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Estaban en el valle sombrío al oeste del Lugar.

Ahora comenzaban a subir, y de pronto él le indicó que se volviera: —Mira…

Ella se volvió y miró. Estaban del otro lado del valle, a la altura de las Piedras Sepulcrales, los nueve grandes monolitos que se alzaban o yacían sobre la caverna de los diamantes y las tumbas. Las piedras que aún estaban en pie se balanceaban. Se sacudían y se inclinaban lentamente como mástiles de navíos… Una de ellas pareció retorcerse y crecer, luego se estremeció de arriba abajo y cayó al suelo. Otra se derrumbó sobre los escombros de la primera. Más allá de las piedras, la cúpula baja del Palacio del Trono, negra contra la claridad dorada del levante, tembló un momento. Los muros se abombaron. La gran mole ruinosa de piedra y argamasa cambió de forma como barro en el agua, se hundió sobre sí misma, y con un gran estruendo y un súbito estallido de esquirlas y polvo, se inclinó hacia un costado y se desplomó. La tierra del valle onduló y trepidó; una especie de ola subió por la colina y una grieta enorme se abrió entre las Piedras Sepulcrales, y del hueco negro de allá abajo brotó una humareda de polvo gris. Las piedras que aún quedaban en pie cayeron dentro y desaparecieron. En seguida, con un estruendo que pareció reverberar en el mismo cielo, los bordes negros de la grieta volvieron a cerrarse, y las colinas temblaron todavía una vez, y se calmaron.

Ella apartó la mirada del horror del terremoto y la posó en el hombre que tenía al lado, cuya cara aún no había visto a la luz del sol.

—Tú lo has contenido —dijo, y su voz sonaba como el viento en los cañaverales después del atronador aullido y el lamento de la tierra—. Tú has contenido el terremoto, la cólera de la oscuridad.

—Tenemos que seguir —dijo él, volviendo la espalda al sol naciente y a las Tumbas en ruinas—. Estoy cansado, tengo frío… —Se tambaleaba al andar y ella lo tomó del brazo. Casi arrastrándose, agotados, reanudaron la marcha. Despacio, como dos arañas diminutas en una pared enorme, escalaron trabajosamente la inmensa ladera, hasta pisar el suelo seco de la cumbre, amarillento a la luz del nuevo día y rayado por las sombras largas y dispersas de la salvia. Ante ellos se alzaban las montañas de poniente, púrpuras abajo y doradas en las vertientes superiores. Los dos se detuvieron un momento; luego cruzaron la cresta de la colina, donde ya no podían verlos desde el Lugar de las Tumbas, y desaparecieron.

11. Las montañas de poniente

Tenar despertó debatiéndose entre pesadillas, tratando de escapar de unos parajes por donde había caminado durante tanto tiempo que la carne se le había desprendido y ella podía verse los dobles huesos blancos de los brazos, que brillaban débilmente en la oscuridad. Abrió los ojos a una luz dorada y aspiró el olor picante de la salvia. Un dulce bienestar fue colmándola poco a poco, hasta que al fin desbordó; se sentó en el suelo, estiró los brazos fuera de las negras mangas del manto y miró en torno con evidente complacencia.

Estaba anocheciendo. El sol se había puesto detrás de las montañas que asomaban altas y próximas en el oeste; pero el resplandor del crepúsculo inundaba la tierra y el cielo: un vasto y despejado cielo invernal, una vasta tierra árida y dorada, de montañas y valles anchos. El viento había amainado. Hacía frío y el silencio era total. Nada se movía. Las hojas de las matas de salvia cercanas estaban secas y grises; los tallos resecos de las minúsculas hierbas del desierto le pinchaban las manos. El inmenso y silencioso prodigio dé la luz ardía en cada rama y blanqueaba tallos y hojas, sobre las colinas, en el aire.

Miró a la izquierda y vio al hombre tendido en el suelo del desierto, envuelto en la capa, con un brazo bajo la cabeza, profundamente dormido. El rostro tenía una expresión seria, casi malhumorada; pero la mano izquierda yacía flojamente sobre la tierra, junto a un cardo pequeño que todavía conservaba el raído capuchón de pelusa gris y la diminuta coraza de púas y espinas. El hombre y el pequeño cardo del desierto; el cardo y el hombre dormido…

Un hombre cuyos poderes eran parecidos a los de las Antiguas Potestades de la Tierra, y no menos fuertes; un hombre que hablaba con los dragones y paraba los terremotos con una palabra. Y allí reposaba, dormido sobre la tierra, con un pequeño cardo junto a la mano. Qué extraño era todo. Vivir, estar en el mundo, era algo muchísimo más extraño que lo que ella soñara jamás. Los fulgores del cielo tocaron los cabellos polvorientos del hombre y por un instante doraron el cardo.

La luz se extinguía lentamente. Y el frío parecía más intenso minuto a minuto. Tenar sé levantó y empezó a juntar salvia seca, quebrando las ramas delgadas, pero recias y nudosas, como de roble. Se habían detenido allí a eso del mediodía, cuando hacía calor, y el cansancio les había impedido continuar. Un par de enebros achaparrados y la ladera occidental del cerro por la que acababan de descender eran abrigo suficiente; después de beber un poco de agua del frasco, se habían echado en el suelo a dormir.

Bajo los arbolitos había unas ramas más largas, y ella las recogió. Cavando un hoyo entre unas rocas que emergían de la tierra, preparó una hoguera y la encendió con su pedernal. La yesca de hojas y ramitas de salvia se encendió con rapidez. Las ramas secas se inflamaron en llamas encarnadas, perfumadas de resina. Ahora, todo parecía oscuro alrededor de la hoguera, y las estrellas asomaban otra vez en la vastedad del cielo. La crepitación y el chisporroteo de las llamas despertaron al hombre dormido. Se incorporó, se frotó la cara mugrienta con las manos, y al fin se levantó, entumecido, y se acercó al fuego.

—Me pregunto…—dijo con voz soñolienta.

—Lo sé, pero no aguantaremos aquí toda la noche sin un fuego. Hace demasiado frío. —Y al cabo de un momento, ella agregó: —A menos que tú conozcas alguna magia que nos mantenga calientes, o que oculte la luz…

El se sentó junto al fuego, los pies casi metidos en las llamas y abrazándose las rodillas. —¡Brr! —dijo—. El fuego es mucho mejor que la magia. He creado una pequeña ilusión a nuestro alrededor; si alguien viene por aquí le pareceremos palos y piedras. ¿Qué crees tú? ¿Nos estarán siguiendo?

—Lo temo, aunque no es probable. Nadie excepto Kossil sabía que tú estabas allí. Kossil y Manan. Y ellos han muerto. Seguramente ella estaba en el Palacio del Trono cuando se derrumbó. Esperándonos en la puerta-trampa. Y los otros, los demás, pensarán que yo estaba en el Palacio o en las Tumbas, y que me ha sepultado el terremoto.

—También ella se abrazó las rodillas, y se estremeció.— Espero que los otros edificios no se hayan derrumbado. No se veían bien desde la colina, con tanto polvo. No los templos y las casas, al menos, no la Casa Grande donde duermen las niñas…

—Yo diría que no. Sólo las Tumbas, que se devoraron a sí mismas. Vi el techo de oro de un templo cuando nos alejábamos; todavía estaba en pie. Y había gente al pie de la colina, gente corriendo.

—Qué dirán, qué pensarán… ¡Pobre Penta! Quizá tenga que convertirse en la Suma Sacerdotisa del Dios-Rey. Ella era quien siempre deseaba escapar. No yo. Quizás escape ahora. —Tenar sonrió. Tenía una alegría que ningún pensamiento ni ningún temor podía ensombrecer, la misma alegría confiada que había nacido dentro de ella al despertar a la luz dorada. Abrió la bolsa y sacó dos panecillos aplastados; le dio uno a Ged por encima del fuego y mordió el otro. El pan era duro, y agrio, y muy bueno para comer. Durante un rato los dos masticaron en silencio.