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– El capitalismo ha tenido como resultado un bienestar material, pero también una bancarrota espiritual.

Y prosiguió con una conferencia de salón sobre las necesidades humanas y los estragos causados por la competitividad y, pese a ser el único comunista que conocíamos, advertimos que sus ideas sólo diferían de las de los demás en grado. El corazón de las hermanas Lisbon había quedado contaminado por la podredumbre que existía en el corazón del país. Nuestros padres opinaban que esto tenía que ver con la música que escuchábamos, con nuestra falta de bondad o con la relajación moral en lo que al sexo se refería, cosa que nosotros desconocíamos. El señor Hedlie hizo alusión, de paso, a la Viena fin de siécle, igualmente testigo de un estallido similar de suicidios entre los jóvenes, achacando la situación a la desgracia de vivir en un imperio agonizante. Era algo que estaba relacionado con el retraso con que el correo entregaba la correspondencia, con los baches que no se reparaban, con el modo en que nos robaba el ayuntamiento, con los motines raciales, o con los ochocientos un incendios que se habían producido en los alrededores de la ciudad durante la Noche del Diablo. Las hermanas Lisbon pasaron a convertirse en el símbolo de todo lo que funcionaba mal en el país, de los males que éste infligía incluso a sus ciudadanos más inocentes y, con intención de que las cosas fueran mejor, un grupo de padres donó a la escuela un banco en memoria de las muchachas. Originariamente concebida para conmemorar simplemente el recuerdo de Cecilia (el proyecto se había puesto en marcha ocho meses atrás, después del Día de la Aflicción), la donación del banco pudo ser reformulada con el tiempo justo para incluir en ella el recuerdo de las demás hermanas Lisbon. Era un banco pequeño, hecho con la madera de un árbol procedente de la parte alta de la península. El señor Krieger, que había adaptado algunas máquinas de su fábrica de filtros de aire para poder hacer el banco, dijo que era de «madera virgen». Una placa llevaba una simple inscripción: «En memoria de las hermanas Lisbon, hijas de esta comunidad».

Por supuesto que en aquellos momentos Mary aún vivía, pero la placa no dejaba constancia del hecho. Unos días más tarde volvió del hospital, después de permanecer dos semanas en él. Como sabía que se negarían, el doctor Hornicker ni siquiera pidió al señor y a la señora Lisbon que asistieran a las sesiones terapéuticas. Sometió a Mary a la misma batería de tests que había aplicado a Cecilia, lo que permitió dictaminar que no había en ella pruebas de trastorno psíquico como esquizofrenia o síndrome maníaco-depresivo.

– Las valoraciones demostraron que era una adolescente relativamente bien adaptada. Por supuesto que no tenía un futuro brillante, de modo que le recomendé una terapia continuada que le permitiera superar el trauma. Pero tenía buen aspecto, y un nivel elevado de serotonina.

Mary volvió a una casa sin muebles. El señor y la señora Lisbon, que habían regresado del motel, acamparon en el dormitorio principal. Facilitaron a su hija un saco de dormir. Como es lógico, el señor Lisbon se mostró reticente con respecto a los días que siguieron al triple suicidio, apenas si nos habló del estado en que Mary volvió a casa. Once años antes, cuando las hermanas Lisbon todavía eran pequeñas, la familia llegó a casa una semana antes que el camión de las mudanzas, por lo que también habían tenido que acampar, dormir en el suelo y leer cuentos a la luz de una lámpara de queroseno. Era extraño, pero durante sus últimos días en la casa el señor Lisbon volvió a recordar todo aquello.

– A veces, en plena noche, me olvidaba de todo lo que había ocurrido. Bajaba a la planta baja y por un momento tenía la impresión de que acabábamos de mudarnos y de que las niñas dormían en la tienda de campaña que habíamos instalado en la sala de estar.

Mary, metida en su saco de dormir, estaba sola en el extremo opuesto de aquellos días, sobre el duro suelo de un dormitorio que ya no compartía con nadie. El saco de dormir era antiguo, forrado de franela cubierta de bolitas y con un estampado de patos muertos sobre cazadores tocados con gorros rojos y una trucha saltando con un anzuelo prendido en la boca. A pesar de que era verano, Mary subió la cremallera y sólo dejó al descubierto la cabeza. Dormía hasta tarde, hablaba poco y se duchaba seis veces al día.

Desde nuestro punto de vista, la clase de tristeza de los Lisbon era absolutamente incomprensible, y por eso nos sorprendía todo lo que hacían durante aquellos últimos días en que los vimos. ¿Cómo era posible que se sentaran para comer, que al atardecer salieran al porche trasero para disfrutar del frescor de la brisa, que la señora Lisbon abandonase la casa con paso vacilante, como le vimos hacer una tarde, cruzara el jardín con el césped sin cortar y recogiera una flor del jardín de la señora Bates? ¿Cómo era posible que se la acercara a la nariz, que pareciera desagradarle su fragancia, que se la metiese en el bolsillo como un Kleneex usado, que saliera caminando a la calle y entrecerrando los ojos, pues no llevaba las gafas puestas, mirase a su alrededor? Además, el señor Lisbon dejaba todas las tardes la furgoneta aparcada en la sombra y abría el capó para inspeccionar el motor.

– Hay que mantenerse ocupado -comentó el señor Eugene como justificando su proceder-. ¿Qué otra cosa puede hacerse?

Vimos a Mary recorrer la calle rumbo a la casa del señor Jessup para tomar la primera lección de canto del año. Aunque no se había puesto previamente de acuerdo con él, el señor Jessup no podía darle con la puerta en las narices. Se sentó al piano y acompañó a Mary en las escalas y después metió la cabeza en un cubo de basura metálico para hacerle una demostración de cómo resonaba con su adiestrado vibrato.

Mary cantó la canción nazi de Cabaret, la que ella y Lux habían practicado el día que empezó la tragedia, y el señor Jessup comentó que todas las penalidades que había pasado habían prestado a su voz una melancolía y una madurez inusuales para su edad.

– Se fue sin pagar la lección -puntualizó-, pero es lo menos que podía hacer por ella.

Aquél volvió a ser un verano hecho y derecho. Había pasado más de un año desde que Cecilia se cortara las venas y difundiera el veneno en el aire. Un vertido en el río Rouge Plant aumentó el índice de los fosfatos en el lago y dio lugar a una capa de algas tan espesa que atascó los motores fuera borda. Con su capa de ondulante espuma, nuestro hermoso lago empezaba a tener todo el aspecto de un estanque cubierto de nenúfares. Los pescadores lanzaban piedras desde la orilla a fin de abrir rendijas por las que pudiesen pasar los hilos de las cañas. El olor que despedía la ciénaga era una ofensa para las magníficas mansiones de las familias acomodadas, para las pistas de paddle y para las fiestas de graduación celebradas bajo toldos iluminados. Las jóvenes que eran presentadas en sociedad se lamentaban de la desgracia que suponía tener que celebrar la fiesta justamente un año que todos recordarían por el mal olor. A pesar de ello, los O'Connor encontraron una ingeniosa solución al elegir la «asfixia» como tema de la fiesta de su hija Alice, razón por la cual los invitados acudieron con esmoquin y máscara de gas o traje de noche y casco de astronauta, mientras que el señor O'Connor llevaba un traje de buzo, lo que le obligaba a abrir el cristal de la escafandra para engullir el bourbon con agua. En el momento culminante de la fiesta, cuando Alice se metió en un pulmón artificial alquilado para la ocasión en el hospital Henry Ford (el señor O'Connor formaba parte del consejo de administración), el olor putrefacto que invadía el aire no parecía sino el toque de gracia de un ambiente de fiesta.