—La que ha sido devorada… ¿No es eso lo que significa? —Los ojos oscuros la miraban con fijeza. Esbozó una sonrisa.— ¿Y cuál es tu nombre?
—No tengo nombre. No me hagas preguntas. ¿De dónde vienes?
—De los Países del Interior, del Oeste.
—¿De Havnor?
Era el único nombre que conocía de ciudad o islas en los Países del Interior.
—Sí, de Havnor.
—¿A qué has venido aquí?
—-Las Tumbas de Atuan son famosas entre mi gente.
—Pero tú eres un infiel, un incrédulo.
El hombre meneó la cabeza. —Oh, no, Sacerdotisa. ¡Creo en las Potestades de las Tinieblas! He conocido a los Innominados, en otros lugares.
—¿En qué otros lugares?
—En el Archipiélago, en los Países del Interior, hay sitios que pertenecen a las Antiguas Potestades de la Tierra, como éste. Pero ninguno tan grande. En ninguna otra parte tienen un templo y una sacerdotisa y un culto como el que aquí se les rinde.
—¿Has venido a rendirles culto? —preguntó ella burlona.
—He venido a robar —dijo él.
Arha clavó los ojos en el rostro sombrío.
—¡Fanfarrón!
—Sabía que no sería fácil.
—¿Fácil? ¡Es imposible! Lo sabrías bien si no fueras un incrédulo. Los Sin Nombre velan por lo que les pertenece.
—Lo que yo busco no les pertenece.
—¡Te pertenece a ti, sin duda!
—Yo tengo derecho a reclamarlo.
—¿Qué eres tú entonces: un dios, un rey? —Lo miró de arriba abajo, tal como estaba: encadenado, sucio, exhausto.— ¡No eres más que un ladrón!
Él no respondió, pero la miró a los ojos.
—¡No tienes que mirarme! —dijo ella con voz estridente.
—Señora —dijo él—, no es mi intención ofenderte. Soy un extranjero, un intruso. No conozco vuestras costumbres ni sé cómo se ha de tratar a la Sacerdotisa de las Tumbas. Estoy a tu merced y pido perdón si te he ofendido.
Arha calló un momento y sintió que la sangre le subía a las mejillas, ardiente y turbulenta. Pero él ya no la miraba, y no la vio enrojecer. Obediente, había desviado los ojos oscuros.
Durante un rato nadie dijo nada. Las figuras pintadas todo alrededor los contemplaban con ojos tristes y ciegos. Arha había traído una jarra de piedra llena de agua. El hombre volvía los ojos una y otra vez hacia la jarra y al cabo ella dijo: —Bebe, si quieres.
Él se abalanzó sobre la jarra, y levantándola como si fuese una liviana copa de vino, bebió un larguísimo sorbo. Luego humedeció una punta de la túnica y se limpió lo mejor que pudo la mugre, los coágulos de sangre» y las telarañas de la cara y las manos. Cuando concluyó, tenía mejor aspecto, pero el aseo gatuno había puesto al descubierto las cicatrices de un lado de la cara: cicatrices antiguas, curadas hacía mucho, blancuzcas sobre la piel oscura, cuatro estrías paralelas desde el ojo hasta la mandíbula, como arañadas por las garras de una zarpa enorme.
—¿Qué es eso? —dijo ella—. Esa cicatriz.
Él no respondió en seguida.
—¿Un dragón? —dijo ella, burlándose. ¿Acaso no había bajado allí para escarnecer a su víctima, para atormentarlo, para demostrarle el desamparo en que se encontraba?
—No, no es de dragón.
—Entonces ni siquiera eres señor de dragones.
—Sí —dijo él con cierta reticencia—, soy señor de dragones. Pero las cicatrices son de un tiempo anterior. Te dije que me había encontrado antes con las Potestades Tenebrosas, en otros lugares de la Tierra. Lo que ves en mi cara es la marca de alguien de la familia de los Sin Nombre. Pero ya no sin nombre, porque al fin supe cómo se llamaba.
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo se llamaba?
—No te lo puedo revelar —dijo él y sonrió, aunque tenía una expresión grave.
—Ésas son necedades, disparates, sacrilegios. ¡Pero si son los Sin Nombre! No sabes de qué estás hablando…
—Lo sé, Sacerdotisa, y aún mejor que tú —dijo él, con una voz más profunda—. ¡Mírame otra vez! —Volvió la cabeza para que ella viera las cuatro marcas espantosas que le surcaban la mejilla.
—No te creo —dijo Arha, y la voz le tembló.
—Sacerdotisa —dijo él, despacio—, no tienes muchos años; sin duda no llevas mucho tiempo al servicio de los Tenebrosos.
—Pues sí. ¡Muchísimo tiempo! Soy la Primera Sacerdotisa, la Reencarnada. Sirvo a mis amos desde hace mil años y también los servía mil años antes. Soy la sierva y la voz y las manos de los Tenebrosos. ¡Y soy la venganza de quienes profanan las Tumbas y ven lo que no debe verse! Acaba con tus mentiras y tu jactancia, ¿no ves que si digo una palabra vendrá mi guardián y te cortará la cabeza? ¿O que si me voy y cierro esta puerta, nadie vendrá, jamás, y morirás aquí en la oscuridad, y aquellos a quienes sirvo devorarán tu carne y tu alma y sólo dejarán tus huesos, aquí en el polvo?
Él asintió en silencio.
Arha tartamudeó y, como no encontró nada más que decir, salió majestuosamente de la cámara y cerró con un estrepitoso portazo. ¡Que pensara que no volvería! ¡Que sufriera, allí a oscuras, que maldijera y temblara, y tratara de obrar sus inútiles e inmundos sortilegios!
Pero imaginó que en ese momento el hombre se estiraba para dormir, como ya lo había hecho junto a la puerta de hierro, apacible como un cordero en un prado bañado por el sol.
Escupió en la puerta cerrada, hizo una señal para conjurar la profanación, y casi corriendo se encaminó a la Cripta.
Se alejó bordeando el muro hacia la puerta-trampa del Palacio, rozando con los dedos los delicados planos y tracerías de la roca, que eran como un encaje petrificado, y de pronto tuvo el deseo de encender la linterna, de ver una vez más, tan sólo un instante, la piedra cincelada por el tiempo, el maravilloso centelleo de los muros. Cerró los ojos con fuerza, y apretó el paso.
7. El Gran Tesoro
Nunca los diarios ritos y tareas le habían parecido tan numerosos, tan inútiles ni tan largos. Las niñas pequeñas, de caritas pálidas y aire furtivo, las turbulentas novicias, las sacerdotisas, frías y austeras en apariencia, pero cuyas vidas eran una secreta maraña de celos, miserias, mezquinas ambiciones y pasiones vanas; todas aquellas mujeres entre las que siempre había vivido y que eran para ella el mundo humano, le parecían ahora tan lastimosas como aburridas.
Pero ella, que servía a las grandes potestades, ella, la sacerdotisa de la Noche Implacable, estaba más allá de esas pequeñeces.
Ella no tenía que preocuparse por la agobiante mezquindad de la vida cotidiana, los días cuyo único placer era con frecuencia el de recibir una ración de lentejas con más grasa de cordero que la vecina… Ella estaba más allá de los días. Bajo tierra no había días. Allí había sólo noche, siempre.
Y en esa noche interminable, el prisionero: el hombre negro, el nigromante, encadenado por el hierro y enclaustrado en piedra, esperando a que ella fuese o no fuese, a que le llevara el agua y el pan y la vida, o bien el cuchillo y la jofaina del matarife y la muerte, según su capricho.
Sólo a Kossil le había hablado del hombre y Kossil no se lo había contado a nadie más. El hombre llevaba ya tres días y tres noches en la Cámara Pintada y Kossil no le preguntaba a Arha por él. Quizá lo daba por muerto y suponía que Arha habría encargado a Manan que llevara el cadáver a la Cámara de las Osamentas. No era muy de Kossil dar las cosas por supuesto pero Arha se decía que su silencio no tenía nada de extraño. Kossil quería guardar el secreto y detestaba hacer preguntas. Y además, Arha le había dicho que no se entrometiera. Kossil se limitaba a obedecer.
Sin embargo, si se daba al hombre por muerto, Arha no podía pedir comida para él. De modo que, salvo las manzanas y cebollas secas que hurtaba en la despensa de la Casa Grande, Arha apenas comía. Hacía que le enviaran la comida y la cena a la Casa Pequeña, pretextando que deseaba comer a solas, y por la noche bajaba todo, excepto la sopa, a la Cámara Pintada del Laberinto. Estaba habituada al ayuno, hasta durante cuatro días consecutivos, y no era para ella un problema. El hombre del Laberinto devoraba las magras porciones de pan, queso y alubias, como un sapo devora una mosca: de un solo bocado. Era evidente que hubiera comido cinco o seis veces más; sin embargo le daba las gracias con parsimonia como si él fuese el invitado y ella la anfitriona, sentados a una mesa, como las que se mencionaban en los cuentos sobre los festines del Palacio del Dios-Rey, cubierta de carnes asadas, panes untados con mantequilla, y vino en copas de cristal. Era un hombre muy raro.