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– Vamos quedando pocos -dijo.

– Muy pocos, pardiez -el teniente de alguaciles se puso de nuevo el sombrero, dudó unos instantes y luego vino hasta el capitán, deteniéndose otra vez a su lado-. Pocos con quienes compartir recuerdos y silencios. Y además, escasamente parecidos a quienes fuimos.

Se puso a silbar bajito un antiguo aire militar. Una coplilla que hablaba de viejos tercios, asaltos, botines y victorias. La habían cantado juntos, con mi padre y otros camaradas, dieciocho años atrás, en el saqueo de Ostende y la marcha a lo largo del Rhin hacia Frisla con Don Ambrosio Spínola, cuando las tomas de Oldensen y Linghen.

– Pero tal vez este siglo -apuntó al terminar- ya no merezca hombres como nosotros… Me refiero a quienes en otro tiempo fuimos.

Volvióse a mirar a Alatriste. Este asentía lentamente. La estrecha luna arrojaba a sus pies una vaga sombra sin contornos, difusa.

– Quizá -murmuró el capitán- nosotros no los merezcamos tampoco.

IX. EL AUTO DE FE

A la España del cuarto Felipe, como a la de sus antecesores, le encantaba quemar herejes y judaizantes. El auto de fe atraía a miles de personas, desde la aristocracia al pueblo más villano; Y cuando se celebraba en Madrid era presenciado, en palcos de honor, por sus majestades los reyes. Incluso la reina doña Isabel, nuestra señora, que por joven y gabacha hizo al principio de su matrimonio ciertos ascos a ese género de cosas, terminó aficionándose como todo el mundo. Por lo único español que la hija de Enrique el Bearnés no pasó nunca fue por vivir en El Escorial -todavía bajo la ilustre sombra del Rey Prudente-, que siempre encontró demasiado frío, grande y siniestro para su gusto. Aunque de cualquier modo la francesa terminó fastidiándose a título póstumo; pues, pese a que nunca quiso hollarlo viva, allí terminó enterrada a su muerte. Que no es mal sitio, vive Dios, junto a las imponentes sepulturas del emperador Carlos y de su hijo el gran Felipe, abuelos de nuestro cuarto Austria. Merced a quienes, para bien o para mal, a despecho del turco, el francés, el holandés, el inglés y la puta que los parió, España tuvo, durante un siglo y medio, bien agarrados a Europa y al mundo por las pelotas.

Pero volvamos a la chamusquina. La fiesta, donde para mi desgracia yo mismo tenía lugar reservado, empezó a prepararse un par de días antes, con mucho ir y venir de carpinteros y sus oficiales en la plaza Mayor, construyendo un tablado alto, de cincuenta pies de largo, con anfiteatro de gradas, colgaduras, tapices y damascos, que ni en la boda de sus majestades los reyes viose tanta industria y tanta máquina. Atajaron todas las bocas de calles para que coches y caballos no embarazasen el paso; y para la familia real se previno un dosel en la acera de los Mercaderes, por ser esta más pródiga en sombra. Como el desarrollo del auto era prolijo, llevándose todo el día, previniéronse aposentos para que se refrescaran y comieran, con toldos que hicieran resguardo; y decidióse que, para comodidad de las augustas personas, ingresaran a su palco desde el palacio del conde de Barajas, por el pasadizo elevado que, sobre la cava de San Miguel, lo comunicaba con las casas que el conde tenía en la plaza. Era tal la expectación causada por esta clase de sucesos, que las boletas para conseguir ventana solían convertirse en codiciadísima materia; y hubo quien pagó buenos ducados al alcalde de Casa y Corte por hacerse con las mejor situadas, incluyendo embajadores, grandes, gentiles hombres de cámara, presidentes de los consejos, y hasta el Nuncio de Su Santidad, que no se perdía fiesta de toros, cañas o chicharrones ni por una fumata blanca.

En tal jornada, que pretendía memorable, el Santo Oficio quiso matar varias perdices de un solo escopetazo. Resueltos a minar la política de acercamiento del conde de Olivares a los banqueros judíos portugueses, los más radicales inquisidores de la Suprema habían planeado un auto de fe espectacular, que metiera el miedo en el cuerpo a quienes no andaban ciertos en limpieza de sangre. Y el mensaje era nítido: por mucho dinero y favor del valido que tuvieran, los portugueses de origen hebreo nunca estarían seguros en España. La Inquisición, apelando siempre en último extremo a la conciencia religiosa del Rey nuestro señor -tan irresoluto e influenciable de joven como de viejo, de buena naturaleza y ningún carácter-, prefería un país arruinado pero con la fe intacta. Y esa, que a la larga tuvo efecto, y muy desastroso por cierto, en los planes económicos de Olivares, fue razón principal de que el proceso de la Adoración Benita, así como otras causas similares, se acelerase para eficaz y público escarmiento. De modo que resolvieron en pocas semanas lo que otras veces ocupaba meses, e incluso años de minuciosa instrucción.

Con las prisas, incluso, simplificáronse trámites del complicado protocolo. Las sentencias, que se leían a los penitenciados la noche anterior tras una solemne procesión de las autoridades, llevando éstas la cruz verde destinada a la plaza y la blanca que se levantaba en el quemadero, dejáronse para hacerse públicas en el mismo auto de fe, con todo el mundo ya presente en el festejo. El día anterior habían llegado desde las cárceles de Toledo los presos destinados al acto, que eran -éramos- una veintena, alojándonos en los calabozos que el Santo Oficio tenía en la calle de los Premostenses, por mal nombre calle de la Inquisición, muy cerca de la plazuela de Santo Domingo.

Llegué así la noche del sábado, sin comunicarme con nadie desde que fui sacado de mi celda y puesto en un coche, con las cortinillas cerradas y fuerte escolta, del que no salí hasta que, a la luz de teas encendidas, me hicieron descender en Madrid, entre familiares de la Inquisición armados. Bajáronme a un nuevo calabozo donde cené de forma razonable; y con eso, una manta y un jergón, aviéme la incierta noche, que fue toda de pasos y ruido de cerrojos al otro lado de la puerta, voces que iban y venían, mucho trajín y aparato. Con lo que empecé a temer muy por lo serio que la siguiente jornada íbame a deparar pesados trabajos. Me estrujaba el seso rebuscando en los lances apretados que había visto en los corrales de comedias, a la espera, como siempre ocurría en ellos, de una traza oportuna con que salir. A esas alturas tenía la certeza de que, fuera cual fuese mi culpa, no podía ser quemado a causa de mi edad. Pero las penas de azotes y el encarcelamiento, incluso de por vida, entraban en los usos del caso; y no andaba yo cierto de cuál iba a resultar mejor libranza. Sin embargo -cosas de la prodigiosa naturaleza- los buenos humores de mi mocedad, las penurias pasadas y el agotamiento del viaje hicieron pronto su natural efecto, y tras un largo rato en vela, sin cesar de interrogarme por mi triste suerte, vencióme un sueño piadoso y reparador que alivió las inquietudes de mi entendimiento.

Dos mil personas habían velado para asegurarse un sitio. Y a las siete de la mañana en la plaza Mayor no cabía un alma. Disimulado entre la multitud, con el chapeo de ala ancha bien puesto sobre la cara y un herreruelo vuelto sobre el hombro a modo de discreto embozo, Diego Alatriste abrióse paso hasta asomarse al portal de la Carne. Los arcos estaban abarrotados de gente de todo estado y condición. Hidalgos, clérigos, artesanos, criadas, comerciantes, lacayos, estudiantes, pícaros, mendigos y chusma varia se empujaban unos a otros buscando situarse bien. Negreaban las ventanas de gente de calidad, cadenas de oro, argentados, ruanes, puntas de a cien escudos, hábitos y toisones. Y abajo, familias enteras, niños incluidos, acudían con cestas de vituallas y refrescos destinados a la comida y la merienda, mientras alojeros, aguadores y vendedores de golosinas empezaban a hacer su agosto. Un merchante de estampas religiosas y rosarios pregonaba a voces su mercancía, que en jornada como aquélla, aseguraba, traía bendición del Papa e indulgencias plenarias. Más allá, un supuesto mutilado de Flandes, que en su vida había visto una pica ni de lejos, limosneaba plañidero, disputándose el lugar con otro falso tullido y otro que fingía burdamente tener la tiña con una capa de pez sobre la cabeza rapada. jugaban de vocablo los galanes y gitaneaban las busconas. Y dos mujeres, una bonita sin manto y otra caríazogada y fea con él, de las que juran no sentarse en ramo verde hasta enamorar a un grande de España o a un genovés, convencían a un menestral aficionado a bizarrear de espada y dárselas de galán y caballero, de que aflojara la bolsa para regalarlas con unos azafates de fruta y unas peladillas. Y el pobre hombre, en la esperanza del lance, había aflojado ya dos de a ocho que llevaba encima, alegrándose para su coleto de no llevar más. Ignorante, el menguado, de que los verdaderos señores nunca dan, ni amagan; antes hacen gala de no dar, y después, también.