A despecho de semejante filípica, La Chétardie se aferra a una esperanza de reconciliación, protesta, escribe a su gobierno, le suplica a Lestocq que intervenga de nuevo ante Su Majestad Isabel I. ¿Acaso la emperatriz no confía totalmente en su médico, ya sea para curarla o para aconsejarla? Sin embargo, aunque las drogas de Lestocq en ocasiones se han revelado eficaces contra los leves males que padece, sus exhortaciones políticas caen en saco roto. Isabel, sorda y ciega en lo referente a este asunto, se ha encerrado en el rencor. Lo único que La Chétardie consigue obtener de ella, a fuerza de gestiones y súplicas, es que le conceda una audiencia privada. El embajador acude con el deseo de redimirse con unas cuantas palabras y sonrisas, pero se topa con una estatua de glacial desdén. Isabel le confirma su intención de romper sus vínculos con Versalles, aunque conservando el aprecio y la amistad por un país que no ha sabido aprovechar su buena disposición hacia la cultura francesa. La Chétardie se retira con las manos vacías y desalentado.
Al mismo tiempo, el brusco cambio de postura de Federico II, que, dando la espalda a Francia, se ha acercado a Austria, agrava la situación personal del embajador. En esta nueva coyuntura, La Chétardie no puede seguir contando con el embajador de Prusia, Mardefeld, para apoyar su intento de alcanzar un pacto francorruso. Desesperado, se le ocurre la idea de hacer que el trono de Curlandia, vacante desde el año anterior como consecuencia de la caída en desgracia y el exilio de Bühren, se otorgue a alguien cercano a Francia, concretamente a Mauricio de Sajonia. Se podría aprovechar la circunstancia -¡siempre es posible un milagro a orillas del Nevá, patria de los locos y de los poetas!- para sugerir a este último que pidiera la mano de Isabel. Si, por mediación de un embajador francés, la emperatriz de Rusia se casara con el más brillante de los jefes militares al servicio de Francia, las pequeñas afrentas de ayer quedarían rápidamente borradas. La alianza política entre los dos estados se vería reforzada por una alianza sentimental que haría esa unión inatacable. Semejante enlace representaría un triunfo sin precedentes para la carrera del diplomático y para la paz mundial.
Decidido a apostarlo todo a esta última carta, La Chétardie se dedica a perseguir a Mauricio de Sajonia, que unos meses antes ha entrado victorioso en Praga a la cabeza de un ejército francés. Sin revelarle exactamente sus planes, lo apremia a ir urgentemente a Rusia, donde, afirma, la zarina estaría encantada de acogerlo. Atraído por esta prestigiosa invitación, Mauricio de Sajonia no dice que no. Poco después, llega a Moscú, orgullosísimo de sus éxitos militares. Isabel, que desde el principio ha entendido el significado de una visita tan inesperada, se divierte con esta cita entre galante y política, preparada por el incorregible embajador francés. Dado que Mauricio de Sajonia es un hombre apuesto y un excelente conversador, está encantada con el pretendiente tardío que La Chétardie se ha sacado de repente de la manga. Baila con él, charla horas y horas a solas con él, cabalga a su lado, vestida de hombre, por las calles de la ciudad, admira en su compañía unos fuegos artificiales «conmemorativos», suspira lánguidamente contemplando el claro de luna por las ventanas de palacio, pero a ninguno de los dos se le ocurre expresar el menor sentimiento que los comprometería para el futuro. Como si disfrutaran de una especie de recreo en la corriente de su vida cotidiana, ambos se prestan al agradable juego de la coquetería sabiendo que ese intercambio de sonrisas, de miradas y de cumplidos no conducirá a nada. Por más que La Chétardie avive las brasas, éstas no prenden. Al cabo de unas semanas de esgrima amorosa, Mauricio de Sajonia se marcha de Moscú para reunirse con su ejército, que, extenuado y desorganizado, está a punto, según dicen, de evacuar Praga.
De camino hacia su destino de gran soldado vasallo de Francia, escribe a Isabel unas cartas de amor ensalzando su belleza, su majestad, su gracia, evocando una velada «particularmente placentera», cierto «vestido de muaré blanco», cierta cena en la que no era el vino lo que embriagaba, la cabalgada nocturna alrededor del Kremlin… Ella lee, se enternece y lamenta un poco encontrarse sola tras la exaltación de ese simulacro de esponsales. A Bestújiev, que le aconseja firmar un tratado de alianza con Inglaterra, país que, desde el punto de vista de la emperatriz, tiene el defecto de mostrarse hostil a la política de Versalles con demasiada frecuencia, le contesta que jamás será enemiga de Francia, «pues le debo demasiado». ¿En quién piensa al pronunciar esta frase que revela sus sentimientos íntimos? ¿En Luis XV, al que jamás ha visto, a quien estuvo prometida por puro azar y que tantas veces ha traicionado su confianza? ¿En el intrigante La Chétardie, que también está a punto de abandonarla? ¿En su oscura institutriz, la señora Latour, y en el episódico preceptor, el señor Rambour, que en su juventud, en Ismailovo, la iniciaron en las sutilezas de la lengua francesa? ¿En Mauricio de Sajonia, que escribe preciosas cartas de amor pero cuyo corazón permanece frío?
Mientras que La Chétardie, reclamado por su gobierno, se prepara para una audiencia de despedida en palacio, Isabel lo convoca y le propone de inmediato que la acompañe en la peregrinación que desea hacer al monasterio de la Trinidad y San Sergio, no lejos de Moscú. Halagado por gozar de nuevo de su simpatía, el embajador va con ella a este lugar destacado de la fe ortodoxa, donde es alojado cómodamente con el séquito de la zarina, y durante ocho días no la deja ni a sol ni a sombra. A decir verdad, Isabel está encantada de esta discreta «camaradería». La Chétardie la acompaña a iglesias y salones. Entre los cortesanos ya se murmura que «el galo» está a punto de tomar el relevo de Mauricio de Sajonia en los favores de Su Majestad.
Sin embargo, en cuanto la pequeña tropa imperial regresa a San Petersburgo, La Chétardie debe admitir que, una vez más, ha cantado victoria demasiado pronto. Recuperando la sangre fría tras un breve extravío muy femenino, Isabel vuelve a tratar a La Chétardie con la actitud reservada e incluso distante de sus conversaciones precedentes. Una vez tras otra, lo manda llamar para luego olvidar presentarse a la cita, y un día que el embajador se queja en su presencia de Bestújiev, cuya hostilidad hacia Francia raya, según él, en la obsesión, la emperatriz lo pone en su sitio con una frase mordaz: «Nosotros no condenamos a la gente antes de haber demostrado sus crímenes.» [49] Con todo, en vísperas de la marcha de La Chétardie, le hace llevar una tabaquera cuajada de diamantes, con su retrato en miniatura en el centro.
Esta necesaria separación de un personaje que la ha seducido e irritado alternativamente llena a Isabel de tanta tristeza como si hubiera perdido a un amigo. Estando La Chétardie en una posta, durante el camino de regreso a París, le da alcance un emisario de Isabel. El hombre le entrega una misiva sellada en la que sólo hay escritas estas palabras: «Jamás arrancarán a Francia de mi corazón.» [50] ¿No es eso el grito de una amante abandonada? Pero ¿por quién? ¿Por un embajador? ¿Por un rey? ¿Por Francia? Isabel ya no tiene muy claros sus sentimientos. Si bien sus súbditas tienen derecho a soñar, a ella le está vedada esa inocente diversión. Dejada por alguien cuya importancia siempre ha negado, debe dominarse para volver a la realidad y pensar en su sucesión como emperatriz, en lugar de pensar en su vida de mujer. El 7 de noviembre de 1742 publica un manifiesto en el que concede solemnemente al duque Carlos Pedro Ulrico de Holstein-Gottorp los títulos de gran duque, príncipe heredero y Alteza Imperial con el nombre ruso de Pedro Fiódorovich. Al mismo tiempo, confirma su intención de no casarse. En realidad, teme decepcionar, casándose con un hombre de condición inferior o con un príncipe extranjero, no sólo a los valientes hombres de la Leib-Kompania sino a todos los rusos ligados al recuerdo de su padre, Pedro el Grande. Considera que su vocación continúa siendo el celibato. Para ser digna del papel que pretende desempeñar, es preciso que renuncie a toda unión oficialmente bendecida por la Iglesia y permanezca fiel a su imagen de Tsar-diévitsa, la «Virgen imperial», ya celebrada por la leyenda rusa.