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Murió por la Patria, sin saber cómo ni por qué. Su sacrificio tuvo la gloría de no conocerse. Dio la vida con toda la entereza del alma: por instinto, no por deber; por amor a la Patria, no por conciencia de ella. La defendió como quien defiende a una madre de quien somos hijos, no por lógica, sino por nacimiento. Fiel al secreto primero, no pensó ni quiso, pero vivió su muerte instintivamente, como había vivido su vida. La sombra que usa ahora se hermana con las que cayeron en las Termópilas, fieles en la carne al juramento en que habían nacido.

Murió por la Patria como el sol nace todos los días. Fue por naturaleza aquello en que había de tornarlo la Muerte.

No cayó siervo de una fe ardiente, no le mataron combatiendo por la bajeza de un gran ideal. Libre de la injuria de la fe y del insulto del humanitarismo, no cayó en defensa de una idea política, o del futuro de la humanidad, o de una religión por haber. Lejos de la fe en el otro mundo, con que se engañan los crédulos de Mahoma y los secuaces de Cristo, vio a la muerte llegar sin esperar en ella la vida, vio a la vida pasar sin que esperase una vida mejor.

Pasó naturalmente, como el viento y el día, llevando consigo el alma, que le había hecho diferente. Se sumergió en la sombra como quien entra por la puerta donde llega. Murió por la Patria, la única cosa superior a nosotros de que tenemos conocimiento y razón. El paraíso del mahometano o cristiano, el olvido transcendente del Budista, no se le reflejaron en los ojos cuando en ellos se apagó la llama que le hacía vivo en la tierra. No supo quién fue, como no sabemos quién es. Cumplió el deber, sin saber que lo cumplía. Le guió lo que hace florecer a las rosas y ser bella la muerte de las hojas. La vida no tiene mejor razón, ni la muerte mejor galardón.