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A fin de respetar las formas legales, Ménshikov e Iván Buturlin promulgan ese mismo día un manifiesto certificando que «el muy serenísimo príncipe Pedro el Grande, emperador y soberano de todas las Rusias», quiso solventar el asunto de la sucesión del imperio haciendo coronar a «su querida esposa, nuestra muy graciosa emperatriz y señora Catalina Alexéievna […], por los grandes e importantes servicios que ha prestado al Imperio ruso […]». Al pie de la proclamación puede leerse: «En San Petersburgo, en el Senado, el 28 de enero de 1725.» [3]

En vista de que la publicación de este documento no provoca ninguna recriminación seria, ni entre los notables ni entre la población de la capital, Catalina respira: ya puede dar la cosa por hecha. Para ella es un segundo nacimiento. Cuando piensa en su pasado de prostituta que seguía al ejército, siente vértigo al verse elevada al rango de esposa legítima y luego de soberana. Sus padres, unos simples campesinos livonios, murieron víctimas de la peste cuando ella era muy pequeña. Tras haber errado por el país, hambrienta y andrajosa, fue recogida por el pastor luterano Glück, que la empleó como sirvienta. Pero la huérfana de formas apetecibles no tardó en burlar su vigilancia y se dedicó a recorrer los caminos, dormir en los campamentos del ejército ruso que se disponía a conquistar la Livonia polaca y pasar de un amante a otro, subiendo de grado hasta convertirse en la amante de Ménshikov y después del propio Pedro. Si éste la amó, desde luego no fue por su cultura, pues es prácticamente iletrada y chapurrea el ruso, sino porque tuvo ocasión de apreciar repetidas veces su valentía, su entusiasmo y sus desbordantes atractivos. El zar siempre buscó mujeres metidas en carnes y de poco entendimiento. Aunque Catalina lo engañó a menudo, y aunque él la odió por sus infidelidades, siempre volvió con ella tras las peores disputas. La idea de que esta vez la «ruptura» es definitiva la hace sentirse a la vez castigada y aliviada. La suerte que Pedro le ha reservado le parece extraordinaria, no tanto a causa de sus modestos orígenes como de su sexo, históricamente condenado a papeles secundarios. Hasta entonces, ninguna mujer ha sido emperatriz de Rusia. El trono de ese inmenso país ha estado siempre ocupado por varones, siguiendo la línea hereditaria en orden descendente. Incluso tras la muerte de Iván el Terrible y la confusión que le siguió, ni el impostor Borís Godunov, ni el titubeante Fiódor II, ni la serie de falsos Demetrios que aparecieron durante los «tiempos turbulentos» modificaron un ápice la tradición monárquica de la virilidad. Hubo que esperar hasta la extinción de la casa de Riúrik, el fundador de la antigua Rusia, para que el país se resignara a aceptar que una asamblea de boyardos, prelados y dignatarios eligiera un zar. Esta asamblea fue la que escogió al joven Miguel Fiódorovich, el primero de los Románov. Después de él, la transmisión del poder imperial se realizó sin demasiados sobresaltos durante más de un siglo. Pero, en 1722, Pedro el Grande, rompiendo con el uso, decretó que en lo sucesivo el soberano podría designar heredero a quien mejor le pareciera, sin tener en cuenta el orden dinástico. Así, gracias a este innovador que ya había cambiado radicalmente las costumbres de su país, una mujer, aun siendo de cuna humilde y careciendo de formación política, tendrá el mismo derecho que un hombre a ocupar el trono. Y la primera beneficiaria de este privilegio exorbitante será una antigua criada livonia y, por si fuera poco, protestante, que se ha hecho rusa y ortodoxa tardíamente y cuyos únicos títulos de gloria los ha conquistado en las alcobas. ¿Es posible que esas manos que en el pasado tantas veces fregaron los platos, hicieron las camas, lavaron la ropa sucia y prepararon el rancho de la soldadesca sean las mismas que las que mañana, perfumadas y cargadas de anillos, firmarán los ucases de los que dependerá el futuro de millones de súbditos paralizados por el respeto y el miedo?

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[3] En el siglo XVIII, el calendario utilizado en Rusia llevaba once días de retraso respecto al calendario juliano en uso en el resto de países.