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Seguramente, si el italiano hubiese hecho un mínimo gesto de sorpresa, o de amenaza, Alatriste le habría despachado, sin decir guárdese vuestra merced, el pistoletazo que llevaba prevenido muy a bocajarro. Pero Malatesta se quedó mirando la puerta como si le costase conocer al recién llegado, y su mano derecha ni siquiera movióse una pulgada en dirección a la pistola que también él tenía prevista sobre las sábanas. Estaba recostado en una almohada, y un pésimo aspecto empeoraba su semblante patibulario, enflaquecido por el sufrimiento y la barba de tres días: inflamadas las cejas con una brecha mal cerrada sobre ellas, un apósito sucio bajo el carrillo izquierdo, palidez cenicienta en manos y rostro. Tenía el torso desnudo cruzado por vendajes calados de sangre seca, y en las manchas pardas que se filtraban por ellos Alatriste apreció un mínimo de tres heridas. Saltaba a la vista que, en la escaramuza del callejón, el sicario había llevado la peor parte.

Sin dejar de apuntarle, el capitán cerró la puerta a su espalda antes de acercarse al lecho. Malatesta parecía haberlo reconocido al fin, pues el brillo de sus ojos, exacerbado por la fiebre, se había vuelto más duro; y la mano hacía débiles intentos por empuñar la pistola. Alatriste le puso el cañón de la suya a dos pulgadas de la cabeza, pero el enemigo estaba demasiado exhausto para luchar. Había perdido sin duda mucha sangre. De modo que, tras comprobar la inutilidad de su esfuerzo, limitóse a alzar un poco la cabeza que tenía hundida en la almohada, y bajo el bigote italiano, muy descuidado ahora, apareció el trazo blanco de la peligrosa sonrisa que el capitán, a sus expensas, conocía bien. Fatigada, es cierto, crispada en un rictus de dolor. Pero era la mueca inconfundible con que Gualterio Malatesta parecía siempre dispuesto a vivir o a bajar a los infiernos.

– Vaya -murmuró-. Pero sí es el capitán Alatriste…

Su voz era opaca y débil de entonación, aunque firme en las palabras. Los ojos negros, febriles, estaban puestos en el recién llegado, ajenos al cañón de la pistola que le apuntaba.

– Por lo que veo -prosiguió el italiano-, cumplís con la caridad de visitar a los enfermos.

Reía entre dientes. El capitán le sostuvo un momento la mirada y luego apartó la pistola, aunque conservando el dedo en el gatillo.

– Soy buen católico -respondió, zumbón.

La risa corta y seca como un crujido de Malatesta se intensificó al oír aquello, extinguiéndose luego en un ataque de tos.

– Eso dicen -asintió, cuando pudo recobrarse-. Eso es lo que dicen… Aunque en los últimos días haya habido sus más y sus menos sobre ese particular.

Aún sostuvo un poco la mirada del capitán, y luego, con la mano que no había sido capaz de empuñar la pistola, señaló la jarra sobre la mesa.

– ¿No os importa acercarme un poco de esa agua?… Así podréis alardear también de haber dado de beber al sediento.

Tras considerarlo un instante, Alatriste se movió despacio y fue a traer el agua, sin perder de vista a su enemigo. Bebió Malatesta dos ávidos sorbos, observándolo por encima de la jarra.

– ¿Venís a matarme tal cual -inquirió- o esperáis que antes os derrote pormenores de vuestros últimos negocios?

Había puesto la jarra a un lado y se secaba desmayadamente la boca con el dorso de la mano. La suya era la sonrisa de una serpiente atrapada: peligrosa hasta el último aliento.

– No necesito que me contéis nada -Alatriste se había encogido de hombros-. Todo está muy claro: la trampa del convento, Luis de Alquézar, la Inquisición… Todo.

– Diablos. Habéis venido a despacharme sin más, entonces.

– Así es.

Malatesta pareció considerar la situación. No parecía resultarle prometedora.

– El no tener nada nuevo que contaros -concluyó- acorta, pues, mí vida.

– Más o menos -ahora era el capitán quien esgrimía una sonrisa dura, peligrosa-. Aunque os haré el honor de considerar que no sois del género parlanchín.

Malatesta suspiró un poco, removiéndose dolorosamente mientras tentaba sus vendajes.

– Muy hidalgo por vuestra parte -señaló, resignado, la espada que pendía del cabezal-… Lástima no estar bueno para corresponder a tanta fineza, ahorrándoos matarme en la cama igual que a un perro… Pero despabilasteis bien el otro día, en el maldito callejón.

Movióse de nuevo, intentando acomodarse mejor. En ese momento no parecía guardarle a Alatriste más rencor que el de oficio. Pero sus ojos oscuros y febriles seguían alerta, vigilándolo.

– Por cierto… Dicen que el rapaz salvó el pellejo. ¿Es verdad?

– Lo es.

Se ensanchó la sonrisa del sicario.

– Que me place, voto a Dios. Es un bravo mozo. Tendríais que haberlo visto la noche del convento, intentando tenerme a raya con una daga… Que me ahorquen si me gustó llevarlo a Toledo, y menos conociendo lo que le esperaba. Pero ya sabéis. Quien paga, manda.

La sonrisa se le había vuelto socarrona. A veces miraba de soslayo la pistola que seguía sobre las sábanas; y al capitán no le cupo duda de que se habría servido de ella, si alguien le diese oportunidad.

– Sois -dijo Alatriste- un hideputa y un bellaco.

Mirólo el otro con sorpresa que parecía sincera.

– Pardiez, capitán Alatriste, Cualquiera que os oyese tomaría a vuestra merced por una monja clarisa…

Siguió un silencio. Aún con el dedo en el gatillo de la pistola, el capitán echó un detenido vistazo alrededor. La casa de Gualterio Malatesta le recordaba demasiado la suya propia como para que todo fuera indiferente. Y en cierta forma, el italiano tenía razón. No estaban tan lejos el uno del otro.

– ¿De veras no podéis moveros de esa cama?

– A fe mía que no… -Malatesta lo miraba ahora con renovada atención-. ¿Qué pasa?… ¿Estáis buscando un pretexto? -volvió a ensancharse la sonrisa, blanca y cruel-. Si os ayuda, puedo contaros la de hombres que avié por la posta, sin darles tiempo a un válgame Cristo… Despiertos y dormidos, por delante y por detrás; y más de lo último que de lo primero. Así que no vengáis ahora con apuros de conciencia -la sonrisa dio paso a una risita entre dientes, chirriante, atravesada-. Vuestra merced y yo somos del oficio.

Alatriste miraba la espada de su enemigo. La cazoleta tenía tantos golpes y mellas de acero como la suya propia. Todo es azar, se dijo. Depende de cómo caigan los dados.

– Os agradecería mucho -sugirió- que intentaseis agarrar la pistola, o esa espada.

Malatesta lo miró muy por lo fijo antes de negar despacio con la cabeza.

– Ni hablar. Puedo estar hecho filetes, pero no soy un menguado. Si queréis despacharme, apretad ese gatillo y acabemos pronto… Con suerte, llegaré al infierno a la hora de cenar.

– No me gusta hacer de verdugo.

– Pues iros a tomar viento. Estoy demasiado débil para discutir.

Apoyó de nuevo la cabeza en la almohada, cerró los ojos silbando tirurí-ta-ta, y pareció desentenderse del asunto. Alatriste se estuvo de pie, pistola en mano. A través de la ventana oía el lejano reloj de una iglesia dando campanadas. Por fin, Malatesta dejó de silbar. Pasóse la mano por las cejas hinchadas, luego por el rostro picado de viruela y cicatrices, y miró de nuevo al capitán.

– ¿ Qué?… ¿Os decidís?

Alatriste no respondió. Todo empezaba a rondar lo grotesco. Ni el propio Lope habría osado hacer representar aquello, por miedo a que los mosqueteros del zapatero Tabarca le patearan el corral. Se acercó un poco a la cama, estudiando las heridas de su enemigo. Hedían, con muy mal aspecto.

– No os hagáis ilusiones -dijo Malatesta, creyendo interpretar sus pensamientos-. Saldré de ésta. Los de Palermo somos gente dura… Así que aderezadme de una puñetera vez.

Quería matarlo. Eso estaba fuera de cualquier duda. Diego Alatriste quería matar a aquel peligroso canalla, que tanto había amenazado su vida y la de sus amigos, y a quien dejar atrás vivo era tan suicida como tener una serpiente venenosa en el cuarto donde uno piensa echarse a dormir. Quería y necesitaba matar a Gualterio Malatesta; pero no de ese modo, sino aceros en mano y cara a cara, escuchando su resuello de lucha y el estertor de su agonía. Y en ese instante reflexionó que no había ninguna prisa, y que todo podía muy bien esperar. A fin de cuentas, por más que el italiano se empeñara y complaciese en ello, el uno y el otro no eran exactamente iguales. Tal vez lo fueran ante Dios, ante el diablo o ante los hombres; pero no en su fuero interno, ni en su conciencia. Iguales en todo, salvo en la manera de ver los dados sobre el tapete. Iguales, excepto en que, de trocar papeles, Malatesta ya habría matado hacía rato a Diego Alatriste, mientras que éste continuaba allí, la espada en la vaina, el dedo indeciso en el gatillo de su pistola.