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El 24 de diciembre de 1761, Isabel recibe la extremaunción y encuentra la fuerza suficiente para repetir las palabras de la oración de los moribundos pronunciadas por el sacerdote. En este mundo que se aparta poco a poco de ella, como aspirado hacia la nada, intuye la lamentable agitación de los que la enterrarán mañana. No es ella la que está muriendo, es el universo de los demás. Puesto que no ha resuelto nada sobre su sucesión, encomienda a Dios decidir la suerte de Rusia después de su último suspiro. ¿Acaso allá arriba no saben mejor que aquí abajo lo que le conviene al pueblo ruso? Hasta el día siguiente, 25 de diciembre, fecha del nacimiento de Jesús, la zarina lucha contra la oscuridad que invade su cerebro. Hacia las tres de la tarde, deja de respirar y un gran sosiego se extiende por su rostro, donde todavía quedan unos restos de maquillaje. Acaba de cumplir cincuenta ytres años.

Cuando las puertas de la cámara mortuoria se abren de par en par, todos los cortesanos reunidos en la sala de espera se arrodillan, se santiguan y bajan la cabeza para escuchar el anuncio fatídico, pronunciado por el anciano príncipe Nikita Trubetzkói, procurador general del Senado: «Su Majestad Imperial Isabel Petrovna se ha dormido en la paz del Señor.» El príncipe añade la fórmula consagrada: «Nos ha ordenado vivir muchos años.» Finalmente, declara con voz potente para no dar lugar a equívocos: «Dios guarde a nuestro Muy Gracioso Soberano, el emperador Pedro III.»

Tras la muerte de Isabel, «la Clemente», sus allegados hacen el respetuoso inventario de sus armarios y baúles, en los que encuentran quince mil vestidos, algunos de los cuales Su Majestad no se puso nunca, salvo quizá ciertas noches de soledad para contemplarse en un espejo.

Los primeros en inclinarse ante el cuerpo maquillado y engalanado de la difunta son, como está establecido, su sobrino Pedro III, que tiene dificultad para disimular su alegría, y su nuera Catalina, preocupada ya por cómo utilizará este nuevo reparto de las cartas. El cadáver, embalsamado, perfumado, con las manos juntas y una corona en la cabeza, permanece expuesto seis semanas en una sala del palacio de Invierno. Entre la multitud que desfila ante el féretro abierto, numerosos desconocidos lloran a Su Majestad, que tanto amaba a los humildes y no vacilaba en castigar las faltas de los poderosos. Pero las miradas de los visitantes se desplazan irresistiblemente de la máscara impasible de la zarina al rostro pálido y grave de la gran duquesa. Arrodillada junto al catafalco, Catalina parece absorta en una plegaria sin fin. En realidad, al tiempo que murmura interminables oraciones, reflexiona acerca de la conducta que deberá adoptar en el futuro para contrarrestar la hostilidad de su marido.

Después de la visita del pueblo a la difunta emperatriz, se procede a transportar el cuerpo desde el palacio a la catedral de Nuestra Señora de Kazan. También allí, durante las ceremonias religiosas, que durarán diez días, Catalina sorprende a los asistentes por sus manifestaciones de tristeza y piedad. ¿Quiere demostrar de este modo hasta qué punto es rusa, mientras que su esposo, el gran duque Pedro, no desaprovecha ninguna ocasión para demostrar que no lo es? Durante el traslado solemne del féretro desde la catedral de Nuestra Señora de Kazan hasta la de la fortaleza San Pedro y San Pablo donde el cadáver será inhumado en la cripta reservada a los soberanos de Rusia, el nuevo zar escandaliza incluso a las personas de mente más abierta riendo y contorsionándose detrás del coche fúnebre. Sin duda quiere vengarse por todas las humillaciones pasadas sacándole la lengua a la difunta, pero nadie se ríe de sus payasadas en un día de luto nacional. Observando a su marido a hurtadillas, Catalina se dice que está labrándose inconscientemente su propia ruina. Además, proclama demasiado pronto cuáles son sus intenciones. La noche que sigue a su advenimiento al trono, ordena a las tropas rusas que evacúen inmediatamente los territorios que ocupan en Prusia y en Pomerania. Al mismo tiempo, propone a Federico II, el vencido de ayer, que firme con él un «acuerdo de paz y de amistad eternas». Obcecado por la admiración que profesa a un enemigo tan prestigioso, amenaza con imponer a la Guardia imperial rusa el uniforme holsteinés, disolver de un plumazo algunos regimientos considerados demasiado adictos a la difunta, meter en vereda a la Iglesia ortodoxa y obligar a los sacerdotes a afeitarse la barba y llevar redingote, a imagen y semejanza de los pastores protestantes.

Su germanofilia alcanza tales proporciones que Catalina teme ser de un momento a otro repudiada y encerrada en un convento. Sin embargo, sus partidarios le repiten que toda Rusia la respalda y que las unidades de la Guardia imperial no tolerarán que le toquen ni un pelo. Los cinco hermanos Orlov, con su amante Grigori a la cabeza, la convencen de que, lejos de desesperar, debería alegrarse por el giro que han tomado los acontecimientos. Según ellos, ha llegado el momento de jugarse el todo por el todo. ¿Acaso Catalina I, Ana Ivánovna e Isabel I no conquistaron el trono gracias a un acto de valentía? Las tres primeras emperatrices de Rusia le muestran el camino. Ella no tiene más que seguir sus pasos.

El 28 de junio de 1762, el mismo día en que el barón de Breteuil escribe en un despacho a su gobierno que en el país se alza «un grito público de descontento», Catalina, guiada por Alexéi Orlov, visita a los regimientos de la Guardia, pasa de un cuartel a otro y comprueba que en todas partes es aclamada. La consagración suprema la recibe inmediatamente después en Nuestra Señora de Kazan, donde los sacerdotes, agradecidos por la piedad que tan frecuentemente ha demostrado, la bendicen para que afronte su destino imperial. Al día siguiente, cabalgando con uniforme de oficial a la cabeza de varios regimientos adheridos a su causa, se dirige hacia Oranienbaum, donde su marido, que no sospecha nada, descansa entre los brazos de su amante, Elizaveta Voróntsov. Pedro recibe atónito a los emisarios de su mujer y escucha de su boca que una sublevación militar acaba de destronarlo. En vista de que sus tropas holsteinesas no han podido oponer resistencia a los insurrectos, firma, sollozando y temblando de miedo, el acta de abdicación que le presentan. Tras lo cual, los partidarios de Catalina le hacen subir a un coche cerrado y lo conducen al castillo de Ropcha, a unas treinta verstas de San Petersburgo, donde lo dejan instalado bajo vigilancia.