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—Muy bien, señora.

Se separaron frente al altar de los Dioses Hermanos. Arha se encaminó, sin prisa, hacia la Casa Pequeña, y llamó a Manan para que la acompañase. Desde que había hablado con Kossil sabía lo que tenía que hacer.

Manan y ella subieron por la Colina, entraron en el Palacio, llegaron a la Cripta y descendieron. Tirando juntos de la larga manija, abrieron la puerta de hierro del Laberinto. Luego encendieron las linternas, y Arha encabezó la marcha hacia la Cámara Pintada, y desde allí tomó el camino del Gran Tesoro.

El ladrón no había llegado muy lejos. No había andado ni quinientos pasos de tortuoso trayecto cuando dieron con él, tirado en el estrecho corredor como un montón de andrajos. Cerca de él estaba la vara, que había soltado antes de caer. Tenía la boca ensangrentada y los ojos semicerrados.

—Está vivo —dijo Manan, arrodillándose, poniendo la manaza amarilla en la garganta oscura, sintiéndola latir—. ¿Lo estrangulo, mi ama?

—No. Lo quiero vivo. Levántalo y sígueme.

—¿Vivo? —dijo Manan, turbado—. ¿Para qué, mi pequeña?

—¡Para que sea un esclavo de las Tumbas! Deja de hablar y haz lo que te digo.

Con la cara más melancólica que nunca, Manan obedeció, echándose el joven al hombro como si fuese un costal. Siguió a Arha con pasos vacilantes. No podía caminar mucho tiempo llevando aquella carga, y durante el viaje de vuelta se detuvieron una docena de veces para que Manan recobrara el aliento. Cada vez que paraban, el corredor era siempre iguaclass="underline" las piedras de color gris amarillento, que remataban en una bóveda, el suelo rocoso y desparejo, el aire estancado; Manan, que gruñía y jadeaba; el intruso, inmóvil; y las dos linternas de llamas mortecinas con un halo de luz que se estrechaba y se perdía en la oscuridad del corredor en ambas direcciones. En los altos Arha echaba un poco de agua del frasco que había traído consigo en la boca seca del hombre, sólo un sorbo cada vez, no fuera que la vida, al volver, lo matase.

—¿A la Cámara de las Cadenas? —preguntó Manan cuando entraron en el pasaje que conducía a la puerta de hierro; y sólo en ese momento, al oírlo, se dio cuenta Arha de que no había pensado en dónde meter al prisionero.

—No, allí no —dijo, sintiendo náuseas, como siempre que recordaba el humo y el hedor, y aquellos rostros desgreñados, ciegos y mudos. Además, Kossil podría ir a la Cámara de las Cadenas—. Ha de quedarse en el Laberinto, para que no recupere su magia. ¿Dónde hay una celda…?

—La Cámara Pintada tiene puerta y cerrojo, y una mirilla, mi ama. Si se puede confiar en las puertas…

—Aquí abajo no tiene ningún poder. Llévalo allí, Manan.

Otra vez con la carga a cuestas, Manan desanduvo la mitad del camino, demasiado fatigado y sin aliento para protestar. Cuando por fin estuvieron en la Cámara Pintada, Arha se quitó la larga y pesada capa invernal, y la extendió sobre el suelo polvoriento. —Ponlo encima.

Jadeando, Manan la miró con melancólica consternación. —Mi pequeña…

—Quiero que este hombre viva, Manan. Se morirá de frío, mira cómo tiembla.

—Te mancillará la capa, que es la capa de la Sacerdotisa. Es un infiel, un hombre —barbotó Manan, arrugando los ojos pequeños, como si le doliera algo.

—¡Entonces quemaré la capa y haré tejer otra! ¡Haz lo que te digo, Manan!

Manan se encorvó, obediente, y bajó al prisionero hasta la capa negra. El hombre estaba inmóvil como la muerte, pero el pulso le latía con fuerza en el cuello, y de tanto en tanto unos espasmos lo estremecían de la cabeza a los pies.

—Habría que encadenarlo —dijo Manan.

—¿Te parece peligroso? —se burló Arha; pero cuando Manan le señaló el aro de hierro incrustado en las piedras al que podrían sujetar al prisionero, lo dejó ir a la Cámara de las Cadenas en busca de grilletes. Manan se perdió por los corredores refunfuñando, repitiendo entre dientes las instrucciones; había recorrido otras veces ese mismo camino, yendo y viniendo, pero nunca solo.

A la luz de la linterna de Arha, las pinturas de las cuatro paredes parecían moverse, crisparse; las toscas figuras humanas de grandes alas abatidas se agazapaban y se erguían con una monotonía intemporal.

Ella se arrodilló y fue echando agua, poca cada vez, en la boca del prisionero. El hombre acabó tosiendo y alzó las manos débiles hacia el frasco. Arha lo ayudó a beber. Con la cara toda mojada, embadurnada de sangre y polvo, volvió a tenderse en el suelo y murmuró algo, una palabra o dos, en una lengua que Arha desconocía.

Manan regresó al fin, arrastrando una cadena, un gran candado con llave y un ceñidor de hierro que puso y cerró alrededor de la cintura del hombre. —No está bastante apretado, puede escabullirse —gruñó, mientras enganchaba el eslabón del extremo al aro incrustado en el muro.

—No, mira. —Menos asustada ahora, Arha mostró que no le cabía la mano entre el ceñidor de hierro y las costillas del hombre—. A no ser que no coma en más de cuatro días.

—Pequeña —dijo Manan quejumbroso—, yo no discuto, pero… ¿cómo va a servir de esclavo en el Templo si es un hombre, pequeña?

—Y tú eres un viejo tonto, Manan. Vamos, y déjate de pamplinas.

El prisionero los miraba con ojos brillantes y fatigados.

—¿Dónde está la vara, Manan? Aquí. Me la llevaré; tiene poderes mágicos. Ah, y esto; también me lo llevaré —y con un movimiento rápido tomó la cadena de plata que asomaba en el cuello de la túnica del prisionero, y se la quitó por la cabeza, aunque él trató de impedírselo sujetándole los brazos. Manan le asestó un puntapié en la espalda. Arha sostenía la cadena en el aire, lejos de las manos del prisionero—. ¿Así que éste es tu talismán, hechicero? ¿Lo aprecias mucho? No parece gran cosa. ¿No pudiste conseguir nada mejor? Te lo guardaré en un lugar seguro. —Y se puso la cadena por la cabeza, ocultando el colgante bajo el cuello de la túnica de lana.

—Tú no sabes cómo se usa —dijo el hombre, con la voz muy ronca y pronunciando mal, aunque con suficiente claridad, las palabras de la lengua karga.

Manan le dio otro puntapié y el hombre dejó escapar un leve gruñido de dolor y cerró los ojos.

—Déjalo, Manan. Vamonos.

Arha salió de la cámara. Manan la siguió refunfuñando.

Por la noche, una vez apagadas todas las luces del Lugar, Arha trepó otra vez por la Colina. Llenó el frasco en el pozo de las recámaras del Trono, y descendió con el agua y una gran hogaza de pan ázimo de trigo sarraceno a la Cámara Pintada del Laberinto. Puso todo detrás de la puerta, al alcance del prisionero, que estaba dormido y no se movió.

Regresó a la Casa Pequeña y esa noche ella también durmió mucho y bien.

Por la tarde, temprano, volvió sola al Laberinto. El pan había desaparecido, el frasco estaba vacío, y el intruso se había sentado de espaldas contra el muro. La cara, cubierta de costras y suciedad, seguía siendo repugnante, pero la expresión era ahora vivaz.

Arha se situó en el otro extremo de la Cámara, donde él no podía alcanzarla, y lo miró un rato.

Luego apartó los ojos. Pero allí no había nada que ver. Algo le impedía hablar. El corazón le latía como si estuviese asustada. Sin embargo, no había ninguna razón para tenerle miedo.

—Es agradable que haya luz —dijo él, con la voz dulce pero grave que tanto la turbaba.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella, imperiosa. Su propia voz, pensó, sonaba más aguda y débil que de costumbre.

—Bueno, casi todos me llaman Gavilán.

—¿Gavilán? ¿Es ése tu nombre?

—No.

—¿Cuál es tu nombre, entonces?

—Eso no te lo puedo decir. ¿Tú eres la Sacerdotisa de las Tumbas?

—Sí.

—¿Cómo te llamas?

—Me llaman Arha.