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—Es verdad. Mis Señores han muerto hace mucho, mucho tiempo; y nunca fueron hombres… ¿Sabes, Penta, que yo podría ponerte al servicio de las Tumbas? —La voz de Arha era amable, como si estuviese ofreciendo a Penta una buena oportunidad.

El color desapareció de golpe de las mejillas de Penta.

—Sí —dijo—, tú podrías. Pero yo no soy… Yo no serviría para eso.

—¿Por qué?

—Me da miedo la oscuridad —dijo Penta en voz baja.

Arha murmuró entre dientes, como protestando, pero estaba satisfecha. Había oído lo que quería oír. Penta no creería en los dioses, pero temía a los poderes innombrables de las tinieblas como toda alma mortal.

—Sólo lo haría si tú quisieras, ya lo sabes —dijo Arha. Hubo un largo silencio entre las dos.

—Cada día te pareces más a Thar —dijo Penta con una voz dulce y soñadora—. ¡Por fortuna, no te pareces a Kossil! ¡Aunque eres tan fuerte! Yo también quisiera ser fuerte. Pero lo único que me gusta es comer.

—Pues come —dijo Arha, condescendiente y divertida, y Penta se comió poco a poco una tercera manzana.

Un par de días después, las exigencias del interminable ritual del Lugar obligaron á Arha a dejar su retiro. Una cabra había parido a destiempo un par de cabritos, y de acuerdo con la costumbre había que sacrificarlos a los Dioses Gemelos: una ceremonia importante, a la que debía asistir la Primera Sacerdotisa. Y siendo el período oscuro de la luna, había que celebrar las ceremonias de la oscuridad delante del Trono Vacío. Arha aspiró los vapores narcóticos de las hierbas que ardían delante del trono en grandes bandejas de bronce, y bailó sola y vestida de negro. Bailó para los espíritus invisibles de los muertos y los no nacidos, y mientras bailaba, los espíritus se congregaban en el aire de alrededor, siguiendo los giros y vueltas de los pies de Arha, y los movimientos lentos y seguros de sus brazos. Entonó los cánticos cuyas palabras ningún hombre entendía, y que ella había aprendido de Thar, sílaba por sílaba, hacía mucho tiempo. Un coro de sacerdotisas ocultas en la oscuridad, detrás de la doble hilera de columnas, repetía las misteriosas palabras de Arha, y el aire de la vasta sala en ruinas retumbaba de voces, como si una multitud de espíritus coreara los cánticos una y otra vez.

El Dios-Rey de Awabath no envió nuevos prisioneros y poco a poco Arha dejó de soñar con los tres que desde hacía mucho tiempo estaban muertos y enterrados en fosas poco profundas, dentro de la gran caverna bajo las Piedras Sepulcrales.

Tenía que animarse y volver a la caverna. Era menester que volviese: la Sacerdotisa de las Tumbas tenía que ser capaz de entrar sin miedo en sus propios dominios, y conocer sus meandros.

La primera vez que entró por la puerta-trampa tuvo que esforzarse de veras, aunque no tanto como ella había temido. Se había preparado con tanto cuidado, estaba tan decidida a ir sola y a no perder la sangre fría, que se sintió casi decepcionada al descubrir que no había nada que temer. Si había tumbas, no alcanzaba a verlas; no veía nada. Estaba oscuro, en silencio. Y eso era todo.

Día tras día bajaba allí, entrando siempre por la trampa de detrás del salón del Trono, hasta que conoció bien todo el recinto de la caverna de extrañas paredes talladas, tan bien como es posible conocer lo que no se ve. Pero nunca se apartaba de las paredes, pues si atravesaba el gran espacio vacío, corría el riesgo de desorientarse en la oscuridad, y aun cuando, tanteando a ciegas, volviera a encontrar el muro, no sabría dónde estaba. Había comprendido, desde la primera vez, que en los lugares oscuros lo importante era saber qué recodos y vanos habían quedado atrás y cuáles vendrían luego. Y para eso había que contarlos, ya que al tacto todos eran iguales. Aquel juego insólito de guiarse por el tacto y el número, en vez de la vista y el sentido común, no era difícil para la bien ejercitada memoria de Arha. Pronto llegó a reconocer todos los corredores que desembocaban en la Cripta, la red que se extendía bajo el Palacio del Trono y la cumbre de la Colina. Sin embargo había un corredor en el que nunca entraba —el segundo a la izquierda, desde la puerta de la piedra roja—, porque sabía que si alguna vez entraba en él por error, confundiéndolo con algún otro, podía ocurrir que nunca volviera a encontrar la salida. Y aunque el deseo de entrar allí, de conocer al fin el Laberinto, la acuciaba cada vez más, se contenía tratando de aprender antes todo lo posible, estudiándolo desde fuera.

La misma Thar sabía bien poco, aparte de los nombres de algunas cámaras, y la lista de direcciones, de recodos que había que tomar o pasar de largo, para ir a esas cámaras. Se los enumeraba a Arha, y se los describía, pero nunca quiso dibujarlos en el polvo, ni siquiera en el aire con un movimiento de la mano; y ella misma nunca había recorrido esos recodos, nunca había entrado en el Laberinto. No obstante, cuando Arha le preguntaba: «¿Cómo se llega desde la puerta de hierro que siempre está abierta hasta la Cámara Pintada?», o: «¿Cuál es el camino que conduce desde la Cámara de las Osamentas al túnel junto al río?», Thar se quedaba un momento en silencio y luego recitaba las instrucciones aprendidas de la Arha anterior: se pasan de largo tantas intersecciones, se gira tantas veces a la izquierda, y así sucesivamente. Y Arha lo aprendía todo de memoria, como lo aprendiera Thar, y a menudo le bastaba escucharlo una vez. De noche, en cama, lo repetía para sus adentros, tratando de imaginar los lugares, las cámaras, las vueltas y revueltas.

Thar le enseñó las numerosas mirillas que se abrían sobre el Laberinto en cada edificio y templo del Lugar, y aun al aire libre, bajo las rocas. La telaraña de túneles de piedra se extendía por debajo de todo el Lugar hasta más allá de las murallas: millas y millas de túneles en tinieblas. Ningún ser humano del Lugar, salvo ella, las dos sacerdotisas y los sirvientes, los eunucos Manan, Uahto y Duby, conocían la existencia de aquel laberinto. Los demás habían oído vagos rumores: sabían que había cavernas o cámaras bajo las Piedras Sepulcrales. Pero nadie sentía mucha curiosidad por las cosas de los Sin Nombre ni por los lugares que les habían sido consagrados. Quizá pensaban que cuanto menos supieran, mejor. La curiosidad de Arha, claro está, era muy fuerte, y enterada de que había mirillas para espiar el interior del Laberinto, las había buscado; pero estaban tan bien escondidas en las losas de los suelos y la tierra del desierto que nunca había descubierto ninguna, ni siquiera la de su propia Casa Pequeña, hasta que Thar se la señaló.

Una noche, al comienzo de la primavera, tomó una linterna, y sin encenderla descendió a la Cripta y caminó hasta el segundo pasadizo a la izquierda de la puerta roja.

En la oscuridad, penetró unos treinta pasos y cruzó luego el vano de la puerta, palpando el marco de hierro incrustado en la roca: el límite, hasta entonces, de sus exploraciones. Una vez pasada la Puerta de Hierro, siguió andando durante un largo rato, y cuando por fin el túnel empezó a curvarse hacia la derecha, encendió la bujía y miró alrededor. Pues aquí se permitía la luz. Ahora no estaba en la Cripta. Era un lugar menos sagrado, aunque quizá más temible. Estaba en el Laberinto.

Las paredes, la bóveda y el suelo de roca viva la rodeaban dentro de la pequeña esfera de la vela. El aire no se movía. Delante y detrás de ella el túnel se perdía en la oscuridad.

Los túneles, todos iguales, se entrecruzaban una y otra vez. Arha llevaba cuenta minuciosa de los cruces y pasadizos, y recitaba para sus adentros las instrucciones de Thar, aunque las recordaba muy bien. Pues no era cosa de perderse en el Laberinto. En la Cripta, y en los cortos pasadizos que la rodeaban, Kossil o Thar podrían dar con ella, o Matan venir a buscarla, puesto que la había acompañado varias veces. Pero aquí, en el Laberinto, ninguno de ellos había puesto los pies; sólo ella, Arha. Si se extraviaba en las espirales de los túneles, de poco le serviría que bajaran a la Cripta y la llamaran a media milla de distancia. Se imaginaba cómo oiría los ecos de las voces, repetidos en todos los túneles, mientras ella trataba de acercarse, pero sólo consiguiendo 'estar cada vez más lejos. Tan vivida era esta escena imaginaria que de pronto se detuvo, creyendo oír a lo lejos la llamada de una voz. Pero no había nada. Y ella no se perdería. Iba muy atenta; y éste era su lugar, su dominio. Los poderes de la oscuridad, los Sin Nombre, guiarían sus pasos, así como extraviarían los de cualquier otro mortal que osara penetrar en el Laberinto de las Tumbas.