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El ambiente es el alma de las cosas. Cada cosa tiene una expresión propia y esa expresión le viene de fuera.

Cada cosa es la intersección de tres líneas, y esas tres líneas forman esa cosa: una cantidad de materia, el modo como interpretamos, y el ambiente en que está. Esta mesa, a la que estoy escribiendo, es un pedazo de madera, es una mesa, y es un muelle entre otros de este cuarto. Mi impresión de esta mesa, si quisiera transcribirla, tendrá que estar compuesta de las nociones de que es madera, de que yo le llamo a eso una mesa y le atribuyo ciertos usos y fines, y de que en ella se reflejan, en ella se insertan, y la transforman, los objetos en cuya yuxtaposición tiene alma exterior, [con] lo que tiene puesto encima. Y el propio color que le ha sido dado, el desteñimiento de ese color, las manchas y rotos que tiene -todo eso, fijémonos, le ha venido de fuera, y eso es lo que, más que su esencia de madera, le proporciona el alma. Y lo íntimo de esa alma, que es el ser mesa, también le ha sido dado desde fuera, que es la personalidad.

Creo, pues, que no hay error humano, ni literario, en atribuir alma a las cosas que llamamos inanimadas. Ser una cosa es ser objeto de una atribución. Puede ser falso decir que un árbol siente, que un río «corre», que un ocaso es triste o el mar está tranquilo (azul por el cielo que no tiene), es sonriente (por el sol que está fuera de él). Pero igual error es atribuir belleza a algo. Igual error es atribuir color, forma, por ventura hasta ser, a algo. Este mar es agua salada. Este ocaso es empezar a faltar la luz del sol en esta latitud y longitud. Este niño, que juega delante de mí, es una acumulación intelectual de células -pero es una relojería de movimientos subatómicos, extraño conglomerado eléctrico de millones de sistemas solares en miniatura mínima.