A las doce brindaron. Todos menos el Tano. Se había ido diez minutos antes para estar no bien empezaran los fuegos. Él era el responsable de que todo saliera bien. Doce y cinco partió hacia el golf el resto de la comitiva. Teresa y sus hijos fueron caminando para volver con el Tano en el Land Rover. Por el camino vieron estallar en el cielo los primeros artificios de colores, con lo que Teresa supo que otra vez había llegado tarde para el discurso de su marido. Cuando entraron al golf todos se acercaron a saludarlos. De alguna manera, los Scaglia eran los anfitriones, ellos pagaban los fuegos. Se sentaron con el resto a contemplar. Teresa eligió la primera fila, junto al Tano y su padre. Matías se fue a un costado, debajo de un eucalipto bien apartado, casi sobre el camino. Un lugar que le aseguraba estar tan solo como en su cuarto, nadie elige un árbol frondoso para sentarse a ver fuegos en el cielo. Metió la mano en el bolsillo y tanteó el porro. Se recostó sobre el pasto y cerró los ojos. Entre las hojas podía ver el cielo cubierto de luces que cambiaban de color y forma con cada detonación. La gente aplaudía. Primero fue una flor azul que cubrió casi todo el cielo. La siguieron tres flores rosas, más chicas pero más elegantes. Más tarde una catarata dorada e interminable. Después ya casi nadie se acuerda.
Luisito, ya cambiado, se iba para su casa y lo atrajeron las luces de colores, se detuvo un minuto a mirar, total cuando llegara sus hijos ya iban a estar dormidos. Casi pisa a Matías, sentado debajo del eucalipto. Se quedaron un instante así, uno parado y otro en el piso. "¿Querés?", le preguntó Matías, extendiendo el porro. Luisito no contestó, pero agarró el cigarrillo encendido y dio una pitada profunda.
23
Terminó de acomodar las cajas llenas de papeles en el baúl de su Land Rover. Ahora sí que era "su" Land Rover. Cuando sus amigos de Altos de la Cascada decían "qué impresionante tu Land Rover, Tano", él no los corregía, pero sabía que no era suyo. La camioneta de Teresa sí, pero el Land Rover no. Finalmente lo fue, el Tano se quedó con el auto como parte del arreglo de desvinculación de Troost, la aseguradora holandesa para la que había trabajado desde enero del 91, hasta ese día, esa tarde de fines del verano del 2000, hasta hacía exactamente cinco minutos, cuando terminó de vaciar los cajones del escritorio que ya no sería suyo. Los dueños de la empresa, accionistas holandeses con los que se reunía una o dos veces al año, habían decidido bajar el nivel de su inversión en la Argentina y aumentarlo en Brasil, donde veían más posibilidades de rentabilidad a corto y mediano plazo. El Tano no había sido consultado, ni siquiera informado con anticipación a pesar de que era el Gerente General de la empresa. Lo supo cuando ya era una decisión tomada y comunicada, antes que a él, a los abogados que se ocuparían de su despido. Los holandeses, tres de ellos, los que manejaban la mayoría accionaria, le hablaron en conferencia telefónica. En la Argentina sólo dejarían una base administrativa, con empleados de nivel medio o bajo, y toda la operatoria se manejaría desde San Pablo. No tenían nada que reprocharle, el Tano había cumplido siempre con las expectativas de ellos y de los accionistas que representaban, le agradecían sus servicios y su dedicación, pero no tenían ningún puesto para ofrecerle. En la nueva estructura todo le quedaría chico. Hablaron de over skilled, de down sizing, de deserve more challenges. Hablaron en un inglés con acento holandés que el Tano entendió a la perfección. Cómo no iba a entender si usaron palabras universales. El Tano habló poco. Cuando ya no tenían nada más que decir, él dijo: "Creo que es una decisión acertada, yo hubiera hecho lo mismo". Y ese mismo día se puso a organizar su salida con los abogados que estaban esperando su llamado.
No hubo fiesta de despedida. El Tano no quiso. Además, él seguiría vinculado a la empresa como asesor externo un par de meses. Podría usar el teléfono, imprimirse nuevas tarjetas reemplazando el "Gerente General" por "Asesor", o Chief Staff, lo que él prefiriese, pedirle pequeñas tareas a la que había sido su secretaria, instalarse part time en una de las oficinas. No en la suya, en otra, más pequeña pero digna, para evitar dobles mensajes al personal que quedaba, según le dijeron. Desde allí manejaría su reinserción en el mercado. Todo eso fue también parte de la negociación. "Es más fácil conseguir trabajo teniendo trabajo", dijo el abogado. Y el Tano sabía que era así, siempre fue así. Él mismo, cuando tenía que elegir a alguien para su empresa, desconfiaba de los que no tenían trabajo, se preguntaba sobre los verdaderos motivos de su renuncia o despido, más allá de la versión oficial. Su padre, un inmigrante que llegó a tener una fábrica metalúrgica de cierta envergadura, siempre decía: "No consiguen trabajo los que no quieren o los que les falta capacidad". Y el Tano era capaz, y había estudiado muy duro, y le gustaba su trabajo. Era ingeniero industrial. Su padre lloró por primera y única vez delante de él el día que le dieron el diploma. Y ésta era la primera vez en la vida del Tano en que dejaba un trabajo sin tener otro. Y que sentía ganas de llorar. Él. Pero no lloró.
Sacó el Land Rover de la cochera y recorrió el camino hacia la rampa como había hecho los últimos ocho años. Cuando llegó a la barrera de salida, el custodio lo saludó. "Que tenga buenas tardes, ingeniero Scaglia", dijo. El mismo saludo cordial de siempre. Pero el Tano lo sintió diferente. Quizá fue la mirada. O el tono. Tal vez apenas una respiración diferente. No sabía qué. Lo que sí sabía era que fue distinto, fue otro. No podía no ser otro. Porque ese custodio tenía algo que él ya no tenía. Y los dos lo sabían.
Como todas las tardes, tomó Lugones, General Paz, Panamericana, y recién ahí sintió que el aire empezaba a cambiar. Pasó por todas las FM y no se enganchó con la música. Cambió a la AM. "El presidente declaró estar muy preocupado por las inundaciones en Santiago del Estero y Catamarca." El Tano cambió el dial y lo sintonizó en las apreciaciones de un analista político sobre las futuras elecciones para la jefatura del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Recordó que en pocos días tendría que votar; a pesar de que hacía años que vivía en La Cascada, nunca había hecho el cambio de domicilio, seguía votando en Caballito, como toda la vida. Escuchó las declaraciones de un ex ministro de Economía en carrera para ocupar ese puesto. El Tano pensó que lo votaría. Los capitales extranjeros le tienen confianza, pensó, y a él eso le convenía porque tal vez entonces su empresa, o la que había sido su empresa hasta esa tarde, volvería a apostar a esta plaza. Y si no era esa empresa, podía ser otra, lo importante era que afuera siguieran creyendo en el país, siguieran invirtiendo. Estaba seguro de que no le llevaría demasiado tiempo conseguir otro trabajo. La cosa no estaba fácil pero él tenía muchos contactos, un master afuera, un curriculum impecable y una edad todavía manejable: cuarenta y un años. Apretó un botón y otra vez el analista político, pero ahora entrevistando a un candidato que todas las encuestas daban como seguro perdedor. El Tano se quedó pensando en él. Alguien seguro de su fracaso, fingiendo. Lo pensó con su mujer y sus hijos si los tuviera, no sabía si los tenía, lo pensó queriéndose dormir y no pudiendo, lo pensó yendo a votar, lo pensó hablando en algún programa que no hubiera conseguido a un candidato con más posibilidades, simulando ignorar la certeza de su derrota.
Todavía no le diría nada a Teresa. No hacía falta, si la realidad era que él seguiría yendo a la empresa, casi como hasta entonces. Si esperaba un tiempo hasta podría decírselo con una oferta de trabajo concreta, o quizá con un trabajo nuevo. Teresa se altera de nada, pensó. La indemnización les permitiría mantener la misma vida que habían llevado hasta entonces sin tocar sus ahorros. Tampoco era bueno que se enteraran los chicos. Y Teresa no sabía guardar ese tipo de secretos. Otra vez tocó el dial. "El presidente dijo que la situación en las zonas inundadas es muy grave." Buscó cualquier música en una FM.