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– Hace más de cuarenta años que no hablo de esto. ¿Por qué habría de hacerlo ahora?

– Porque voy a escribir sobre el tema. Si no me cuenta su historia, haré conjeturas acerca de lo que usted hizo y por qué lo hizo, y ésa será la versión que conocerá el mundo entero.

En ese punto la cinta no se oía bien, pero luego Olin llamaba a Domingo Rivas para que lo ayudara a acercarse a su escritorio. Yo no había visto la grabadora de Marc por ninguna parte, pero debía de ser muy buena, porque captaba el sonido del andador de Olin. Al parecer, Marc lo seguía, porque yo oía la voz tranquilizadora de Rivas: «Sí, señor, vamos, unos pasos más, señor», y luego el ruido chirriante de la cerradura del cajón al abrirse y Olin farfullando lo que Rivas nos contó la semana anterior cuando hablamos con éclass="underline" «Soy viejo y el tiempo de guardar secretos ha pasado ya. Incluso los secretos que guardé para mí mismo».

Crujido de papeles. Resultaba desesperante estar sentada en el coche de Marc sin saber qué había estado leyendo.

Un momento después, Olin dijo:

– Yo firmé una copia, Calvin firmó la otra. Julius Arnoff fue testigo de las firmas y depositó una tercera copia en el despacho de Lebold, en una caja fuerte.

– Pero ¿por qué la firmó? -exclamó Marc.

– ¿Calvin firmó una copia de qué? -grité yo.

– ¿El señor Bayard le envió la fotografía? -preguntó Marc.

– Me la dio en mano. Después de que Llewellyn me remitiese a él.

– ¿El señor Llewellyn? -repitió Marc-. ¿El propietario de T-Square?

– Usted trabaja en esa empresa, ¿verdad, joven? Olvidé que T-Square era su querida revista. Sí, él había firmado un montón de cheques y lo teníamos bien pillado. Bushnell quería encerrarlo: odiaba a los agitadores negros aún más que a los rojos, y supuso que Llewellyn era un agitador negro rojo. Pero yo sabía qué clase de escurridizo cabrón podía ser Calvin, de modo que creí a Llewellyn. Citamos a Calvin ante el comité. Se sentó allí sonriendo como si el mundo fuera suyo. Dios mío, odiaba esa sonrisa más que cualquier otra cosa de él. Dejé que siguiera sonriendo con esa suficiencia durante toda su declaración, y luego cometí un error.

Marc era un periodista demasiado experimentado como para presionar; esperó hasta que el propio Olin prosiguiera con la historia.

– Me enfrenté a él después de la comparecencia y le dije que teníamos el testimonio de Llewellyn. Que iba a incluirlo en el acta al día siguiente, que había acosado a Llewellyn para que extendiera esos cheques. A menos que comenzara a dar nombres. Y que si no lo hacía, iría a la cárcel. Contestó que tenía que pensarlo, pero yo sabía que Calvin nunca iría a la cárcel. Se quería demasiado a sí mismo; él no haría grandes gestos como Pelletier o Dashiel Hammett. Calvin volvió a verme dos días después con la fotografía de la bailarina. Y el nombre de Pelletier. Desde luego, ya teníamos a Pelletier en el punto de mira, y no nos importaba gran cosa la bailarina.

– Sólo lo suficiente como para destruir su carrera. -Marc habló con vehemencia, olvidando la imparcialidad que debe mantener todo periodista.

– Se destruyó ella misma, joven, al participar en esas actividades de comunistas. Pero nunca pudimos demostrar que les hubiera dado dinero ni que estuviera afiliada al partido, así que la dejamos marchar. Le dije a Calvin que tenía otro día para dar nombres importantes, y a la mañana siguiente apareció… con esa carta.

– ¿Con eso fue suficiente? ¿Por qué soltó al señor Bayard? -Marc parecía desconcertado, tan desconcertado como yo.

– Está ahí en el documento, joven. No quiero hablar de ello.

La cinta terminaba poco después, Marc dándole las gracias a Olin, y la puerta del apartamento cerrándose. Dejé que la cinta avanzara hasta el final, pero no había nada más en ella.

Geraldine y yo nos miramos en la oscuridad del coche.

– El joven fue a ver a Renee después de esto, ¿verdad? -dijo Geraldine.

– Marc era cuidadoso; no hubiera publicado nada sin investigar toda la historia -reconocí con tristeza-. De no haber sido tan buen periodista, no habría muerto.

52

ALGUIEN HACE EL EQUIPAJE

A la una y media de la madrugada llegamos por fin a Eagle River. No había nada abierto: ninguna gasolinera, ni siquiera un puesto de hamburguesas. Ojalá hubiese comprado más comida en el área de servicio en lugar de aquel insulso café, que me había hecho un agujero en el estómago y que ahora me hacía desear desesperadamente un cuarto de baño.

Eagle River es un pequeño pueblo lleno de hoteles. Vuelve a la vida en verano cuando los habitantes de Chicago se movilizan por miles hacia sus residencias de vacaciones. Algunos regresan en invierno para practicar algún deporte de montaña, pero a mediados de marzo todo está cerrado mientras los lugareños descansan entre una oleada de visitantes y la siguiente. Si no podíamos encontrar el refugio por nuestra cuenta, tendríamos que esperar a la mañana siguiente. Incluso tendríamos que dormir en el coche, pues en ninguno de los moteles por los que pasamos se veían luces.

Geraldine estaba consternada por todos los centros comerciales que bordeaban la carretera.

– ¡Todo esto es nuevo! Cuando vine aquí con Calvin, no existía ninguna de estas monstruosidades.

– ¿Cree que podremos encontrar el refugio con tantos cambios? -Yo estaba de mal genio-. Si no es así, tenemos problemas.

– No sea tan impaciente, jovencita. Sólo necesito orientarme un poco. Mire este mapa. Debería haber un bosque al noreste del pueblo.

– El Nicolet National Forest, sí.

– ¿Es así como llaman hoy a los North Woods? Hay que encontrar un camino en el bosque que pasa por el lago Elk Horn.

Estudié el mapa. El lago se encontraba a unos cinco kilómetros al noreste del límite del bosque. Me dirigí al norte atravesando el pueblo, encontré al este una carretera comarcal y avancé bajo una bóveda de gigantescos sicomoros y pinos.

En la oscuridad, con la nieve, el bosque se veía frío y amenazador, como los bosques siniestros de los cuentos de hadas, donde los árboles retorcidos albergan demonios. El pequeño Saturn resbalaba por la superficie nevada. Salí a inspeccionar el camino, a asegurarme de que no nos habíamos salido de él… y a agacharme temblando en la cuneta para aliviar mi vejiga.

No había rodadas de neumáticos más allá de nuestro coche. Si Catherine había venido por aquí, la nieve habría cubierto ya sus huellas. Pero ¿y Renee? ¿Cuánto tiempo tardaría la experta organizadora en descubrir adónde había huido su nieta en busca de refugio?

Tras una media hora de conducción difícil, avisté un cartel cubierto de nieve. Volví a bajar del coche. Indicaba el lago Elk Horn. Cuando se lo dije a Geraldine, cerró los ojos, reconstruyendo mentalmente los puntos de referencia. Había que tomar el segundo giro al norte.

Deseando con todas mis fuerzas que no hubieran añadido caminos desde la última visita de Geraldine, tomé el segundo desvío al norte. La nieve había cesado, pero el viento seguía azotando las ramas de los árboles en una atormentada danza. Me dolían los brazos; a duras penas podía mantenerlos sobre el volante, y el músculo dañado de mi hombro izquierdo comenzó a dolerme casi hasta el límite de lo soportable.

Tres kilómetros más adelante pensé que no podía conducir ni un metro más, cuando vi el cartel. Refugio Grand Nicolet, a cuatrocientos metros. Se lo dije a Geraldine y sonrió triunfante. No se había equivocado, y yo no habría podido encontrarlo sin ella.

Una pesada cadena que colgaba entre dos postes bloqueaba la entrada al camino. El refugio estaba abierto desde el 1 de mayo hasta el 30 de noviembre, según explicaba un rótulo colocado en la cadena, donde se ofrecía un número telefónico para las reservas. Si Catherine y Benji estaban allí, habrían rodeado los postes con el Range Rover. Era probable que lo hubieran hecho, ya que un arbusto a la izquierda parecía haber sido aplastado recientemente, pero el Saturn no estaba hecho para esa clase de proezas.