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El taller del zapatero estaba cerrado; de todos modos, las zapatillas que vendía sólo les quedaban bien a los viejos, y si algunas llevaban lustros pudriéndose en su caja de cartón, no era por falta de dinero.

Delante del gran portón de hierro del caserón, pintado de un repelente color marrón, Omar el Cabo jugueteaba con un perro. Apenas me vio, dio una patada al trasero del cuadrúpedo, que se apartó con un quejido, y me hizo una señal para que me acercara.

– Apuesto a que estás salido -me soltó-. ¿A qué has venido a ver si te topabas por aquí con alguna oveja perdida?

Omar era un desasosiego ambulante. En el pueblo, los jóvenes no apreciaban ni la crudeza de sus palabras ni sus insanas alusiones; huían de él como de la peste. Su paso por el ejército lo había echado a perder.

Cinco años atrás, marchó a servir en un batallón como ranchero, y regresó al pueblo tras el asedio de Bagdad por las tropas norteamericanas, incapaz de explicar lo que había ocurrido. Una noche, su unidad estaba en estado de alerta total, con el arma cargada y la bayoneta calada; a la mañana siguiente no quedaba nadie en su puesto, todos habían desertado, empezando por los oficiales. Omar regresó al redil a hurtadillas. Le sentó muy mal la deserción de su batallón, y ahogaba su vergüenza y su pena en vino adulterado. De ahí debía de venirle su grosería; como ya no sentía respeto por sí mismo, se complacía malévolamente asqueando a familiares y amigos.

– Hay gente honorable por aquí -le recordé.

– ¿He dicho algo poco suní?

– Haz el favor…

Separó los brazos.

– Vale, vale. Ya no se puede estar ni de cachondeo.

Omar era once años mayor que yo. Se había alistado en el ejército tras un fracaso amoroso, pues la amada de sus sueños estaba comprometida con otro. Él no tenía idea de ello; tampoco ella, por lo demás. Cuando agarró el toro por los cuernos y pidió a su tía que fuera a pedir la mano de su Egeria, el mundo se le vino encima. Nunca consiguió reponerse.

– Me estoy volviendo loco en este agujero de mierda -gruñó-. He llamado a todas las puertas y nadie quiere bajar a la ciudad. Me pregunto por qué prefieren quedarse apalancados en su choza asquerosa en vez de darse un garbeo por un buen bulevar con sus tiendas climatizadas y terrazas con flores. Dime qué hay que ver por aquí aparte de perros y lagartijas. En la ciudad, por lo menos, cuando estás sentado en una terraza, ves pasar los coches, contonearse a las chicas; ¡te sientes vivo, joder! ¡Vivo…! Eso no es lo que siento en Kafr Karam. Te juro que me siento como si la estuviera palmando poco a poco. ¡Que me ahogo, que me muero, coño!… Hasta el taxi de Jalid está averiado, y el autocar ya no cubre este sector desde hace semanas.

Omar estaba encogido como un hatillo sobre sus cortas patas. Llevaba una desgastada camisa de cuadros, demasiado estrecha para impedir que su tripón se le desparramara sobre las rodillas. Tampoco le lucía mucho su pantalón manchado de grasa de motor. Indefectiblemente, Omar lucía siempre ese tipo de manchas en su ropa. Aunque se cambiara en un quirófano, con ropa recién sacada de su envoltorio, se las habría apañado para mancharla de grasa de motor al minuto; era como si su cuerpo lo segregara.

– ¿Dónde vas? -me preguntó.

– Al café.

– ¿Para ver a unos pobres diablos jugar a las cartas, como ayer, y anteayer, y mañana, y dentro de veinte años? ¡Joder…, es como para que se te vaya la olla! ¿Qué leches habré podido hacer en una vida anterior para merecerme volver a nacer en un pueblucho tan asqueroso?

– Es nuestro pueblo, Omar, nuestra primerísima patria.

– Pues menuda patria. Hasta los cuervos evitan recalar por aquí.

Remetió su tripón hacia dentro para colocar un pico de camisa bajo el cinturón, se tragó con fuerza los mocos y dijo suspirando:

– De todos modos, no tenemos elección. Vayamos pues al café.

Volvimos sobre nuestros pasos hacia la plaza. Omar estaba enloquecido. Cada vez que nos topábamos con un viejo trasto aparcado ante un patio, soltaba sapos y culebras:

– ¿Por qué se compran esos asnos un cacharro si lo van a dejar caerse a pedazos ante la puerta de su choza?

Contuvo durante un momento su despecho antes de volver a la carga:

– ¿Y tu primo? -dijo señalando con la barbilla a Kadem, sentado contra la tapia, en la otra punta de la calle-. ¿Cómo se las apaña para tirarse el día entero en su esquina? Un día de éstos se le funde un plomo, eso seguro.

– Le gusta estar solo, eso es todo.

– Conocí a un tipo en el batallón que se comportaba de la misma manera, siempre apartado en una esquina del pabellón de la tropa, nunca en la cantina, nunca alrededor de una mesa ganduleando con los compañeros. Una mañana nos lo encontramos colgado de la lámpara del techo de las letrinas.

– Eso no le ocurrirá a Kadem -dije notando un escalofrío por la espalda.

– ¿Qué apostamos?

El café Safir lo llevaba Majed, un pariente enfermizo y triste que se consumía dentro de un mono azul tan basto que parecía hecho de lona. Estaba tras su rudimentario mostrador, como una estatua fallida, con una vieja gorra militar hundida hasta las orejas. Como sus clientes sólo acudían para jugar a las cartas, ya ni se molestaba en enchufar sus aparatos, y se limitaba a traer de casa un termo lleno de té rojo que a menudo acababa bebiéndose solo. Frecuentaban su local jóvenes desocupados y más tiesos que una pata de banco, que desembarcaban por la mañana y no ahuecaban el ala hasta el anochecer, sin llevarse ni una sola vez la mano al bolsillo. Majed había pensado a menudo en tirar la toalla, pero ¿para hacer qué? En Kafr Karam, el desamparo sobrepasaba todo lo imaginable; cada cual se aferraba a su fingido empleo para no volverse tarumba.

Majed puso cara de disgusto al ver entrar a Omar.

– Hola, buscarruina -refunfuñó.

Omar miró con hastío a los pocos jóvenes sentados aquí y allá.

– Esto parece un cuartel en día de castigo -dijo rascándose el trasero.

Reconoció, en el fondo de la sala, a los gemelos Hasán y Hossein, de pie contra la ventana, siguiendo una partida de cartas entre Yacín, el nieto de Doc Jabir, un chico melancólico y colérico; Salah, el yerno del ferretero; Adel, un grandullón un poco estúpido, y Bilal, el hijo del barbero.

Omar se acercó a estos últimos, saludó al pasar a los gemelos y se colocó detrás de Adel.

Adel se movió, molesto.

– Me estás haciendo sombra, cabo.

Omar retrocedió un paso.

– La sombra está en tu perola, chaval.

– Déjalo en paz -dijo Yacín sin dejar de mirar su juego-. No nos distraigas.

Omar soltó una risotada, despectivo, y se mantuvo a raya.

Los cuatro jugadores miraban sus cartas intensamente.

Tras un rato interminable calculando mentalmente, Bilal carraspeó:

– Te toca, Adel.

Adel volvió a revisar sus cartas, echando los labios hacia adelante. Al sentirse indeciso, se tomaba su tiempo.

– Bueno, ¿espabilas o qué? -se impacientó Salah.

– Tranquilo -protestó Adel-, que me lo tengo que pensar.

– Deja ya de vacilar -le dijo Omar-. Ya evacuaste al meneártela esta mañana el último gramo de cerebro que te quedaba.

Una auténtica capa de plomo se abatió sobre el café.

Los jóvenes que estaban cerca de la puerta se eclipsaron; los demás no sabían dónde meterse.

Omar se dio cuenta de su metedura de pata; tragó saliva en espera de que se le viniera el cielo encima.

Alrededor de la mesa, los jugadores mantenían la nuca gacha sobre sus cartas, petrificados. Sólo Yacín puso con cuidado sus cartas de lado y apuntó con dos ojos blancos de ira al ex cabo:

– No sé dónde quieres ir a parar con tu lenguaje barriobajero, Omar, pero ya te estás pasando. Aquí, en nuestro pueblo, tanto los jóvenes como los viejos se respetan. Te has criado entre nosotros y sabes cómo es esto.