gripe española, pero la catástrofe habrá diezmado a buena parte de la población antes de que se enteren de que no tiene nada que ver. Somos los únicos en saber cómo salvar a los demás. Y pondremos nuestras condiciones para intervenir… Se trata de un virus imparable. Mutante. Una gran revolución. Es nuestra arma absoluta… En Londres, el médico te explicará lo que quieras saber. Puedes confiar en él. Es mi más íntimo colaborador… Tendrás de tres a cinco días por delante para moverte por los espacios públicos más concurridos.

Sayed se saca un pañuelo y se seca la frente y las sienes. Está a punto de caerse redondo.

– Estoy listo, profesor.

No reconozco mi voz.

Siento que me deslizo hacia un estado semicomatoso.

Ruego al cielo que me dé fuerzas para levantarme y caminar sin derrumbarme hasta la entrada del gabinete que se halla detrás del ventanal. Se me nubla la vista durante unos segundos. Debo extraer el aire que me falta de lo más hondo de mis entrañas. Pero me recompongo y, de un bote, me incorporo. Mis pantorrillas siguen hormigueando, mis piernas flojeando, pero el suelo no se abre bajo mis pies. El profesor se pone una especie de mono de color plata que lo cubre de pies a cabeza, con máscara y guantes; Sayed me ayuda a ponerme el mío y se nos queda mirando cuando pasamos al otro lado del ventanal.

Me tumbo en el sillón, que se estira de inmediato y se eleva con un silbido mecánico. El profesor abre una cajita de aluminio y saca de ella una jeringa futurista. Cierro los ojos. Contengo la respiración. Cuando la inyección penetra en mi carne, todas las células de mi cuerpo se abalanzan a la vez sobre el lugar de la mordedura; me siento como aspirado hacia un abismo infinito desde la fisura de un lago helado.