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Además del clérigo y el curtidor salieron relajados rumbo al quemadero un comerciante y su mujer, también portugueses, judaizantes, un aprendiz de platero -pecado nefando-, y Elvira de la Cruz. Todos menos el clérigo abjuraron en debida forma y mostraron su arrepentimiento, de modo que serían piadosamente estrangulados con garrote antes de encenderles la hoguera. La hija de Don Vicente de la Cruz -cuya grotesca efigie y la de sus dos hijos, el muerto y el desaparecido, estaban puestas en una grada, al extremo de pértigas- iba vestida con sambenito y coroza, y así fue llevada ante los jueces que leyeron su sentencia. Abjuró, según le pidieron, de todos los delitos habidos y por haber, con una indiferencia estremecedora: judaizante y conspiración criminal, violación de sagrado y otros cargos. Parecía muy desamparada sobre la tarima, inclinada la cabeza, con los ropajes inquisitoriales puestos como un colgajo sobre su cuerpo atormentado; y luego de abjurar oyó confirmarse la sentencia con resignada dejadez. Movióme a piedad, pese a las acusaciones que contra mí había formulado, o dejado formular; pobre moza, carne de suplicio e instrumento de canallas sin escrúpulos y sin conciencia, por mucho que blasonaran de Dios y de su santa fe. Lleváronsela, y vi que faltaba poco para mi turno. Dábame vueltas la plaza, angustiado como estaba de pavor y de ignominia. Desesperado, busqué con la mirada el rostro del capitán Alatriste o el de algún amigo que me confortase, más no hallé alrededor ni uno sólo que expresara piedad, o simpatía. Sólo un muro de rostros hostiles, burlones, expectantes, siniestros. La cara que adopta el vulgo miserable cuando le sirven gratis espectáculos de sangre.

Pero Alatriste sí me veía a mí. Estaba pegado a una de las columnas de los soportales, y desde allí divisaba la grada que yo ocupaba junto a otros penitenciados, flanqueado cada uno por un par de alguaciles mudos como piedras. Ante mí, precediéndome en el funesto ritual, había un barbero acusado de blasfemo y pacto con el demonio; un tipo bajito y de aspecto miserable que lloriqueaba con la cabeza entre las manos, pues nadie iba a sacarle de encima el centenar de azotes y unos años de apalear peces en las galeras del Rey nuestro señor. El capitán se movió un poco entre la gente, situándose de modo que yo pudiera verlo si miraba hacia él, pero yo no era capaz de ver nada, sumido como me hallaba en los tormentos de mi propia pesadilla. Junto a Alatriste, un tipo endomingado, grosero, hacia chacota de quienes estábamos en el tablado, indicándoselos entre chanzas a sus acompañantes, y en un momento dado hizo algún comentario jocoso, señalándome. A esas alturas, en el habitual temple del capitán se había asentado la cólera impotente de los últimos días; y fue ella, sin que mediase reflexión alguna, la que le hizo volverse un poco hacia el zafio, hundiéndole, como al descuido, un doloroso codazo en el hígado. Revolvióse el otro con malas trazas, pero su protesta le murió en la garganta cuando encontró, entre el embozo del herreruelo y el ala del chapeo, los ojos claros de Diego Alatriste mirándolo con una frialdad tan amenazadora que en el acto quedó callado y prudente, como una malva.

Apartóse Alatriste un poco de allí, y al hacerlo pudo ver mejor a Luis de Alquézar en su palco. El secretario real destacaba entre otros funcionarios por la cruz de Calatrava que llevaba bordada al pecho. Vestía de negro y mantenía inmóvil su cabeza redonda, coronada por el cabello miserable y ralo, sobre la golilla almidonada que le daba una grave quietud de estatua. Pero sus ojos astutos se movían de un lado a otro, sin perder detalle de cuanto ocurría. A veces aquella mirada ruin encontraba el fanático semblante de fray Emilio Bocanegra, y ambos parecían entenderse a la perfección en su inmovilidad siniestra. Encarnaban demasiado bien, en ese momento y en tal sitio, los auténticos poderes en aquella Corte de funcionarios venales y curas fanáticos, bajo la mirada indiferente del cuarto Austria, que veía condenar a sus súbditos a la hoguera sin mover una ceja, sólo vuelto de vez en cuando hacia la reina para explicarle, tras el disimulo de un guante o de una de sus blancas manos de azuladas venas, los pormenores del espectáculo. Galante, caballeroso, afable y débil, augusto juguete de unos y de otros, hierático y mirando siempre hacia lo alto por incapaz de ver la tierra; inepto para sostener sobre sus reales hombros la magna herencia de sus abuelos, arrastrándonos por el camino que nos llevaba al abismo.

Mi suerte no tenía remedio, y de no hormiguear por toda la plaza corchetes, alguaciles, familiares de la Inquisición y guardias reales, tal vez Diego Alatriste habría hecho alguna barbaridad, desesperada y heroica. Al menos quiero creer que así habría sido, de mediar ocasión. Más todo era inútil, y el tiempo corría en su contra y en la mía. Aunque Don Francisco de Quevedo llegase a tiempo -con nadie sabía aún qué-, una vez mis custodios me pusieran en pie llevándome hasta el estrado donde se leían las sentencias, ni siquiera el Rey nuestro señor o el Papa de Roma podrían cambiar mi destino. Atormentábase el capitán con esa certeza, cuando de pronto dio en comprobar que Luis de Alquézar lo miraba. En realidad era imposible aventurarlo, pues Alatriste se encontraba entre el gentío y embozado. Pero lo cierto es que de pronto halló los ojos de Alquézar fijos en él, y luego pudo ver que el secretario real miraba a fray Emilio Bocanegra y éste, cual si acabara de recibir un mensaje, volvíase a escudriñar entre la gente, buscando. Ahora Alquézar había alzado lentamente una mano hasta ponerla sobre el pecho, y parecía requerir a alguien más entre la multitud a la izquierda de Alatriste, pues sus ojos quedaron quietos en algún punto allí situado; la mano subió y bajó despacio, dos veces, y luego el secretario fue a mirar de nuevo hacia el capitán.

Volvióse Alatriste y advirtió dos o tres sombreros que se movían entre la gente, acercándose bajo los soportales. Su instinto de soldado actuó antes que el pensamiento tomara las disposiciones adecuadas. En tan apretada multitud resultaban inútiles las toledanas, así que previno la daga que llevaba al costado izquierdo, desembarazándola del faldón del herreruelo. Luego retrocedió internándose en el gentío. La inminencia del peligro le daba siempre una limpia lucidez, una economía práctica de gestos y palabras. Anduvo junto al palenque, vio que los sombreros se paraban, indecisos, en el sitio que él había ocupado antes; y al echar una ojeada al palco comprobó que Luis de Alquézar seguía mirando impaciente, sin que su inmovilidad protocolaria bastase a disimularle la irritación. Se alejó más Alatriste, bajo los soportales de la Carne y hacia el otro lado de la plaza, y asomóse de nuevo al tablado en aquel ángulo. Desde allí no podía verme, pero sí alcanzaba el perfil de Alquézar. Holgóse mucho de no llevar pistola -estaba prohibido, y entre tanta gente comprometía andar con ella encima-, pues le hubiese costado reprimir el impulso de subir al tablado y volarle al secretario las criadillas de un pistoletazo. «Pero morirás», juró mentalmente, fijos los ojos en el abyecto perfil del secretario real. «Y hasta el día en que mueras, recordando mi visita de la otra noche, nunca podrás dormir tranquilo».

Habían sacado al estrado al barbero acusado de blasfemia, y empezaban a leer la larga relación de su crimen y la sentencia. Alatriste creía recordar que yo iba tras el barbero, e intentaba abrir camino para allegarse un poco más y verme, cuando advirtió de nuevo los sombreros que se acercaban peligrosamente. Eran hombres tenaces, sin duda. Uno se había retrasado, demorándose como si buscara en otra parte; pero dos -un fieltro negro y otro castaño con larga pluma- progresaban en su dirección, hendiendo la multitud con rapidez. No había otra que ponerse en cobro; de modo que el capitán hubo de olvidarse de mí y retroceder bajo los soportales. Entre la multitud no iba a tener la menor oportunidad, y bastaría que cualquiera apelase al Santo Oficio para que los mismos ociosos colaborasen con los perseguidores. La oportunidad de zafarse estaba a pocos pasos. Había allí un callejoncito muy estrecho con dos revueltas, comunicado con la plaza de la Provincia, que en días como aquél la gente aprovechaba para hacer sus necesidades, pese a las cruces y santos que los vecinos ponían en cada esquina para disuadir a los incontinentes. A él se encaminó, y antes de internarse en el angosto paso, por el que no podía transitar con holgura más de un alma a la vez, atisbó sobre el hombro que dos individuos salían de entre la gente, tras sus talones.