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Pero el criticismo ordinario de nuestros padres, si nos legó la imposibilidad de ser cristianos, no nos legó el contentamiento con que la tuviésemos; si nos legó la incredulidad en las fórmulas morales establecidas, no nos legó la indiferencia ante la moral y las reglas de vivir humanamente; si dejó dudoso el problema político, no dejó indiferente a nuestro espíritu ante cómo se resolvería ese problema. Nuestros padres destruyeron alegremente porque vivían en una época que todavía tenía reflejos de la solidez del pasado. Era aquello mismo que destruían lo que prestaba fuerza a la sociedad para que pudiesen destruir sin sentir agrietarse al edificio. Nosotros heredamos la destrucción y sus resultados.

En la vida de hoy, el mundo sólo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación.

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Pertenezco a una generación que ha heredado la incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de todas las demás fes. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas de la igualdad social, otros eran enamorados sólo de la belleza, otros depositaban fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros que, más cristianos todavía, iban a buscar a Orientes y Occidentes otras formas religiosas con que entretener la conciencia, sin ella hueca, de meramente vivir.