– Tantos años aquí te han amargado, pero no me vas a desanimar. Soy optimista por naturaleza.
– Pues conserva intacto ese optimismo porque necesitarás todo el posible para aguantar en este puto país.
No muy lejos de ellos otro joven también recién salido del cascarón se hacía unas reflexiones parecidas a las del guardia viejo, pero en otra dirección. Acababa de regresar de Euskadi Norte, donde había estado recibiendo entrenamiento militar y se sentía eufórico por intervenir en la lucha de liberación de su patria, oprimida por un Estado central fascista que, aunque se recubría con una falsa fachada democrática, no respetaba los derechos a la soberanía de su pueblo. Y uno de los factores más importantes en esa opresión que sufrían las buenas y honradas gentes de Euskal Herria era la Guardia Civil. Por eso estaba aún más feliz, porque iba a dar caña a los picoletos.
Se encontraba resguardado junto al peaje de Amorebieta. Desde allí esperaba con un lanzagranadas la llegada del furgón de la Guardia Civil. Cuando se detuviera frente al propio peaje sería un blanco perfecto. El plan no podía fallar. Se había asegurado, sin dejar el mínimo resquicio para la duda, de la llegada del objetivo, gracias a un contacto de la organización que trabajaba en la fábrica de armas, y también había estudiado cuidadosamente el modo de escapar. Él era un militante de la causa, no un suicida. Si esos hijos de puta con tricornio eran puntuales, dentro de dos horas podría estar tomando una cerveza en la parte de Euskadi oprimida por los franceses.
El furgón, efectivamente, enfiló el peaje con suma puntualidad. Cuando lo vio llegar, la excitación del etarra subió más enteros de lo conveniente durante un segundo, pero en seguida comprobó que su entrenamiento había sido de lo más eficaz al conseguir dominarse y esperar con total sangre fría la aparición del objetivo. Cuando por fin estuvo a la altura de las barreras del peaje, accionó el lanzagranadas. Ni un segundo antes ni un segundo después de lo planeado. Una acción perfecta que causaría admiración entre sus camaradas del movimiento de liberación nacional.
No hubo fallo alguno en la ejecución de la acción, pero sí en su planificación. Según parece, quienes tenían la obligación de informar a la organización sobre las costumbres y peculiaridades del objetivo, no incluyeron entre sus observaciones una muy importante. Cuando el furgón estaba a punto de llegar a la barrera del peaje solía transmitir por radio a la cabina correspondiente su llegada para que aquélla se abriera automáticamente y pudiera pasar sin detenerse. El militante de ETA disparó en el momento apropiado y hacia el punto apropiado, pero para sorpresa suya el objetivo no se detuvo, sino que continuó su camino.
El disparo, no obstante, no se perdió en el vacío. Dio de lleno en el camión cargado de explosivos que era objeto de escolta, y convirtió el peaje y sus aledaños en la viva representación de una pesadilla. No sólo quedaron destrozados el camión y sus dos ocupantes, sino que también el furgón de la Guardia Civil saltó por los aires y la expansión de todos los explosivos afectó a una gran cantidad de vehículos. Tres trabajadores de la autopista murieron en el acto, así como los ocupantes de otros tres vehículos, incluyendo un marroquí que volvía de vacaciones desde Bélgica en dirección a su país con su mujer y sus cuatro hijos, y que había tenido la doble mala suerte de coger sus vacaciones fuera de temporada para evitarse aglomeraciones en Algeciras y de confundirse en una salida e intentar retomar su dirección originaria.
El aguerrido gudari escapó del lugar sin detenerse a evaluar los efectos de su acción; eso ya lo haría alguien con más autoridad en Iparralde. Aunque no del modo esperado, se habían cumplido los objetivos. Unos cuantos txakurras menos en Euskadi que ya no oprimirían más al Pueblo Trabajador Vasco. En cuanto al resto de los muertos, eran dignos de lástima y así lo sentía en su fuero más íntimo, pese a la propaganda fascista que intentaba presentar a los luchadores del pueblo como asesinos sin corazón, pero en todas las guerras hay víctimas colaterales e inocentes que no se pueden evitar. Lo prioritario era el triunfo del pueblo y con él llegaría esa paz que todos querían, aunque sólo los más concienciados de los militantes sabían de verdad lo que significaba. Sólo habría paz cuando por fin las fuerzas más comprometidas de Euskadi consiguieran sus últimos objetivos políticos, pensó sin poder recordar exactamente a qué le sonaba esta última frase. De todos modos tampoco convenía hacerse muchas pajas mentales. Dentro de pocos días podría leer en el Egin los motivos exactos de su acción y la valoración, netamente positiva, de la misma.
24
Aunque en un primer momento Antonio Alférez se negó a dar la información requerida, Artetxe consiguió los datos solicitados sin mucho esfuerzo. Cuando salió del club dejó tras de sí a un joven totalmente derrumbado y anegado en lágrimas, pero que le había proporcionado lo que podría llegar a ser el hilo que deshiciera el ovillo.
El fulano que trapicheaba con Antonio y Begoña tenía un caserío en Bakio. No le pillaba muy lejos de Laukariz así que decidió ir ese mismo día, pero, al oír el ruido que hacían sus tripas, antes de visitarle paró en Mungia para comer. Cuando se levantó de la mesa estaba totalmente amodorrado y sin ganas de hacer nada. La combinación de buena comida y sol otoñal suele hacer estragos en mucha gente, e Iñaki Artetxe no era ninguna excepción. Aun así se mantuvo en su idea originaria, no por un calvinista exceso de amor al trabajo, sino por la pereza que le entró al pensar que al día siguiente tendría que hacer el mismo recorrido.
No tardó mucho en llegar a Bakio ya que apenas había circulación por su carril. Le costó algo más encontrar el caserío. Por fin, tras introducirse por dos caminos equivocados, un baserritarra [3] le indicó el correcto. Un pedregoso y serpenteante camino, por el que apenas cabía un vehículo, le condujo hasta una explanada sobre la que se alzaba el caserío, de construcción típica de madera. Algunas personas se encontraban tumbadas en plena campa, disfrutando del sol del atardecer. Parecían extraídas de un cómic underground, pensó Artetxe. Eran una mezcla de hippies de los sesenta y de hare-krishnas con melena. Todo ello olía a secta, cosa que no le importaba lo más mínimo al tolerante espíritu en materia religiosa de Artetxe, salvo que sirviera como medio de anulación de la personalidad de sus adeptos o, como podía ocurrir en ese caso, de tapadera para el tráfico de estupefacientes.
Cuando se aproximó a los congregados y observó la expresión bovina de su cara, comprendió que, además de ser la tapadera que pensaba, tenía que ser también una secta de las llamadas destructivas, a no ser que desde el primer momento sólo admitiera a personas de cuya cara hubiera desaparecido todo rasgo de inteligencia.
Buscó a alguien que pareciera capaz de mantener una mínima conversación y le preguntó por el paradero de Marcos Ruiz.
– ¿Marcos? -respondió con un gran esfuerzo de vocalización-. No sé quién es; cuando entramos en la Casa de la Luz nos olvidamos de nuestros arcaicos y burgueses nombres para adoptar los que en sueños nos envía el Señor de la Eterna Luz. El mío es Ranjhapendraj, que en sánscrito significa «el elegido de los dioses del amor puro». Esto último lo dijo con inusitada rapidez, como si a la hora de lanzar su mensaje desapareciera todo signo de cretinismo intelectual y el propio Señor de la Eterna Luz le concediera el don de la oratoria.
– ¿Para qué quiere hablar con el Líder Excelso? -preguntó una vivaracha morena de ojos verdes, sobresaltando a Artetxe. No esperaba que en ese ambiente hubiera nadie capaz de hablarle directamente, y menos, interrogándole. Cuando se fijó más a fondo en la chica, le pareció que era la única del grupo que no estaba totalmente atontada.