Выбрать главу

Después hubo más palabras, creo, pero que no recuerdo. Fórmulas repetidas del pacto tácito. Ronie se sirvió otro whisky, le acerqué el hielo. El agarró un puñado de cubitos y algunos se cayeron al piso y resbalaron hasta la baranda. Los siguió con la mirada, parecía como si por un instante se hubiera olvidado de la casa de enfrente. Él miraba los hielos, y yo lo miraba a él. Y tal vez hubiéramos seguido así, encadenando miradas, pero en ese mismo momento se encendieron las luces en la pileta de los Scaglia y se oyeron voces en medio de la lluvia de álamos. La risa del Tano. Música; sonaba algo así como un jazz contemporáneo y triste. "¿Diana Krall?", pregunté, pero Ronie no contestó. Se puso tenso otra vez, se paró, pateó los hielos, se volvió a sentar, se llevó los puños cerrados a la boca, apretó los dientes. Supe que me ocultaba algo, lo que apretaba en esa boca para que no saliera. Algo que tenía que ver con lo que no podía dejar de mirar. Una discusión, celos, algún desprecio que no pudo tolerar. Una humillación disfrazada de chiste; la especialidad del Tano, pensé. Ronie se paró otra vez y fue a la baranda para ver mejor. Vació su whisky. Parado entre los álamos, miraba y no dejaba que yo pudiera ver. Pero oí un chapuzón, e imaginé que alguien se había zambullido en la pileta de los Scaglia. "¿Quién se tiró?", pregunté. No hubo respuesta. Y no me importaba quién se hubiera tirado sino el silencio, una pared contra la que chocaba cada vez que quería acercarme. Harta de esfuerzos inútiles, bajé. No estaba enojada, pero era evidente que Ronie no estaba ahí conmigo sino allá, calle por medio, zambulléndose en la pileta de los Scaglia con sus amigos. Apenas empecé a bajar la escalera, el jazz que llegaba desde la casa del Tano dejó de sonar partiendo al medio un compás, dejándolo quebrado.

Bajé a la cocina y enjuagué el vaso con más detenimiento del necesario, otra vez mi cabeza se llenaba de pensamientos que parecían no caber en ella. Pensaba en Juani, no en Ronie. Aunque trataba de no hacerlo y buscaba artilugios. Como esa gente que cuenta ovejas para dormirse, traía a mi mente las operaciones inmobiliarias pendientes, a quién le mostraría la casa de los Gómez Pardo, cómo lograría que le financiaran la compra a los Canetti, el depósito que me había olvidado de cobrarle a los Abrevaya. Y otra vez aparecía Juani, no Ronie. Juani más nítido, más intenso. Sequé el vaso y lo guardé, pero lo volví a sacar para cargarlo con agua, iba a necesitar tomar algo para dormir esa noche. Algo que me desplomara sobre la cama. En mi botiquín debía haber una pastilla que sirviera. Por suerte no llegué a tomar nada porque fue entonces cuando sentí los pasos apurados en la escalera, y luego el grito y el golpe, seco, duro, contra la madera. Salí corriendo y me encontré con mi marido caído, con un hueso de la pierna saliendo a través de la carne, envuelto en sangre. Me mareé, sentí que todo daba vueltas a mi alrededor, pero tenía que recuperar el control porque estaba sola, y tenía que atenderlo, y agradecí no haber tomado nada, porque también tenía que hacerle un torniquete, y no sabía cómo se hace un torniquete, atarle un trapo aunque sea, una servilleta limpia, parar la sangre, y llamar a una ambulancia; no, ambulancia no porque tarda mucho, mejor directo al sanatorio, y dejarle una nota a Juani. "Nos fuimos con papá a hacer algo pero enseguida volvemos, cualquier cosa llámame al celular. Está todo bien. Espero que vos también. Un beso. Mamá."

Mientras lo arrastraba hasta el auto, Ronie gritó del dolor, y ese grito me despabiló. "Virginia, llévame a lo del Tano", gritó. No le hice caso, supuse que era una especie de delirio por la situación y lo subí al asiento de atrás como pude. "Llévame a lo del Tano, la puta madre", volvió a gritar y después se desmayó. Del dolor, me dijeron más tarde en el sanatorio, pero no. Manejé a toda velocidad, de la peor manera, sin respetar carteles de "Cuidado. Niños jugando", ni lomos de burro. Ni siquiera me detuve cuando vi cruzar por una calle transversal a Juani a toda velocidad corriendo descalzo. Detrás de él, Romina. Como huyendo de algo, esos dos siempre huyendo de algo, pensé. Y olvidando en alguna parte sus patines. Juani siempre pierde sus cosas. Pero no podía ocuparme de pensar en Juani. Esa noche no. En el camino hacia la entrada, Ronie se despertó. Todavía mareado, miró por la ventana tratando de ver dónde estaba, pero parecía no terminar de entender. Ya no gritaba. Dos calles antes de salir de La Cascada nos cruzamos con la camioneta de Teresa Scaglia. "¿Esa es Teresa?", preguntó Ronie. "Sí." Ronie se agarró la cabeza y empezó a llorar, primero bajo, como un lamento, y después ahogado. Lo miré por el espejo retrovisor, acurrucado, lastimado. Intenté calmarlo con palabras, pero no fue posible, y me fui acostumbrando a su letanía. Como al dolor que se instala de a poco, como a las conversaciones llenas de palabras huecas.

Cuando llegué al sanatorio ya no escuchaba el llanto de mi marido. Pero el llanto estaba. "¿Por qué llora así?", le preguntó el médico de guardia. "¿Duele mucho?" "Tengo miedo", respondió Ronie.

2

Virginia siempre decía que aunque la casa de los Scaglia no era la mejor de Altos de la Cascada, era la que más llamaba la atención de los clientes de su inmobiliaria. Y si había alguien que sabía de mejores y peores casas en nuestro barrio, esa era ella. Sin duda la casa del Tano era una de las más grandes del country, y eso también marcaba una diferencia. Muchos de nosotros la mirábamos con cierta envidia, aunque ninguno se atrevería a confesarlo. De ladrillo enrasado, con techo de teja pizarra negra a varias aguas y carpintería de madera blanca, tenía dos plantas, seis dormitorios, ocho baños, sin contar el de la pieza de servicio. Salió en dos o tres revistas de decoración gracias a los contactos del arquitecto que la construyó. En la planta alta funcionaba un home theatre, y junto a la cocina, un family con muebles de ratán y una mesa de madera y hierro patinado color óxido. El living estaba frente a la pileta de natación y desde los sillones color arena, frente al ventanal que iba de pared a pared y del piso al techo, uno tenía la sensación de que estaba en el deck de madera que se extendía en cuanto terminaba la galería.

En el jardín cada arbusto había sido puesto en un lugar predeterminado de acuerdo con su color, altura, espesor, movimiento. "Es mi carta de presentación", decía Teresa, que al poco tiempo de mudarse a La Cascada abandonó grafología para empezar a estudiar paisajismo y, aunque no necesitaba trabajar, siempre parecía a la búsqueda de nuevos clientes, como si conquistarlos representara para ella mucho más que un nuevo jardín que atender. En su casa no había plantas marchitas ni apestadas, no había plantas que hubieran nacido porque sí, porque voló una semilla y allí cayó, no se veían hormigueros ni babosas. El pasto era como una alfombra de un verde intenso, inmaculado, sin matices. En una línea imaginaria, en el punto exacto donde cambiaba el color del pasto, terminaba el jardín y comenzaba la cancha de golf, el hoyo 17; un bunker de arena sobre el costado izquierdo, y un hazard, un pequeño espejo de agua artificial, sobre la derecha, completaban la vista desde la casa.

Teresa entró por la puerta que da al estacionamiento. No necesitó usar llaves, en Altos de la Casca da no echamos llave a las puertas. Dice que le llamó la atención no oír las risotadas típicas de su marido y sus amigos. Nuestros amigos. Risotadas ahogadas en alcohol. Y se alegró de no tener que ir a saludarlos, estaba demasiado cansada como para tolerar los mismos chistes de siempre, dijo. Como todos los jueves, se habían juntado a comer y a jugar a las cartas y por tradición, desde tiempo atrás, ese día sus mujeres tenían que ir al cine. Excepto Virginia, que hacía tiempo había dejado de ir con excusas de distinto tipo que nadie se molestaba en analizar demasiado, y en voz baja todos atribuíamos su alejamiento a sus problemas económicos. Los hijos de los Scaglia tampoco estaban esa noche; Matías dormía en casa de los Florín, y Sofía, muy a su pesar, por la insistencia de su padre había ido a dormir a la casa de sus abuelos maternos. Y la mucama de franco, el propio Tano había establecido que se tomara su descanso los jueves para que ese día nadie en la casa pudiera molestarlo ni a él ni a sus amigos, interrumpiendo por lo que fuera su partida de cartas.