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Arha oía las manos de Kossil moviéndose nerviosas a lo largo de la pared, arañando la roca viva. Ella tocó la piedra con las yemas de los dedos y al cabo de un rato encontró las vetas suaves de la madera. Empujó y la puerta cedió dócilmente, chirriando. Se quedó un momento inmóvil, deslumbrada por la luz.

Entraron en una cámara grande y de techo bajo, con paredes.de piedra tallada, iluminada por una antorcha humeante que colgaba de una cadena. El aire estaba viciado por el humo de la antorcha, que no tenía salida. A Arha le escocían y le lloraban los ojos.

—¿Dónde están los prisioneros?

—Allí.

Arha comprendió al fin que los tres bultos informes del fondo de la nave eran hombres.

—La puerta no tiene cerrojo. ¿No hay nadie que vigile?

—No es necesario.

Arha se adelantó unos pasos, vacilando, escudriñando la espesa humareda. Los prisioneros estaban encadenados por los tobillos y una muñeca a unas grandes argollas incrustadas en la pared de la roca. Si uno de ellos quería tumbarse, el brazo encadenado seguía en alto, coleado del grillete. Los cabellos y barbas enmarañados, junto con las sombras, les ocultaba el rostro. Uno yacía medio recostado; los otros dos, sentados o en cuclillas. Estaban desnudos. El olor que despedían era aún más fuerte que el tufo del humo.

A Arha le pareció que uno de ellos la miraba y creyó ver unos ojos brillantes, pero no estaba segura. Los otros no se movieron ni levantaron la cabeza.

Arha se volvió, dándoles la espalda. —Ya no son hombres —dijo.

—Jamás lo fueron. ¡Eran demonios, espíritus bestiales que conspiraban contra la sagrada vida del Dios-Rey! —Los ojos de Kossil relampagueaban a la luz rojiza de la antorcha.

Arha miró de nuevo a los prisioneros, aterrorizada y curiosa.

—¿Cómo un hombre pudo atacar a un dios? ¿Como fue? Tú: ¿cómo te atreviste a atacar a un dios viviente?

El hombre se quedó mirándola entre la negra maraña de pelos, pero no dijo nada.

—Les cortaron la lengua antes de traerlos a Awabath —dijo Kossil—. No habléis con ellos, señora. Son gente corrupta. Os pertenecen, pero no para hablarles, ni para mirarlos, ni para pensar en ellos. Son vuestros para que los ofrezcáis a los Sin Nombre.

—¿Cómo hay que sacrificarlos?

Arha ya no miraba a los prisioneros, sino a Kossil, tratando de sacar fuerzas de aquel cuerpo fornido, de la voz fría. Se sentía mareada, y con náuseas a causa del hedor del humo y la mugre, y sin embargo Kossil parecía pensar y hablar con una calma perfecta. ¿Acaso no había hecho esto mismo otras veces, antes?

—La Sacerdotisa de las Tumbas sabe mejor que nadie qué clase de muerte complacerá a los Señores, y ella misma ha de elegirla. Hay muchas maneras.

—Que Gobar, el capitán de los guardias, les corte la cabeza. Y que la sangre sea vertida delante del Trono.

—¿Como si se tratara de un sacrificio de cabras? —Kossil parecía burlarse de la falta de imaginación de Arha. La joven enmudeció. Kossil dijo entonces:— Además, Gobar es un hombre. Ningún hombre puede entrar en los Lugares Oscuros de las Tumbas, como sin duda recuerda mi señora. Si entra, no sale…

—¿Quién los trajo? ¿Quién les da de comer?

—Los guardianes que cuidan el Templo, Duby y Uahto; son eunucos y pueden entrar aquí y atender a los Sin Nombre, lo mismo que yo. Los soldados del Dios-Rey dejaron a los prisioneros bien atados al otro lado del muro, y yo y los guardianes los trajimos por la Puerta de los Prisioneros, la de las piedras rojas. Así se hizo siempre. La comida y el agua se les baja por una puerta-trampa desde una habitación detrás del Trono.

Arha alzó los ojos y vio, junto a la cadena de que pendía la antorcha, un recuadro de madera empotrado en el techo de piedra. Era demasiado pequeño para que cupiera un hombre, pero una cuerda que bajase desde allí tocaría el suelo justo al alcance del prisionero del medio. Una vez más, desvió rápidamente la mirada.

—Entonces, que no les traigan más agua ni comida. Que dejen que la antorcha se apague.

Kossil hizo una reverencia. —¿Y los cuerpos, cuando mueran?

—Que Duby y Uahto los entierren entonces en la gran caverna que hemos atravesado, en la Cripta de las Tumbas —dijo la joven en un tono repentinamente agitado y agudo—. Y tendrán que hacerlo en la oscuridad. Los Señores devorarán los cadáveres.

—Así se hará.

— ¿Está bien así, Kossil?

—Está bien, señora.

—Entonces, vayámonos —dijo Arha con una voz estridente. Dio una media vuelta y volvió de prisa a la puerta de madera y salió de la Cámara de las Cadenas a la negrura del túnel. Le pareció dulce y serena como una noche sin estrellas, callada, impenetrable, sin luz ni vida. Se precipitó a la limpia oscuridad, adelantándose de prisa como un nadador a través del agua. Kossil la seguía, apretando el paso y cada vez más atrás, entre jadeos y trompicones. Sin titubeos, Arha entró en los mismos túneles y dejó atrás las mismas aberturas que en el camino de ida, cruzó la enorme Cripta resonante, y trepó encorvada por el último y largo túnel hasta dar con la puerta de piedra. Entonces se puso en cuclillas y buscó la gran llave en la argolla que llevaba a la cintura. Encontró la llave pero no la cerradura. En aquel muro invisible no había el menor resquicio de luz. Lo tocó con las puntas de los dedos buscando en vano un cerrojo, un pestillo o una palanca. ¿Dónde se metería la llave? ¿Cómo iba a salir?

—¡Señora!

La voz de Kossil magnificada por los ecos, silbó y retumbó muy atrás.

—Señora, la puerta no se abre desde dentro. Por ahí no hay salida. No es el camino de vuelta.

Arha se acurrucó contra la roca. No dijo nada.

—¡Arha!

—Estoy aquí.

—¡Venid!

Arrastrándose por el pasadizo sobre manos y rodillas, como un perro, Arha llegó a las faldas de Kossil.

—A la derecha. ¡De prisa! Yo no puedo demorarme aquí. Éste no es mi lugar. Seguidme.

Arha se puso de pie y se aferró a las vestiduras de Kossil. Echaron a andar hacia la derecha, siguiendo durante largo trecho la pared de los relieves extraños, entrando luego por una brecha negra que se abría en medio de la negrura. Después fueron subiendo, por túneles, por escaleras. La joven seguía aferrada a la túnica de Kossil. Caminaba con los ojos cerrados.

A través de los párpados alcanzó a ver una luz roja. Creyó que habían vuelto a la cámara llena de humo y no abrió los ojos. Pero el aire tenía un olor dulzón, seco y mohoso, un olor familiar; y ahora trepaban por unos peldaños muy empinados. Soltó la túnica de Kossil y miró. Sobre ella había una puerta-trampa abierta. Subió detrás de Kossil y se encontró en un lugar conocido, una pequeña celda de piedra que contenía algunos cofres y cajas de hierro, una de las muchas que había en el Palacio detrás del gran Salón del Trono. La luz del día tre-mulaba gris y pálida en el corredor, al otro lado de la puerta.

—La Puerta de los Prisioneros sólo sirve para entrar en los túneles. No para salir. La única salida es ésta. Si hay alguna más, yo no la conozco ni tampoco la conoce Thar. Pero no creo que la haya. —Kossil seguía hablando en voz baja y con un cierto despecho. Bajo la capucha negra, el rostro abotagado parecía pálido y sudoroso.

—No recuerdo los recodos de esta salida.

—Os lo diré. Sólo una vez. Tendréis que recordarlo. La próxima vez no iré con vos. Este no es mi lugar. Tendréis que ir sola.

Arha asintió. Miró a Kossil a la cara y pensó que tenía un aspecto muy raro, pálida de miedo, y sin embargo exultante, como si se regodeara viéndola desamparada y débil.

—En adelante iré sola —dijo Arha, y de pronto, al tratar de apartarse de Kossil, sintió que las piernas le flaqueaban y que la habitación daba vueltas.

Se desmayó y cayó como un pequeño bulto a los pies de la sacerdotisa.