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– No, gracias. Sé que ha estado trabajando mucho por mí… y por mi familia. Sé que usted solamente está haciendo lo que yo le pedí que hiciera. Pero ahora necesito estar a solas con una hermana.

Cuando colgó, me sentí avergonzada: los descubrimientos que a mí me animaban, a ella le causaban dolor. Me levanté y caminé por el cuarto. Cuando registramos la casa de Marc la semana anterior, encontramos la botella de Maker's Mark. Bourbon con agua mineral, su bebida, como me había dicho Amy. Si había huellas digitales en la botella… si el whisky había sido manipulado… tenía que recoger el Maker's Mark y hacerlo analizar, aunque tuviera que pagar yo misma el trabajo.

Después de que Amy y yo termináramos de inspeccionar la casa de Marc el viernes, ¿qué había hecho yo con las llaves? Vacié el contenido de mi maletín sobre el escritorio. El manojo que me había dejado la asistenta de Marc cayó entre un revoltijo de papeles, tampones y mi agenda electrónica. También apareció la llave que el cerrajero de Luke Edwards había fabricado para que yo pudiera entrar en el Saturn.

Cogí la llave del coche y le di vueltas en la palma de la mano, estudiándola como si fuera un texto en un lenguaje desconocido. Podía ir en metro hasta la casa de Marc, recoger la botella de bourbon y volver en su coche. Si no lo aparcaba cerca de la oficina o de casa, podría conducir tranquilamente por la ciudad durante unos cuantos días. Me permitiría, incluso, ir a buscar a Benji. Y en lugar de llevarlo a un motel, podía dejarlo en la casa de Marc Whitby. Le diría a los vecinos que era mi primo, que necesitaba trabajo y un lugar donde quedarse; que cuidaría de la casa para que no se quedara vacía hasta que la familia la vendiera. ¡V.I, eres un genio!

Metí el informe toxicológico en su sobre y lo puse en mi bolso. Ganzúas, porque nunca se sabe. Un cargador lleno para el revólver, porque, una vez más, nunca se sabe. Guantes de látex, una bolsa de plástico para el bourbon con capacidad de casi cuatro litros, recién sacada de la caja y metida dentro de otra para asegurarme de que no se contaminara la muestra.

Empecé a canturrear mientras me dirigía bailando hacia la puerta.

Fue un largo viaje en metro hasta South Side, pues tuve que hacer trasbordo en el Loop. Me movía impaciente en el andén mientras esperaba y, luego, me di cuenta de que estaba inclinada hacia delante en el asiento, como si eso hiciera que fuese más rápido. En la calle 35 bajé las escaleras de dos en dos y corrí hasta Giles.

Cuando llegué a casa de Marc, había delante media docena de niñas saltando a la comba. Se quedaron mirándome al subir las escaleras exteriores y abrir la puerta principal. Tal vez no fuese tan buen lugar para dejar a Benji: en aquel barrio nada pasaba desapercibido. Excepto cuando alguien fue a robar los documentos de Marc.

La casa había adquirido el aspecto abandonado y el olor a humedad de cualquier vivienda deshabitada. Después de una semana el polvo era visible aun para unos ojos poco domésticos como los míos. Eché un rápido vistazo a mi alrededor. No me pareció que nadie hubiera estado por allí, ni ladrones ni policías, a pesar de la afirmación de Bobby Mallory de que se reabriría el caso de la muerte de Marc.

En la cocina, me puse los guantes de látex, cogí la botella de Maker's Mark por la base con el pulgar y el índice y la guardé limpiamente dentro de las bolsas de plástico. El paquete entero fue a parar a mi maletín.

Al salir, me detuve a observar el póster de Kylie Ballantine, en el hueco de la escalera.

– ¿Qué podrías contarme tú? -le pregunté-. ¿Fuiste amante de Calvin Bayard? ¿De Augustus Llewellyn? ¿Cuál es el secreto que les importa tanto a los de New Solway como para matar a tu joven campeón y que no se descubra?

Aquella silueta llena de vitalidad flotaba sobre mí -por encima de todos los mezquinos intereses de la gente que había conocido-. Kylie Ballantine había seguido adelante, sin permitir que hundieran su vida en la amargura que generó la era McCarthy. Pasó dificultades económicas, pero, a diferencia de aquella panda de gente rica, había superado las heridas de aquella época turbulenta. Aunque había pasado muchos apuros, Ballantine tuvo la suerte de morir con sus facultades mentales intactas, fuerte de espíritu. No como Calvin Bayard, cuya inteligencia superó en su día a la de Olin Taverner y ahora era feliz viendo a la cocinera hervir la leche.

Apreté los dedos en el asa del maletín. Me dirigí hacia la puerta principal, intentando concentrarme en la mejor manera de enviar la botella de whisky a los laboratorios Cheviot, pero la imagen persistía: orina disimulada por el olor a talco, la enfermera de Calvin guiándolo hasta la cocina.

Tenía ya la mano en el picaporte cuando de pronto me detuve. La casa estaba silenciosa como una tumba. La enfermera, Theresa Jakes, tenía ataques, según me dijo Catherine Bayard; la abuela no debía enterarse de eso.

No había pensado antes en la procedencia del fenobarbital. Pero allí estaba, exactamente en New Solway, donde Theresa lo tomaba para controlar sus propios ataques. Donde Ruth Lantner, el ama de llaves, la amenazó con informar de ellos a Renee si Theresa volvía a quedarse dormida otra vez mientras Calvin andaba por ahí.

Me di la vuelta y miré de nuevo el póster. Nada pasaba en New Solway que Renee ignorase. Aun cuando Ruth Lantner no le hubiera hablado de los ataques de Theresa, ella se habría enterado de alguna forma. Renee se jactaba de sus dotes organizativas: durante el día supervisaba todos los detalles de un gigante empresarial; por la noche seguía controlando sin esfuerzo una gran estructura doméstica.

Si Renee había matado a Marc, lo había hecho para proteger la reputación de Calvin. Pero Calvin no necesitaba protección. El era un hombre que se había mantenido a flote en un momento en que pocos pudieron hacerlo, se enfrentó a Taverner y a Bushnell y consiguió salir indemne.

Me rondaban por la cabeza fragmentos de ciertas conversaciones. «Se atacaban como ratas desesperadas», había dicho Llewellyn la noche anterior. El Chico Maravilla de Pelletier, revolviendo la obra de Pelletier, husmeando en la vida amorosa de Pelletier.

¿Quién había enviado a Taverner esa foto de Kylie diciéndole dónde estaba hecha? ¿Quién quería que la gente donara dinero al fondo de defensa legal del Comité para el Pensamiento sin quedar al descubierto? ¿Qué hizo Llewellyn para obtener ese dinero de Bayard? Taverner había guardado un innoble secreto sobre Calvin Bayard, sólo porque Bayard conocía uno igual de malo sobre Taverner. Esa verdad era la que había tenido delante de los ojos desde hacía varios días. Sólo que yo no había querido verla.

No, porque afectaba al héroe de mi juventud. A Calvin. No, no… Se me doblaron las rodillas. Me desplomé en las escaleras.

49

TERRORISTA A LA FUGA

Permanecí sentada un buen rato bajo la foto de Kylie. Alguien más podía tener acceso al fenobarbital; era una droga corriente, no tenía por qué proceder de casa de los Bayard. No tenía por qué haber sido Renee quien la usara para adulterar el whisky de Marc; podía haber sido la misma Theresa Jakes, o Ruth Lantner. Ruth Lantner podría haber tenido la fuerza suficiente para empujar a Marc al estanque si él ya se encontraba cerca de la muerte. Pero no tenía ninguna razón para hacerlo.

¿Y Edwards Bayard, resuelto a proteger la memoria de Olin Taverner? Después de todo, Edwards era quien había irrumpido en el apartamento de Olin la semana anterior, quien le guardaba rencor a sus padres, quien estaba desesperado por tener alguna clase de ascendiente sobre aquellas dos personalidades tan fuertes.

El frío del pasillo me había calado hasta los huesos y hacía que me doliera el hombro lesionado. Quería que fueran Llewellyn o Edwards en vez de Renee; ella me gustaba, su hijo, no. Pero la verdad -ah, la verdadera que, si Calvin Bayard había hecho cosas, cosas que yo no quería pronunciar ni siquiera en el silencioso espacio de mi mente-, yo no podría soportarlo. Mucho de lo que él había hecho era bueno. ¿Es que eso no contaba?