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Él tardó en responder. —Tenar, yo voy a donde me mandan. Yo sigo mi destino. Hasta ahora, nunca me ha permitido permanecer mucho tiempo en ningún país. ¿Lo comprendes? Yo hago lo que he de hacer. Allí donde voy, tengo que ir solo. Mientras tú me necesites, estaré contigo en Havnor. Y si alguna vez vuelves a necesitarme, llámame. Acudiré. ¡Saldría de mi tumba si tú me llamaras, Tenar! Pero no puedo quedarme contigo.

Ella no replicó. Un poco después, él dijo: —No me necesitarás mucho tiempo allí. Serás feliz.

Ella inclinó la cabeza, asintiendo, en silencio.

Marcharon juntos hacia el mar.

12. La travesía

Ged había escondido la barca en una cueva, al pie de un gran acantilado rocoso que la gente del lugar llamaba Cabo Nube. Uno de los aldeanos les dio de cenar —un tazón de sopa de pescado—, y con las últimas luces de aquel día gris descendieron por los acantilados a la playa. La cueva era una grieta angosta que penetraba unos diez metros en la roca; el suelo arenoso era húmedo, pues se extendía justo por encima de la línea de la marea alta. La entrada se veía desde el mar y Ged dijo que no convenía encender un fuego, ya que despertaría la curiosidad de los pescadores nocturnos que rondaban la costa en sus pequeñas embarcaciones. Así pues, se echaron miserablemente sobre la arena, que tan suave parecía entre los dedos y era dura como la roca para el cuerpo cansado. Y Tenar escuchaba el mar, las olas que se estrellaban contra las rocas, retumbando y retirándose pocos metros más abajo de la boca de la cueva, y el fragor lejano en la larga playa del este. Una y otra y otra vez, siempre Tos mismos ruidos, y sin embargo nunca del todo iguales. Y nunca descansaba. En todas las costas de todas las tierras del mundo, el mar se encrespaba en aquellas olas turbulentas, y nunca paraba, y nunca estaba quieto. El desierto, y las montañas estaban quietos. No gritaban eternamente con esa voz grandiosa y monótona. El mar hablaba sin cesar, pero en una lengua extraña que ella no entendía.

A la primera luz gris, cuando la marea estaba baja, despertó de un sueño intranquilo y vio que el hechicero salía de la cueva. Lo vio andar descalzo y con la capa ceñida a la cintura, por las rocas cubiertas de musgo negro, como si buscara algo.

Regresó oscureciendo la cueva al entrar.

—Toma —dijo, tendiéndole un puñado de unas cosas horribles y húmedas, que parecían piedras de color púrpura con labios anaranjados.

—¿Qué son?

—Mejillones, sacados de las rocas. Y estas dos son ostras, mejores todavía. Mira… así. —Con la pequeña daga del llavero, que ella le había prestado en las montañas, Ged abrió un mejillón y se comió la pulpa naranja, con el agua de mar como condimento.

—¿Ni siquiera los cueces? ¡Te los comes vivos!

Se negó a mirarlo mientras él, abochornado pero decidido, seguía abriendo y comiendo los mariscos uno tras otro.

Cuando hubo terminado, fue hasta la barca, que estaba de proa al mar y levantada sobre la arena por varios troncos largos que él había traído de la playa. Tenar la había mirado la noche anterior, con desconfianza y sin comprender. Era mucho más grande de lo que se había imaginado, tres veces más larga que ella. Llevaba todo un cargamento de objetos cuyo uso ella desconocía, y parecía peligrosa. A cada lado de la nariz (que era como él llamaba a la proa) había un ojo pintado; y mientras dormitaba, Tenar había tenido constantemente la impresión de que la barca la miraba con fijeza.

Ged rebuscó un momento dentro de la barca y sacó algo: un paquete de pan duro, envuelto con cuidado para mantenerlo seco. Le ofreció un trozo grande.

—No tengo hambre.

El le escudriñó el semblante hosco.

Dejó el pan a un lado, envolviéndolo como antes, y luego se sentó en la boca de la cueva. —Dentro de un par de horas la marea volverá a subir —dijo—. Entonces podremos irnos. Has pasado mala noche, ¿por qué no duermes ahora?

—No tengo sueño.

Él no respondió. Siguió sentado bajo el oscuro arco de rocas, con las piernas cruzadas; y ella lo veía desde la penumbra de la cueva, contra el fondo resplandeciente del mar, que subía y se movía detrás de él. Pero él no se movía. Estaba quieto como las rocas. La quietud parecía extenderse alrededor de él como los anillos concéntricos de una piedra arrojada al agua. El silencio en que estaba no era ya ausencia de palabras, sino algo en sí mismo, como el silencio del desierto.

Al cabo de un largo rato, Tenar se levantó y se acercó a la entrada de la cueva. Él no se movió. Ella le miró la cara. Parecía fundida en cobre, rígida; los ojos oscuros abiertos, pero bajos, y la boca serena.

Era tan inaccesible para ella como el mar.

¿Dónde estaba él ahora, por qué senda del espíritu transitaba? Ella jamás podría seguirlo.

Él la había instigado a que lo siguiera. La había llamado y ella había respondido acurrucándose cerca, como el conejito del desierto que había acudido a él desde la oscuridad. Pero ahora que él tenía el anillo, ahora que las Tumbas estaban destruidas y ella era una sacerdotisa perjura para toda la eternidad, ahora ya no la necesitaba, y se iría adonde ella no pudiera seguirlo. No se quedaría junto a ella. La había engañado y la abandonaría.

Se agachó, y con un movimiento rápido, le arrancó del cinto la pequeña daga de acero que ella misma le había dado. Él permaneció inmóvil, como una estatua.

La hoja de la daga medía unos diez centímetros y tenía un solo filo; era la miniatura de un cuchillo de sacrificio y parte de los atavíos de la Sacerdotisa de las Tumbas, junto con la argolla de las llaves, un cinturón de crin de caballo y otros objetos, algunos de los cuales no tenían uso conocido. Ella nunca había utilizado la daga; pero en una de las danzas que interpretaba en la oscuridad de la luna tenía que lanzarla al aire y recogerla delante del Trono. Le gustaba esa danza, una danza salvaje, sin otra música que el tamborileo de sus propios pies. Al principio se cortaba los dedos, cuando la ensayaba, hasta que aprendió a recoger el cuchillo por el mango. La pequeña hoja era bastante afilada como para cortar un dedo hasta el hueso, o para seccionar las arterias de una garganta. Tenar todavía iba a servir a sus Amos, aunque ellos la hubieran traicionado y abandonado. Ellos la guiarían y moverían su mano en aquel tenebroso acto postrero. Y aceptarían el sacrificio.

Se volvió hacia el hombre, el cuchillo en la mano derecha detrás de la cadera. En ese momento él alzó la cara lentamente y la miró. Tenía el aspecto de alguien que regresa de muy lejos, que ha visto cosas terribles. En la cara sombría aunque tranquila, había dolor. Y mientras la miraba, y parecía verla cada vez con mayor claridad, también a él se le aclaró la cara. Al fin dijo: —Tenar —como si la saludase, y como si hubiera querido cerciorarse de que ella estaba allí, extendió la mano para tocar el brazalete de plata perforada y labrada que ella tenía en la muñeca. No prestó atención al cuchillo que ella empuñaba. Apartó la mirada hacia las olas, que ahora rompían contra las rocas de abajo y dijo con dificultad—: Es hora… Hora de que nos vayamos.

Al oír la voz de Ged la furia la abandonó. Sintió miedo.

—Los dejarás atrás, Tenar. Serás libre —dijo él y se levantó con un vigor súbito. Se estiró y volvió a ajustarse la capa a la cintura—. Échame una mano con la barca. Está apoyada en troncos, como en ruedas. Así, empuja… Otra vez. Ya, ya basta. Ahora prepárate a saltar cuando yo diga «salta». Este es un sitio un poco traicionero para embarcar. Otra vez. ¡Ya! ¡Arriba! —Y saltando a bordo detrás de ella la sostuvo en el momento en que perdía el equilibrio, la sentó en las tablas del fondo, y poniéndose a los remos, lanzó la embarcación por encima de las rocas, montada en el reflujo; y así, dejando atrás la punta del promontorio envuelto en olas rugientes y espumosas, se hicieron a la mar.