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La idea de esta extraordinaria promoción obsesiona a Catalina. Cuanto más llora, más ganas tiene de reír. El luto oficial debe durar cuarenta días. Todas las damas de alcurnia rivalizan en oraciones y lamentos. Catalina representa espléndidamente su papel en este concurso de suspiros y sollozos. Pero, de pronto, un pesar suplementario le atraviesa el corazón. Cuatro semanas después de la desaparición de su marido, y mientras toda la ciudad se prepara para unos suntuosos funerales, su hija pequeña, Natalia, de seis años y medio, fallece víctima del sarampión. Esta muerte discreta, casi insignificante, unida a la muerte desmesurada de Pedro el Grande, termina de convencer a Catalina de que su suerte es excepcional tanto en el dolor como en el éxito. Inmediatamente, decide enterrar el mismo día al padre aureolado por una gloria histórica y a la niña que no ha tenido tiempo de saborear la dicha y la servidumbre de la vida de mujer. Las dobles exequias, anunciadas por heraldos en toda la capital, tendrán lugar el 10 de marzo de 1725 en la catedral de San Pedro y San Pablo.

En las calles que recorrerá el cortejo, las fachadas de todas las casas están adornadas con paños negros. Doce coroneles de considerable estatura llevan el imponente féretro de Su Majestad, que un palio de brocado dorado y terciopelo verde protege, lo mejor posible, de las ráfagas de nieve y granizo. Lo acompaña el pequeño ataúd de Natalia, bajo un palio de damasco dorado adornado con penachos rojos y blancos. Tras ellos caminan los sacerdotes, precediendo a un ejército de estandartes sagrados y de iconos. Finalmente aparece Catalina I, de riguroso luto y con la cabeza gacha. El inevitable príncipe serenísimo Ménshikov y el gran almirante Apraxin la sostienen en su avance vacilante. Sus hijas, Ana e Isabel, van escoltadas por el gran canciller Golovkin, el general Repnín y el conde Tolstói. Los dignatarios de toda índole, los nobles más encopetados, los generales más condecorados, los príncipes extranjeros de visita en la corte y los diplomáticos, colocados por orden de antigüedad, van desfilando detrás con la cabeza descubierta, al son de una música fúnebre acentuada por ocasionales redobles de tambor. Los cañones rugen, las campanas tañen, el viento enmaraña las pelucas de los notables, que se las sujetan con la mano. Tras dos horas de marcha soportando el frío y la tormenta, la llegada a la iglesia supone una liberación para todos. La inmensa catedral parece de súbito demasiado pequeña para albergar a esa multitud exhausta y desconsolada. Y, en la nave iluminada por miles de cirios, comienza otro suplicio. La liturgia es de una lentitud abrumadora. Catalina reúne sus reservas de energía para no desfallecer. Con idéntico fervor dice adiós al esposo prestigioso que le ha regalado Rusia y a su inocente hija, a la que ya no verá sonreír al despertar. Pero, si bien la muerte de Natalia le encoge el corazón como la visión de un pájaro caído del nido, la de Pedro la exalta como una invitación a las sorpresas de un destino de leyenda. Nacida para ser la última, se ha convertido en la primera. ¿A quién debe dar las gracias por su suerte, a Dios o a su marido? ¿A los dos quizá, según las circunstancias? Mientras se abisma en este interrogante solemne, oye pronunciar al arzobispo de Pskov, Feofán Prokópovich, la oración fúnebre por el difunto. «¿Qué nos ha sucedido, oh hombres de Rusia? ¿Qué vemos? ¿Qué hacemos? ¡Es a Pedro el Grande a quien estamos enterrando!» Y, para terminar, esta profecía reconfortante: «¡Rusia subsistirá tal como él la ha modelado!» Al oír estas palabras, Catalina levanta la cabeza. No le cabe duda de que, mediante esa frase, el sacerdote le ha transmitido un mensaje de ultratumba. Alternativamente exaltada y asustada ante la perspectiva del futuro que le espera, está impaciente por encontrarse al aire libre. Sin embargo, cuando sale de la iglesia, el pórtico le parece más grande, más vacío, más inhóspito que antes. Entre tanto, la borrasca de nieve ha arreciado. Aunque sus hijas y sus amigos están junto a ella, Catalina no ve ni oye a nadie. Sus acompañantes se inquietan al advertir que parece estar perdida en una región desconocida. Se diría que la ausencia de Pedro la paraliza. Debe tensar su voluntad para afrontar, sola y desprotegida, la realidad de una Rusia sin horizonte y sin señor.

***

Capítulo dos

El reinado relámpago de Catalina I

Catalina I se acerca a la cincuentena. Ha vivido, amado, reído y bebido mucho, pero no se siente saciada. Los que la trataron en su período fausto la describen como una mujer corpulenta y mofletuda, con papada, risueña, de mirada pícara, boca glotona, ataviada con vistosos oropeles, maquillada, recargada de joyas y de una higiene dudosa. Sin embargo, mientras que todo el mundo coincide en señalar sus modales de cantinera disfrazada de soberana, las opiniones varían más cuando se trata de comentar su inteligencia y su capacidad de decisión. Si bien apenas sabe leer y escribir, si bien habla ruso con un acento polaco teñido de sueco, desde los primeros días de su reinado demuestra una loable aplicación en la tarea de llevar a la práctica el pensamiento de su marido. Para impregnarse mejor de las cuestiones de política exterior, incluso ha aprendido un poco de francés y de alemán. En todo tipo de circunstancias, prefiere confiar en el sentido común que le ha proporcionado una infancia difícil. Algunos de sus interlocutores la encuentran más humana, más comprensiva que el difunto zar. Con todo, consciente de su inexperiencia, consulta a Ménshikov antes de tomar cualquier decisión importante. Sus enemigos afirman a sus espaldas que éste la tiene totalmente sometida y que ella teme desagradarle tomando iniciativas personales. ¿Sigue acostándose con él? Si bien en el pasado no se privó de hacerlo, es poco probable que a su edad y en su situación continúe manteniendo ese tipo de relación. Ávida de carne fresca, puede permitirse placeres más sabrosos que los de un retorno a las fuentes entre los brazos de un hombre entrado en años. Aprovechando su total libertad de elección, cambia de amante a su capricho y no repara en gastos a la hora de recompensarlos por sus proezas nocturnas. El embajador de Francia Jacques de Campredon se complace en enumerar en sus memorias a algunos de esos escogidos de corta duración: «Ménshikov sólo está ya para aconsejar -escribe-. El conde Loewenwolde parece tener más derechos. Devier todavía forma parte de los favoritos prestigiosos. El conde Sapieha también ha logrado estar entre ellos. Es un apuesto muchacho muy bien constituido. Le envían a menudo ramos y joyas […]. Hay otros favoritos de segunda clase, pero sólo los conoce Johanna, antigua doncella de la zarina y depositaria de sus placeres.» En las numerosas cenas que ofrece a sus compañeros de justas amorosas, Catalina bebe como una esponja. Por orden suya, el vodka corriente (prostáia) alterna en la mesa con licores fuertes, franceses y alemanes. Es frecuente que se desmaye tras una de estas comidas copiosamente regadas. «La zarina ha estado bastante mal a raíz de uno de estos excesos que tuvo lugar el día de San Andrés -escribe el propio Campredon en un informe a su ministro fechado el 25 de diciembre de 1725-. Ha salido del mal paso gracias a una sangría; pero, como está terriblemente repleta y lleva una vida muy desordenada, se cree que sufrirá algún accidente que acortará sus días.» [4]

Estas borracheras y estos revolcones no impiden que Catalina, en cuanto se recupera, se comporte como una verdadera autócrata. Riñe y abofetea a las sirvientas por naderías, levanta la voz ante sus consejeros ordinarios, asiste sin rechistar a los fastidiosos desfiles de la Guardia, monta a caballo durante horas para calmar su nerviosismo y demostrar a todos su resistencia física. Como tiene un profundo sentido de la familia, hace venir desde sus lejanas provincias a hermanos y hermanas cuya existencia Pedro siempre ha querido ignorar. Invitados por ella, antiguos campesinos livonios o lituanos, toscos y envarados con sus atuendos de gala, hacen su aparición en los salones de San Petersburgo. Títulos de conde y príncipe caen sobre sus cabezas, para gran escándalo de los aristócratas auténticos. Algunos de estos nuevos cortesanos de manos callosas se unen a los habituales comensales de Su Majestad en los cónclaves del buen humor y la disipación.

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[4] Citado por Waliszewski: L’héritage de Pierre le Grand.