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Cuando se movió para volver a mirar, quizá dejó que un rayo de luz penetrara un instante en el túnel, porque él era visible otra vez y miraba hacia el orificio mostrando un rostro marcado de cicatrices, tenso y ansioso, de labios negros y resecos, y ojos brillantes. Levantó la vara, acercando la luz cada vez más a los ojos de Arha. Aterrorizada, ella se echó atrás, cubrió la mirilla con la tapa de piedra y los pedruscos que la disimulaban, se incorporó y regresó de prisa al Lugar. Le temblaban las manos y en algún momento del camino se sintió mareada. No sabía qué hacer.

Si el hombre seguía las instrucciones que le había dado, retrocedería hacia la puerta de hierro, hasta el recinto de las pinturas. Y no había nada allí que pudiera interesarle. Lo que sí había en el techo de a Cámara Pintada era una mirilla que daba a la Cámara del Tesoro del Templo de los Dioses Gemelos; quizá por eso había pensado en esa cámara. Arha no lo sabía. ¿Por qué le había hablado?

Podía alcanzarle un poco de agua por alguna de las mirillas, y luego conducirlo a aquel sitio. De ese modo lo mantendría con vida más tiempo. Tanto tiempo como quisiera, en realidad. Si le proporcionaba agua y un poco de comida de tanto en tanto, el hombre seguiría errando por el Laberinto durante días y meses; y ella podría verlo por las mirillas e indicarle cómo encontraría agua; y a veces engañarlo, para que fuese allí en vano, porque él siempre tendría que ir. ¡Así aprendería a no burlarse de los Sin Nombre y a no pavonearse neciamente en los sepulcros sagrados de los Muertos Inmortales!

Pero mientras él estuviese allí, ella nunca podría entrar en el Laberinto. ¿Por qué no?, se preguntaba; y se respondía: Porque podría huir por la puerta de hierro, que yo tendría que dejar abierta al entrar… De todos modos, no llegaría más allá de la Cripta. La verdad era que tenía miedo de encontrárselo cara a cara. Tenía miedo de los poderes y las artes de las que se había valido para entrar en la Cripta, y de la magia que mantenía encendida la luz. Y sin embargo, ¿era todo eso tan temible? Las potestades que reinaban en los lugares oscuros estaban de parte de ella. Era obvio que él no podía hacer gran cosa allí, en el dominio de los Sin Nombre. No había abierto la puerta de hierro; no había hecho aparecer alimentos mágicos ni había sacado agua del muro de piedras, ni convocado un monstruo demoníaco para que derribase los muros; ninguna de las cosas que ella temía que fuese capaz de hacer. Ni siquiera había encontrado, después de andar durante tres días por los pasadizos, la puerta del Gran Tesoro, que era sin duda lo que él estaba buscando. La misma Arha aún no había tenido en cuenta las indicaciones de Thar para llegar a esa cámara, postergando la visita una y otra vez, por un cierto temor, una renuencia, la impresión de que todavía no era el momento.

Ahora pensaba: ¿y si él fuera allí en vez de ella? Que contemplara cuanto quisiera los tesoros de las Tumbas. ¡Para lo que iba a servirle! Y ella se mofaría de él, diciéndole que comiera el oro y bebiese los diamantes.

Con la prisa nerviosa, febril, que la dominaba desde hacía tres días, corrió al Templo de los Dioses Gemelos, abrió la pequeña cámara abovedada de los tesoros y destapó la mirilla, bien oculta en el suelo.

Allá abajo estaba la Cámara Pintada, pero oscura como boca de lobo. El camino que el hombre tenía que recorrer por la maraña de túneles, era mucho más tortuoso y quizá mucho más largo. Arha no había pensado en eso. Además, debilitado como estaba, no andaría muy rápido y olvidaría las instrucciones y se equivocaría en algún recodo. No había muchas personas como ella, capaces de recordar instrucciones que habían oído sólo una vez. Quizá ni siquiera comprendía la lengua que ella hablaba. En ese caso, que anduviera sin rumbo hasta que al fin cayese y muriese rendido en la oscuridad, el necio, el extranjero, el impío. Que su espectro gimiera por las galerías de picara de las Tumbas de Atuan hasta que también él fuese devorado por las tinieblas…

A la mañana siguiente, muy temprano, después de una noche de escaso reposo y malos sueños, volvió a la mirilla del pequeño templo. Miró y no vio nada: una negra oscuridad. Descolgó una cadena con una vela encendida dentro de una pequeña linterna de estaño. El hombre estaba allí, en la Cámara Pintada. Al resplandor de la bujía, alcanzó a verle las piernas y una mano inerte. Habló por la abertura, que era grande, del tamaño de una baldosa: —¡Hechicero!

El hombre no se movió. ¿Estaría muerto? ¿Era ésa toda la fuerza que él tenia?

Arha torció la cara en una mueca de desprecio; el corazón le latía con violencia. —¡Hechicero! —gritó, y la voz vibrante resonó abajo, en la oquedad. El nombre se estremeció, se incorporó lentamente y miró en torno, azorado. Al cabo de un momento alzó los ojos, parpadeando a la luz de la linterna que pendía del techo. Daba miedo verle la cara, hinchada y oscura como la de una momia.

Alargó la mano en busca de la vara, que tenía al lado, en el suelo, pero la luz no floreció en la madera. No le quedaba ningún poder.

—Tú quieres ver el Tesoro de las Tumbas de Atuan, ¿eh, hechicero?

El hombre alzó la cara, fatigado, mirando de soslayo la luz de la linterna, que era lo único que veía. Al cabo de un rato, con una mueca que podía haber empezado como una sonrisa, inclinó la cabeza, asintiendo.

—Sal de esta cámara hacia la izquierda. Toma el primer corredor a la izquierda… —De prisa y sin pausa, Arha recitó la larga serie de indicaciones, y por último dijo:— Allí encontrarás el tesoro que has venido a buscar. Y allí, quizá, también encuentres agua. ¿Qué preferirías en este momento, hechicero?

Él se levantó, apoyándose en la vara. Buscó a Arha con los ojos, que no podían verla, y quiso decir algo, pero tenía la garganta reseca y no le salió la voz. Se encogió ligeramente de hombros y dejó la Cámara Pintada.

Arha no pensaba darle agua. De todos modos, nunca acertaría con el camino de la Cámara del Tesoro. Las instrucciones eran demasiado largas para que él las recordase; y allí estaba el Pozo, si es que llegaba tan lejos. Y ahora iba a oscuras. Se extraviaría y al fin caería exánime y moriría en cualquier rincón de las galerías angostas, secas y resonantes.

Y Manan lo encontraría y lo sacaría a la rastra. Y ése sería el fin. Arha apretó entre las manos la tapa de la mirilla y balanceó el cuerpo acuclillado, de atrás hacia adelante, de adelante hacia atrás, mordiéndose el labio como para soportar un dolor terrible. No le daría agua. No le daría agua. Le daría muerte, muerte, muerte, muerte.

En aquella hora triste de la vida de Arha, Kossil vino a verla. Entró en la recámara con pasos pesados, envuelta en las negras y abultadas ropas invernales.

—¿Ha muerto ya el hombre? Arha alzó la cara. No tenía lágrimas en los ojos, nada que ocultar.

—Creo que sí —dijo, levantándose y sacudiéndose el polvo de las faldas—. La luz se ha extinguido.

—Puede estar fingiendo. Esas gentes sin alma son muy astutas.

—Esperaré un día para estar segura.

—Sí, o dos días. Luego, que baje Duby a retirar el cadáver. Es más fuerte que el viejo Manan.

—Pero Manan está al servicio de los Sin Nombre, y Duby no. Hay sitios en el Laberinto a los que Duby no debe ir, y el ladrón está en uno de ellos.

—Bueno, si ya ha sido profanado…

—La muerte del hombre lo purificará —dijo Arha, y pensó que quizá tenía algo raro en la cara, por el modo como la miraba Kossil—. Estos son mis dominios, sacerdotisa. He de custodiarlos como mis Amos ordenan. No necesito más lecciones sobre la muerte.

El rostro de Kossil pareció retirarse dentro de la negra capucha, como una tortuga del desierto dentro del caparazón, malhumorada, lenta y fría.