Completamente desanimada, seguí al padre Lou hasta el despacho de la directora. Les hice las preguntas de rigor a ella y al guardia: ¿habían visto cómo se fueron los chicos? ¿En taxi? ¿En autobús? No lo sabían; el colegio era un edificio viejo, construido cuando las ventanas se ponían muy lejos del suelo para que la gente no mirase desde la calle.
El padre Lou ordenó a la directora que llamara a su despacho a todos los maestros y demás personal que estuviera aún en las instalaciones. Uno de los conserjes había visto, mientras bajaba cajas de un camión de suministros, a una chica con un brazo vendado salir con un estudiante mayor que ella. Estaba casi seguro de que se metieron en un todoterreno blanco, pero no les prestó demasiada atención en ese momento.
El padre Lou estaba furioso. Después de tener allí al FBI el día anterior buscando a Benji, no podía creer que la directora hubiera dejado que el joven se marchara sin hablar del asunto con él.
– Intentamos que éste sea un lugar seguro. Si cualquiera puede venir y llevarse a un chico sin que ustedes se inmuten, ¿cómo vamos a impedir que secuestradores, pandilleros y demás perturben nuestra tranquilidad?
La directora se puso roja y se enfadó, ¿por qué tenía ella que saber que una chica a la que Benji se alegraba tanto de ver representaba un peligro? Si el padre Lou quería dirigir el colegio, que se hiciera cargo del puesto; ella estaría encantada de dimitir en ese mismo momento.
La cara colorada de la directora se fragmentó en una serie de líneas onduladas, su boca se abría y cerraba como si fuera una marioneta. Los armarios que tenía detrás comenzaron a moverse con las mismas ondas vacilantes. Me pareció tan gracioso que me eché a reír. El suelo comenzó a moverse igualmente, lo que encontré también muy divertido, y todavía estaba riéndome cuando me desplomé.
Tenía la cabeza húmeda. El padre Lou me estaba secando el agua del cuello y de la cara con una áspera toalla de gimnasio.
– No te me desmayes, muchacha. Necesitamos un cerebro que funcione además del mío. Incorpórate y recupera las fuerzas.
Me incorporé. El cura me puso de pie con un suave resoplido. Una mujer de sesenta y cinco kilos no es nada para un antiguo boxeador. Me llevó una taza a los labios y tragué un poco de té caliente, me atraganté y luego bebí el resto. Coloqué la cabeza entre las piernas y puse en un cierto orden los fragmentos grises de mi nebulosa mente.
– ¿Adónde iría la chica? -Me hablaba con brusquedad para que me concentrara.
– Depende en parte de por qué ha huido. -Me temblaba la voz; conseguí controlarla y continué-: Esta mañana se puso histérica cuando le pedí que hablara con Benji. También le sugerí que se confiara a su abuela. Sólo espero que no haya hecho caso de ese consejo.
Saqué el móvil y llamé al apartamento de los Bayard. Contestó Elsbetta.
– ¿Por qué se empeña en darnos problemas? -preguntó-. El señor Edwards quiere echarme porque usted estuvo aquí esta mañana. Ahora la señorita Catherine se ha escapado, todo por su culpa.
– ¿Están Renee o Edwards? -No hice caso de su ataque de ira-. Quiero hablar con ellos sobre Catherine.
– No puede molestarlos. Ordenaron que no se les pasara ninguna llamada.
– Dígales que voy a denunciar su desaparición a la policía de Chicago -dije con frialdad-. Si quieren hablar conmigo, pueden llamarme al móviclass="underline" le daré el número.
Al oír eso, me pidió que esperase. En menos de un minuto tenía a Renee y a Edwards al teléfono, cada cual intentando que el otro le dejara hablar.
– ¿Tiene a Catherine? -preguntó Renee.
– ¿No está con usted? -dije.
– Se ha escapado -intervino Edwards-. Sin dejar ni una nota.
– Te comportaste como un padre Victoriano, Eds, ordenándole que hiciera el equipaje para ir a Washington, sin derecho a réplica. Elsbetta me llamó a mi oficina pero…
Edwards gritó por encima de la otra voz.
– Si hubieras pensado que ella merece tanta atención como Calvin y su maldito imperio editorial…
– Si tú escucharas a cualquiera que no sea tu…
– Paren ya de una vez los dos -interrumpí, de mal humor-. ¿Cuándo se fue y qué coche conducía?
– No puede llamar a la policía -respondieron a coro.
– Puedo hacer lo que se me antoje. Alguien dijo que la había visto en un todoterreno blanco. ¿Acaso creen que no corre peligro conduciendo un vehículo de tres toneladas con un solo brazo?
Eso los unió por un segundo: querían saber quién la había visto. Me puse frenética y los presioné hasta que admitieron que Catherine había cogido el Range Rover blanco de Renee, que sabían que no había aparecido en la casa de New Solway y que se había marchado sobre las tres y media, después de la pelea con su padre.
– ¿Han llamado a Julius Arnoff para saber si ha vuelto a Larchmont? -pregunté. No me parecía probable, porque ya les habían echado una vez de la mansión, pero seguro que ninguno de los dos pensaría razonablemente en esos momentos.
– Fue lo primero que se me ocurrió -dijo Edwards-. Mientras Renee todavía seguía maldiciéndola a usted por llevar a Trina con su novio árabe, yo puse un vigilante en la casa. No están allí.
– Cuando esta mañana entró en nuestro apartamento sin permiso, ¿preparó o no un encuentro con Trina? -preguntó Renee.
– No sea infantil -le espeté-. No sé dónde está Benji, ni tampoco Catherine. Deje de buscar culpables de su desaparición y dígame qué está haciendo para encontrarla.
– Edwards ha recurrido a sus contactos -dijo su madre con sarcasmo-. Es probable que le disparen si la ven. Si usted la buscara, ¿por dónde empezaría?
– Por ningún sitio que les revelase a ustedes -respondí en un tono desagradable, y corté la comunicación.
– Han encargado su búsqueda a personal de seguridad privada -dije volviéndome hacia el padre Lou-. Miedo me da.
– La chica adora a su abuelo, ¿no es eso lo que me dijiste el otro día? Tal vez tienen un lugar especial. Todo el mundo va a donde se siente seguro; un lugar relacionado con su abuelo la haría sentirse segura.
– El hombre tiene Alzheimer en estado muy avanzado. No estaría en condiciones de decirme… Pero no importa, sé quién puede hacerlo. Le telefonearé desde el coche, padre.
Salí corriendo de la escuela.
50
Una lluvia helada comenzó a caer en el norte de Madison, Wisconsin. La carretera interestatal comenzó a helarse en sus tramos más elevados; tenía que ir a poca velocidad para no perder el control. Salvo por algún que otro camión gigantesco que pasaba a ciento treinta sobre la nieve medio derretida, teníamos el camino casi para nosotras solas.
Geraldine Graham roncaba ligeramente en el asiento del acompañante. Había insistido en venir: todavía conservaba las llaves de la casita; las encontró enseguida en un cajón de su dormitorio y las guardó en el bolso negro de Hermès que ahora estaba colocado a sus pies. Intenté convencerla de que se quedara en casa, pero dijo que conocía el trayecto, mientras que yo no, y, lo que era más importante aún, al menos para ella: necesitaba asegurarse de que Benji y Catherine estuvieran bien. «Si le hubiera contado todo esto la semana pasada, ahora no estarían en peligro».
Cuando llegué a Anodyne Park, abrió la puerta Lisa, muy diligente y eficaz ella: no puede pasar, la señora está descansando. La empujé a un lado y avancé por el pasillo, abriendo puertas. Encontré a Geraldine dormitando en su cama con una lámpara de lectura encendida y un libro abierto entre las manos.
Lisa se coló bajo mi brazo.
– Señora, es esta detective que entró sin permiso. ¿Llamo al señor Darraugh o al señor Julius?
Geraldine se despertó con sobresalto.