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Nada más abandonar la capital, la joven pareja debe regresar a ella porque la zarina está muy mal. La decencia y la tradición exigen que tenga a sus hijas a su lado. Ambas se apresuran a acudir para acompañarla en sus últimos momentos. Tras una larga agonía, Catalina se extingue el 6 de mayo de 1727, entre las nueve y las diez de la noche. Inmediatamente, por orden de Ménshikov, dos regimientos de la Guardia rodean el palacio de Invierno para prevenir toda manifestación hostil. Pero a nadie se le ocurre protestar. Ni tampoco llorar. El reinado de Catalina, que sólo ha durado dos años y dos meses, deja a la mayoría de sus súbditos indiferentes o perplejos. ¿Deben añorarla o felicitarse por su desaparición?

El 8 de mayo de 1727, el gran duque Pedro Alexéievich es proclamado emperador. El secretario del gabinete de Su Majestad, Makárov, anuncia el acontecimiento a los cortesanos y a los dignatarios reunidos en el palacio. Con una habilidad diabólica, los términos del manifiesto elaborado bajo la dirección de Ménshikov conjugan la exigencia de la elección del soberano, instituida por Pedro el Grande, con la de la herencia, conforme a la tradición moscovita. «Según el testamento de Su Majestad, la difunta emperatriz -lee Makárov en tono solemne-, se ha llevado a cabo la elección de un nuevo emperador en la persona de un heredero del trono: Su Alteza el gran duque Pedro Alexéievich.» Mientras escucha esta proclamación, Ménshikov exulta interiormente. Su éxito parece un milagro. No sólo su hija es virtualmente emperatriz de Rusia, sino que además él, el príncipe serenísimo, tiene en sus manos al Alto Consejo secreto, encargado de ejercer la regencia hasta la mayoría de edad de Pedro II, que sólo tiene doce años. Esto le deja cinco años para poner al país a sus pies. Ya no tiene adversarios, sólo súbditos, de lo que se deduce que no es necesario ser un Románov para reinar en el imperio.

El duque Carlos Federico de Holstein, dispuesto a toda clase de componendas con el poder, promete permanecer tranquilo con la condición de que, en el momento en que Pedro II cumpla los diecisiete fatídicos años que señalan la mayoría de edad, Ana e Isabel reciban, a guisa de desagravio, dos millones de rublos a repartir. Además, Ménshikov, que sólo tiene motivos de alegría, asegura que se esforzará en apoyar las pretensiones de Carlos Federico, el cual sigue pensando en recuperar las tierras que le corresponden por herencia e incluso desearía -¿por qué no?- hacer valer sus derechos a la corona de Suecia. Para el duque de Holstein, ahora está claro que su presencia en San Petersburgo no es sino una etapa hacia la conquista de Estocolmo. Se diría que considera el trono del difunto rey Carlos XII más prestigioso que el de su vencedor, el difunto emperador Pedro el Grande.

A Ménshikov no le sorprende esta creciente ambición de su interlocutor. ¿Acaso no es gracias a un empeño análogo como él mismo ha llegado a una situación con la que no se hubiera atrevido a soñar cuando era un simple compañero de lucha, de juerga y de justas amorosas del zar? ¿Dónde se detendrá en su ascenso hacia los honores y la fortuna? En el momento en que su futuro yerno es proclamado soberano autócrata de todas las Rusias, con el nombre de Pedro II, se dice que tal vez su propio reinado no ha hecho más que empezar.

Capítulo tres

Zancadillas alrededor de un trono

De todos los que pueden aspirar al trono de Rusia, el peor preparado para ese temible honor es aquel al que acaban de otorgárselo. Ninguno de los candidatos a la sucesión de Catalina I ha tenido una infancia tan desprovista de afecto y de consejos como el nuevo zar Pedro II. No ha conocido a su madre, Carlota de Brunswick-Wolfenbüttel, que murió al traerlo al mundo, y sólo tenía tres años cuando su padre, el zarevich Alejo, sucumbió víctima de la tortura. Doblemente huérfano, educado por ayas que eran simples sirvientas del palacio y por preceptores alemanes y húngaros de poca ciencia y poco corazón, se encerró en sí mismo y, desde que tuvo uso de razón, manifestó un carácter orgulloso, agresivo y cínico. Permanentemente inclinado a la denigración y la rebeldía, sólo siente ternura por su hermana Natalia, catorce meses mayor que él, cuyo temperamento jovial aprecia. Sin duda por atavismo, pese a su corta edad le gusta embotarse bebiendo alcohol y divertirse con las más groseras bromas, y le sorprende que la joven se sienta atraída por la lectura, las conversaciones serias y el estudio de lenguas extranjeras. Natalia habla alemán y francés con la misma soltura que el ruso. ¿Para qué quiere todo eso? El papel de una mujer, aunque tenga quince o dieciséis años, ¿no es divertirse, divertir a los demás y, de paso, seducir a los hombres que valgan la pena? Pedro le lanza pullas sobre su excesiva aplicación y ella intenta imponerle cierta disciplina regañándolo con una dulzura a la que no está acostumbrado. ¡Lástima que no sea más guapa! Aunque tal vez sea mejor así. ¿A qué impulsos no cedería él si, además de su vivacidad mental, Natalia tuviera un físico deseable? Tal como es, lo ayuda a soportar su situación de falso soberano a quien todo el mundo respeta y nadie obedece. A partir de su advenimiento al trono, se ha visto relegado por Ménshikov al rango de figurante imperial. Es cierto que para poner de manifiesto su supremacía Pedro ha dispuesto que en los banquetes Ménshikov se siente a su izquierda, mientras que Natalia está a su derecha; también es él quien, instalado en un trono entre sus dos tías, Ana e Isabel, preside las reuniones del Alto Consejo secreto; además, muy pronto se casará con la hija de Ménshikov, y éste, una vez convertido en su suegro, sin duda le entregará las riendas del poder. Pero, hoy por hoy, el joven Pedro es consciente de no ser sino la sombra de un emperador, la caricatura de Pedro el Grande, una Majestad de carnaval, sometida a la voluntad del organizador del pintoresco espectáculo ruso. Haga lo que haga, debe plegarse a la voluntad de Ménshikov, quien lo ha previsto y organizado todo a su manera.

El palacio de este personaje omnipotente está situado en el corazón de San Petersburgo, en el centro de un soberbio parque en la isla Vasili. En espera de que se construya un puente reservado a su uso personal, Ménshikov dispone, para cruzar el Nevá, de una galera de remos cuyo interior está tapizado de terciopelo verde. Cuando desembarca en la orilla opuesta, monta en un coche de caja dorada, blasonado y con una corona principesca adornando el tejadillo. Seis caballos con arneses de terciopelo color amaranto, bordados en oro y plata, tiran de esta obra maestra de orfebrería y comodidad sobre ruedas. Numerosos boyardos lo preceden durante todos sus recorridos por la ciudad. Dos pajes montados lo siguen, dos gentileshombres de la corte caracolean a la altura de las portezuelas y seis dragones cierran la marcha y apartan sin miramientos a los curiosos. [9]En la capital, nadie despliega tanta magnificencia en sus desplazamientos. Pedro sufre en silencio esta ostentación, que sume cada día un poco más en la sombra la figura del verdadero zar, en el que, al parecer, ya no piensa ni siquiera el pueblo. Llevando al extremo su astucia, Ménshikov ha esperado que el emperador prestara juramento ante la Guardia para anunciar que a partir de ese momento, como medida de seguridad, Su Majestad ya no vivirá en el palacio de Invierno sino en el palacio Ménshikov, en la isla Vasili. A todo el mundo le sorprende este modo de «encerrar en una burbuja» al soberano, pero ninguna voz se eleva para protestar. Los principales opositores -Tolstói, Devier, Golovkin- fueron exiliados a tiempo por el nuevo señor de Rusia. Teniendo a Pedro instalado en su propia vivienda -magníficamente, eso sí-, Ménshikov puede controlar de cerca sus visitas. La barrera que levanta a las puertas de los aposentos imperiales es infranqueable. Tan sólo se permite el paso a las tías del zar, Ana e Isabel, a su hermana Natalia y a contados hombres de confianza. Entre estos últimos se cuentan el vicecanciller Andréi Ivánovich Ósterman, el ingeniero y general Burkhard von Münnich, artífice de las obras públicas, el conde Reinhold Loewenwolde, antiguo amante de Catalina I y agente a sueldo de la duquesa de Curlandia, el general escocés Lascy, al servicio de Rusia, que supo evitar los disturbios cuando falleció la emperatriz, y por último el inevitable e incorregible duque Carlos Federico de Holstein, obsesionado aún por la idea de que el Schleswig vuelva a formar parte de la herencia familiar. Ménshikov los ha aleccionado, adoctrinado y sobornado a todos, a fin de que preparen a su futuro yerno para ser emperador sólo de nombre y dejen definitivamente en sus manos la dirección de los asuntos públicos. Al confiarles la educación de este adolescente irrazonable e impulsivo, lo único que les pide es que despierten en él la afición de aparentar y le quiten la de actuar. Para él, el yerno ideal sería un modelo de nulidad y buenas maneras. Poco importa que sea ignorante, que no tenga ninguna noción de política, con tal de que sepa comportarse en un salón. Se ordena a los que componen el entorno de Su Majestad que lo instruyan superficialmente y de ningún modo en profundidad. Pero, si bien la mayoría de los mentores escogidos por Ménshikov se pliegan a esta consigna, el más cauteloso y sagaz del grupo ya empieza a oponer una viva resistencia.

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[9] Véase Brian-Chaninov: Historia de Rusia.