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18-6-1931.

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Desde que, conforme puedo, medito y observo, he reparado en que en nada saben los nombres la verdad, o están de acuerdo, que sea realmente supremo en la vida o útil al vivirla. La ciencia más exacta es la matemática, que vive en la clausura de sus propias reglas y leyes; sirve, sí, por aplicación, para elucidar otras ciencias, pero elucida lo que éstas descubren, no las ayuda a descubrir. En las demás ciencias no es cierto y aceptado sino lo que nada pesa para los fines supremos de la vida. La física sabe bien cuál es el coeficiente de dilatación del hierro; no sabe cuál es la verdadera mecánica de la constitución del mundo. Y cuanto más subimos en lo que desearíamos saber, más bajamos en lo que sabemos. La metafísica, que sería la guía suprema porque es ella y sólo ella la que se dirige hacia los fines supremos de la verdad y de la vida -ésa no es una teoría científica, sino solamente un montón de ladrillos que forma, en estas manos o en aquéllas, casas de ninguna forma que ninguna argamasa une.

Reparo también en que entre la vida de los hombres y la de los animales no hay otra diferencia que no sea la de la manera como se engañan o se ignoran. No saben los animales lo que hacen: nacen, crecen, viven, mueren sin pensamiento reflejo o verdaderamente futuro. ¿Cuántos hombres, sin embargo, viven de modo diferente al de los animales? Dormimos todos, y la diferencia está sólo en los sueños, y en el grado y calidad del soñar. Tal vez la muerte nos despierte, pero a eso tampoco hay respuesta, sino la de la fe, para quien creer es tener; la de la esperanza, para quien desear es poseer; la de la caridad, para quien dar es recibir.