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Arha salió del sendero y echó a andar a lo largo del muro que cercaba las Tumbas, detrás del Palacio abovedado. Las piedras más pequeñas del muro pesaban más que un hombre y las mayores eran tan grandes como carretas. Aunque sin labrar, estaban ensambladas con precisión y esmero. No obstante, algunos remates se habían desmoronado y las rocas yacían al pie del muro en montones informes. Estas ruinas sólo tenían una explicación: una antigüedad inmemorial, cientos de años bajo un clima desértico, con días ardientes y noches glaciales, y los movimientos imperceptibles y milenarios de las montañas.

—Es muy fácil escalar el Muro de las Tumbas —dijo Arha mientras continuaban rodeándolo.

—No tenemos hombres suficientes para reconstruirlo —respondió Kossil.

—Tenemos hombres suficientes para vigilarlo.

—Sólo esclavos. No se puede confiar en ellos.

—Se podría confiar si tuvieran miedo. Si el castigo fuera el mismo para ellos que para el intruso que hollase el suelo sagrado del recinto.

—¿Cuál sería ese castigo? —Kossil no preguntaba para conocer la respuesta. Ella misma se la había enseñado a Arha hacía mucho tiempo.

—Ser decapitados delante del Trono.

—¿Es la voluntad de mi señora que apostemos un guardia sobre el Muro de las Tumbas?

—Lo es —respondió la joven. Dentro de las largas mangas negras, los dedos se le crispaban de entusiasmo. Sabía que Kossil no deseaba malgastar un esclavo en la tarea de vigilar el muro, lo que en realidad era una tarea inútil, pues ¿qué extraños se aventuraban alguna vez a acercarse? Era improbable que ningún hombre, por error o a sabiendas, pudiera merodear sin ser visto a una milla a la redonda del Lugar; desde luego, jamás llegaría a aproximarse a las Tumbas. Pero apostar un guardia era rendir un homenaje a las Tumbas, y Kossil no podía oponerse. Tenía que obedecer a Arha.

—Aquí —anunció con su voz fría.

Arha se detuvo. Había recorrido muchas veces el sendero que bordeaba el Muro de las Tumbas y lo conocía como conocía cada palmo del Lugar, cada roca, cada matorral y cada cardo. El gran muro de piedra se elevaba a la izquierda, tres veces más alto que ella; a la derecha, la ladera descendía hasta un valle árido y poco profundo, que pronto volvía a alzarse hacia fas estribaciones de la sierra del poniente. Miró los terrenos de las inmediaciones y no vio nada que no hubiera visto antes.

—Bajo las piedras rojas, señora.

Pocos metros más abajo, un afloramiento de lava roja formaba un escalón o un pequeño saliente en la ladera. Cuando bajaron hasta allí, y Arha estuvo de cara a las piedras, vio que eran una puerta tosca, de poco más de un metro de altura.

—¿Qué hay que hacer?

Había aprendido hacía tiempo que en los lugares sagrados es inútil tratar de abrir una puerta sin saber cómo se abre.

—Mi señora tiene todas las llaves de los lugares oscuros.

Desde que se celebraran los ritos de la adolescencia, Arha llevaba en la cintura una argolla de hierro de la que colgaban una daga y trece llaves, unas largas y pesadas, otras pequeñas como anzuelos. Alzó la argolla y desplegó las llaves. —Ésa —dijo Kossil, señalando; luego puso un grueso dedo índice en una grieta entre dos carcomidas piedras rojas.

La llave, una larga varilla de hierro con dos guardas trabajadas, entró en la grieta. Arha la movió hacia la izquierda con las dos manos; pero la llave giró con facilidad.

—¿Y ahora?

—Las dos…

Las dos empujaron la tosca superficie de roca a la izquierda de la cerradura. Lentamente, sin sacudirse y casi sin ruido, una sección irregular de la roca roja retrocedió descubriendo una abertura estrecha y negra.

Arha se agachó y entró.

Kossil, corpulenta y con ropas pesadas, tuvo que encogerse para pasar por la abertura. Tan pronto como estuvo dentro se apoyó de espaldas contra la puerta, empujó y la cerró.

La oscuridad era completa. No había ninguna luz. La tiniebla pesaba como una felpa húmeda en los ojos abiertos.

Estaban agachadas, dobladas casi hasta el suelo, pues el pasadizo tenia escasamente un metro de altura, y era tan angosto que las manos tanteantes de Arha tocaban a la vez la roca húmeda a la derecha y a la izquierda.

—:¿Has traído una luz?

Arha habló en un susurro, como se habla en la oscuridad.

—No he traído ninguna luz —replicó Kossil desde atrás. También ella hablaba ahora más bajo, pero en un tono raro, como si estuviera sonriendo. Y Kossil no sonreía nunca. Arha sintió que se le aceleraba el corazón y que la sangre le golpeaba la garganta. Se dijo a sí misma, sin arredrarse: ¡Éste es mi lugar, el lugar que me corresponde! ¡Y no tendré miedo!

Pero no habló en voz alta. Empezó a avanzar; y sólo había una dirección posible: hacia dentro de la colina y hacia abajo.

Kossil la seguía, jadeante, arrastrando y frotando las vestiduras contra la roca y la tierra.

De repente el techo se elevó. Arha pudo erguirse y las manos extendidas no alcanzaban a tocar los muros de los lados. El aire, que hasta entonces olía a cerrado y a tierra, le rozó la cara con una humedad más fresca; y había leves corrientes de aire alrededor como si estuvieran en un gran espacio. Arha avanzó unos pasos cautelosos en la negra oscuridad. Un guijarro que ella empujó con la sandalia chocó con otro guijarro, y el minúsculo chasquido despertó una multitud de ecos, sutiles, distantes y otros todavía más distantes. La caverna tenía que ser inmensa, alta y ancha, pero no estaba vacía: algo había en la oscuridad, superficies de objetos o tabiques invisibles, que quebraba el eco en mil fragmentos.

—Ahora estamos sin duda bajo las Piedras —susurró Arha, y el susurro se extendió por la negrura retumbante y hueca y se deshizo en hebras de sonido, tenues como telarañas, que vibraron largo rato.

—Sí. Es la Cripta de las Tumbas, Adelante. Yo no puedo quedarme aquí. Hay que seguir bordeando el muro hacia la izquierda; y dejar atrás tres aberturas.

El susurro de Kossil era un silbido (y tras él silbaban los ecos diminutos). Kossil tenía miedo, era indudable que tenía miedo. No le gustaba estar aquí entre los Sin Nombre, en las tumbas o cuevas de la oscuridad. Ella no pertenecía a este lugar; no era de aquí.

—Volveré con una antorcha —dijo Arha guiándose a tientas por la pared de la caverna y tratando de descifrar las formas extrañas de la roca, con huecos y protuberancias, curvas y bordes delicados, ya áspera como un encaje, ya pulida como el bronce: relieves esculpidos sin duda. ¿Estaría toda la caverna trabajada por escultores de los días antiguos?

—Aquí la luz está prohibida. —El cuchicheo de Kossil fue tajante. Antes que terminara de decirlo, Arha comprendió que así tenía que ser. Aquél era el reino de las tinieblas, el corazón mismo de la noche.

Tres veces pasó los dedos por una brecha en la complicada negrura de la roca. La cuarta vez palpó la altura y el ancho de la abertura y se metió dentro. Kossil la siguió.

En ese túnel, que volvía a ascender en una suave pendiente, pasaron junto a otra abertura a la izquierda, y en una bifurcación tomaron el camino de la derecha: siempre a tientas en la ceguera y el silencio del mundo subterráneo. En aquel pasadizo había que tocar casi constantemente las dos paredes del túnel, para no dejar de contar o pasar por alto alguna abertura o bifurcación de la galería. Sólo el tacto las guiaba; el camino era invisible, pero lo llevaban en las manos.

—¿Esto es el Laberinto?

—No. Es el más pequeño, que está debajo del Trono.

—¿Dónde está la entrada del Laberinto? Arha disfrutaba con aquel juego a oscuras y ansiaba enfrentarse a un enigma más complicado.

—Era la segunda abertura cuando atravesamos la Cripta. Ahora tenemos que buscar una puerta a la derecha, una puerta de madera; tal vez la hayamos dejado atrás…