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Basta que yo vea nítidamente, con los ojos o con los oídos, o con otro sentido cualquiera, para que sienta que aquello es real. Puede, incluso, ser que yo sienta dos cosas inconjugables al mismo tiempo. No importa.

Hay criaturas que son capaces de sufrir durante largas horas por no serles posible ser una figura de un cuadro o de un naipe de baraja de cartas. Hay almas sobre quien pesa como una maldición el no serles posible ser hoy gente de la edad media. Este sentimiento me sucedió en tiempos. Hoy no me sucede. Me he refinado más allá de eso. Pero me duele, por ejemplo, no poder soñarme dos reyes en reinos diferentes, pertenecientes, por ejemplo, a universos con diferentes especies de espacios y tiempos. No conseguir esto me disgusta verdaderamente. Me sabe a pasar hambre.

Poder soñar lo inconcebible visualizándolo en uno de los grandes triunfos que ni yo, que soy tan grande, consigo sino raras veces. Sí, soñar que soy por ejemplo, simultáneamente, separadamente, inconfusamente, el hombre y la mujer de un paseo que un hombre y una mujer se dan a la orilla de un río. Verme, al mismo tiempo, con igual nitidez, del mismo modo, sin mezcla, siendo las dos cosas con igual integración en ellas, un navío consciente en un mar del Sur y una página impresa de un libro antiguo. ¡Qué absurdo parece esto! Pero todo es absurdo, y el sueño es, sin embargo, lo que menos lo es.

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Me he creado eco y abismo, pensando. Me he multiplicado profundizándome. El más pequeño episodio -una alteración que sale de la luz, la caída enrollada de una hoja seca, el pétalo que se despega amarillecido, la voz del otro lado del muro o los pasos de quien la dice junto a los de quien la debe escuchar, el portón entreabierto de la quinta vieja, el patio que se abre con un arco de las casas aglomeradas a la luz de la luna-, todas estas cosas, que no me pertenecen, me prenden la meditación sensible con lazos de resonancia y de añoranza. En cada una de esas sensaciones soy otro, me renuevo dolorosamente en cada impresión indefinida.