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– ¿Ha visto por fin la Luz? -le preguntó dulcemente.

– Me temo que no -contestó educadamente Artetxe.

– Oh, es una pena, un hombre tan simpático como usted… Pero no importa, el Señor de la Eterna Luz sabe cómo llegar al corazón y a los ojos de sus criaturas -replicó mientras de entre los pliegues de su túnica sacaba un aerosol y rociaba los ojos del detective.

Cuando despertó tenía los ojos totalmente enrojecidos y un desagradable picor le hacía lagrimear continuamente. Se encontraba enclaustrado en lo que parecía ser un recinto cerrado y en movimiento que identificó, sin duda alguna, como el maletero de un coche. Buscó en el interior algo que le pudiera servir para salir de allí, pero sus secuestradores eran cuidadosos y no habían dejado ninguna herramienta que pudiera serle útil. Por otra parte, el vehículo parecía desplazarse a una velocidad que desaconsejaba por el momento cualquier intento de fuga en marcha.

No sabía cuánto tiempo llevaba dentro cuando oyó lo que parecía ser una explosión. En ese mismo instante el coche pareció perder el control y empezó a girar sobre sí mismo. Su último recuerdo antes de perder el sentido fue el sonido de un golpe seco y unos escalofriantes alaridos.

Lo primero que vio cuando el dolor le hizo reaccionar fue una masa informe verde que se acercaba hacia él. Según se le fue aclarando la vista comprendió que se trataba de un guardia civil. Un teniente, como señalaban los galones que lucía en el uniforme.

– ¿Cómo se encuentra? -le preguntó solícito.

– Estoy vivo por lo que parece, así que no me puedo quejar. ¿Qué ha sucedido?

– Somos nosotros quienes tendríamos que hacer las preguntas, ¿no le parece? En primer lugar, ¿qué hacía usted dentro del maletero de un coche? Porque me imagino que no será su método habitual de viajar.

«El picoleto [4] nos ha salido irónico», pensó Artetxe, pero se abstuvo de proferir ningún comentario desabrido. Al fin y al cabo quizá le hubieran salvado la vida y, por otra parte, con sus antecedentes y en su actual actividad convenía estar a bien con las fuerzas policiales. Además, no le cabía la menor duda de que a esas alturas el teniente lo conocía todo sobre él y su trabajo.

– Soy abogado y esta mañana acudí a un caserío de Bakio ya que me habían dicho que allí podía conseguir cierta información sobre unos problemas que afectan a un cliente. Parece ser que a las personas que debían darme la información no les gustó mi presencia e, incomprensiblemente, me agredieron. Ya no recuerdo nada hasta este momento.

– Sí, y yo me chupo el dedo. Mire, señor Artetxe, usted y yo sabemos que no se mete a nadie en el maletero de un coche porque moleste la presencia de alguien, ni siquiera aunque esa persona ejerza de abogado, lo cual no es su caso, pero ha tenido suerte porque no tenemos mucho tiempo para perder con usted. Si se compromete a ir mañana a primera hora a la Comandancia de La Salve y prestar declaración, le dejaremos en libertad. Sabemos quién es y dónde encontrarIe, así que mejor que acepte el trato, señor detective sin licencia -pronunció esta última palabra en el tono inequívoco de quien sabe de qué está hablando-. Tiene usted un amigo en Jefatura de Policía, y eso le avala por el momento, pero sólo por el momento.

– Puede usted estar seguro de que acudiré, pero antes de irme me gustaría saber el resto de la historia.

– Bueno, es fácil de explicar. Podríamos decir que la desgracia de otras personas ha labrado su suerte. No hace mucho ha habido un atentado terrorista a consecuencia del cual ha muerto un número de personas todavía sin identificar, entre ellas cuatro compañeros nuestros. -Se le endureció el gesto al decir esto último-. Inmediatamente se han establecido controles en todas las carreteras principales de la zona. El coche en el que usted iba tan cómodamente ubicado no se ha detenido en el control, y el resto lo dejo a su imaginación.

– ¿Qué ha ocurrido con los ocupantes del vehículo?

– Los detalles son innecesarios, pero puedo asegurarle que no secuestrarán a nadie nunca más.

25

Lo primero que hizo Manuel Rojas cuando escuchó el tintineo del despertador fue mirar el reloj y soltar un juramento. Eran las tres de la madrugada. ¡Sólo él podía ser tan imbécil como para confundirse al poner en marcha el despertador! Después de casi una semana sin poder dormir cinco horas seguidas, el único día que había decidido olvidarse de todo y dedicarlo íntegramente a la almohada le ocurría eso. Apagó violentamente el reloj y se dio media vuelta, dispuesto a hacerse uno con Morfeo. Entonces se percató de que no era el injustamente denostado reloj el que le había despertado, sino otro aparato infernal denominado teléfono.

La llamada procedía de Jefatura y al otro lado del teléfono se encontraba el inspector Merino, uno de los favoritos de Manrique. Según su interlocutor -Rojas se lo imaginaba sonriéndose despectivamente-, un chaval se había escapado de casa y había preguntado por él. Cualquier número de la Policía Nacional podía haberse ocupado de la vuelta a casa del crío, pero Merino disfrutaba jodiéndole y qué mejor cosa para ello que despertarle a esas horas. Totalmente desvelado, accedió a presentarse en las dependencias de la calle Gordóniz.

El crío se encontraba sentado en una silla del Grupo Operativo. No se hallaba trasteando ni jugueteando, como había esperado encontrarlo Rojas, sino muy formalito y erecto en su silla.

– Éste es -le dijo Merino con el tonillo de quien acaba de descubrir el mar Mediterráneo-. No nos ha dicho cómo se llama ni dónde vive; parece ser que sólo confía en ti.

– Bueno, vale, así que quieres hablar conmigo, ¿no?

– Sí, pero a solas -respondió el niño.

– No sé si dejaros solos, podría ser peligroso. ¿Estás seguro de que podrás manejarlo? -comentó Merino partiéndose de risa.

Rojas pensó seriamente en mandarle a tomar por el culo, si bien se reprimió a duras penas en atención al chaval. No obstante, le indicó con la cabeza que se alejara y esperó a que se hubiera ido para retomar la conversación.

– Creo que has preguntado por mí, pero no recuerdo quién eres. ¿Nos conocemos de algo?

– No, usted a mí no me conoce y yo a usted sólo de oídas. Soy el hijo de Andoni Ferrer. Hace unos días un detective estuvo hablando con mi madre y le dijo que aita había sido asesinado.

Rojas no pudo evitar un gesto de sorpresa al oír las palabras del niño. Su entereza y frialdad eran inhabituales en un crío de su edad, aunque posiblemente la extraña muerte de su padre le había hecho madurar antes de tiempo. Artetxe le había dicho que había estado hablando a solas con Nekane Larrondo, pero seguramente el chico había estado escuchándolo todo detrás de la puerta.

– El detective le dijo que si sabía alguna cosa más viniera a ver al inspector Rojas para contárselo y por eso estoy aquí.

– Te agradezco tu visita, pero ¿sabe tu madre lo que estás haciendo? No son unas horas muy normales para venir hasta aquí.

– Mi madre no sabe nada, me he escapado. He esperado a que estuviera totalmente dormida y he salido de casa para venir hasta aquí.

– Tendremos que llamarla. Si se levanta y ve que no estás se va a llevar un susto de muerte.

– Lo sé y no quiero que lo pase mal. Desde que vino a casa el detective no para de llorar durante todo el día. Tiene mucho miedo, está segura de que alguien asesinó a mi padre pero no quiere decir nada por miedo a que nos pase algo, pero yo creo que se equivoca. No podemos dejar que todo quede así, con los asesinos sueltos, ¿no tengo razón?

– Sí, tienes razón, pero antes que nada vamos a llamar a tu madre.

Media hora más tarde, una mujer demacrada se sentaba en otra silla libre que Rojas había habilitado en la oficina. Su hijo no había exagerado nada. Los surcos que habían aparecido bajo sus ojos delataban que Nekane Larrondo pasaba gran parte de su tiempo llorando. Discretamente se alejó de la oficina y permitió que madre e hijo hablaran a solas. Al poco rato la mujer salió y le pidió que entrara.

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[4] Guardia civil. (N. del E.)