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Allí vivimos un tiempo que no sabía transcurrir, un espacio para el que no existía el pensamiento de poder medirlo. Un transcurrir fuera del Tiempo, una extensión que desconocía los hábitos de la realidad en el espacio… ¡Qué horas, oh compañera inútil de mi tedio, qué horas de desasosiego feliz se fingieron nuestras allí!… Horas de ceniza del espíritu, días de nostalgia espacial, siglos interiores de espacio exterior… Y nosotros no nos preguntábamos para qué era aquello, por qué disfrutábamos el saber que aquello no era para nada.

Nosotros sabíamos allí, gracias a una intuición que por cierto no teníamos, que este dolorido mundo en el que seríamos dos, si existía, era más allá de la línea extrema donde las montañas son hálitos de formas, y más allá de ésa no había nada. Y era debido a la contradicción de saber esto por lo que nuestra hora de allí era oscura como una caverna en tierra de supersticiosos, y nuestro sentirla, extraño como una silueta de ciudad morisca contra un cielo de crepúsculo autumnal…

Orillas de mares desconocidos tocaban, en el horizonte de oírnos, playas que nunca podríamos ver, y era nuestra felicidad escuchar, hasta verlo en nosotros, ese mar por el que sin duda singlaban carabelas con otros fines al recorrerlo que los fines útiles y dirigidos desde la Tierra.

Reparábamos de repente, como quien se da cuenta de que vive, en que el aire estaba lleno de cantos de aves, y que, como perfumes antiguos en satén, la marejada restregada de las hojas estaba más entrañada en nosotros que la conciencia de oírla.

Y, así, el murmullo de las aves, el susurro de las arboledas y el fondo monótono y olvidado del mar eterno ponían a nuestra vida abandonada una aureola de no conocerla. Dormimos allí despiertos días, contentos de no ser nada, de no tener deseos ni esperanzas, de habernos olvidado del color de los amores y del sabor de los odios. Nos creíamos inmortales…