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Cuando emergíamos de repente ante el estancamiento de los lagos, nos sentíamos queriendo sollozar… Allí, aquel paisaje tenía los ojos llenos de lágrimas, ojos parados, llenos del tedio innumerable de ser… Llenos, sí, del tedio de ser, de tener que ser algo, realidad o ilusión; y ese tedio tenía su patria y su voz en la mudez y en el exilio de los lagos… Y nosotros, caminando siempre y sin saberlo o quererlo, parecía, aun así, que nos demorábamos a la orilla de aquellos lagos, tanto de nosotros quedaba y moraba con ellos, simbolizado y absorto…

¡Y qué fresco y feliz horror el de no haber allí nadie! Ni nosotros, que por allí íbamos, allí estábamos… Porque nosotros no éramos nadie. Ni siquiera éramos algo… No teníamos vida que la muerte necesitase para matarla. Éramos tan tenues y rastreritos que el viento del transcurrir nos había dejado inútiles y el tiempo pasaba por nosotros acariciándonos como una brisa por la cima de una palmera.

No teníamos época ni propósito. Toda la finalidad de las cosas y de los seres se nos quedo a la puerta de aquel paraíso de ausencia. Se había inmovilizado, para sentirnos sentirla, el alma rugosa de los troncos, el alma extendida de las hojas, el alma núbil de las flores, el alma inclinada de los frutos…

Y así morimos nuestra vida, tan atentos separadamente muriéndola que no reparamos en que éramos uno solo, que cada uno de nosotros era una ilusión del otro, y cada uno, dentro de sí, el mero eco de su propio ser…

Zumba una mosca, incierta y mínima…

Rayan en mi atención vagos ruidos, nítidos y dispersos, que hinchen de ser ya de día a mi conciencia de nuestro cuarto… ¿Nuestro cuarto? ¿Nuestro de qué dos, si yo estoy solo? No lo sé. Todo se funde y sólo queda, huyendo, una realidad-bruma en que mi incertidumbre zozobra y mi comprenderme, arrullado por opios, se duerme…