Allí vivimos horas llenas de otro sentirlas, horas de una imperfección vacía y tan perfectas por eso, tan diagonales a la certidumbre rectangular de la vida… Horas imperiales depuestas, horas vestidas de púrpura gastada, horas caídas en este mundo desde otro mundo más lleno del orgullo de tener más desmanteladas angustias…
Y nos dolía disfrutar aquello, nos dolía… Porque, a pesar de lo que tenía de exilio sosegado, todo aquel paisaje nos sabía a que éramos de este mundo, todo él estaba húmedo de la pompa de un vago tedio, triste y enorme y perverso como la decadencia de un imperio desconocido…
En las cortinas de nuestra alcoba, la mañana es una sombra de luz. Mis labios, que yo sé que están pálidos, le saben el uno al otro a no querer tener vida.
El aire de nuestro cuarto neutro es pesado como un repostero. Nuestra atención soñolienta para el misterio de todo esto es indolente como una cola de vestido arrastrada en un ceremonial durante el crepúsculo.
Ninguna ansia nuestra tiene razón de ser. Nuestra atención es un absurdo consentido por nuestra inercia alada.
No sé qué óleos de penumbra ungen a nuestra idea de nuestro cuerpo. El cansancio que tenemos es la sombra de un cansancio. Nos viene de muy lejos, como nuestra idea de que existe nuestra vida…
Ninguno de nosotros tiene nombre o existencia plausible. Si pudiésemos ser ruidosos hasta el punto de imaginarnos riendo, nos reiríamos sin duda de creernos vivos. El frescor calentado de la sábana nos acaricia (a ti como a mí ciertamente) los pies que se sienten, el uno al otro, desnudos.