Vimos la llegada del desconsolado trío -los ancianos Whitby y una joven mujer- a O'Hare. Se metieron en un taxi mientras las cámaras y los micrófonos se abalanzaban sobre ellos.
– Los Whitby no dan crédito a la muerte de su hijo e insisten en que no estaba atravesando ninguna crisis sentimental que pudiera haberlo llevado a quitarse la vida. En directo desde Wheaton, Beth Blacksin para Canal 13.
– Gracias, Beth -dijo el presentador-. A continuación, nuestro reportero de Canal 13 Len Jimpson con los Cubs en Tucson. ¿Estarán ensayando alguna plegaria durante los entrenamientos de esta semana? No se vayan.
Era hincha de los Cubs desde hacía demasiados años como para abrigar alguna esperanza; así que apagué el aparato.
– ¿Es ése el estanque en el que estuviste tú, muñeca? -preguntó el señor Contreras -. A nadie se le ocurriría suicidarse en un lugar como ése. Y menos si viviera en una ciudad con un enorme lago a la vuelta de la esquina.
– Nada de eso tiene mucho sentido. Salvo que estuviera allí para encontrarse con alguien. -Le hablé de Catherine Bayard-. Lo que ignoro es si ella era una fuente de información a la que había ido a ver o su amante…
– ¿Su amante? ¿Una chica de dieciséis años y un negro… -se cruzaron nuestras miradas y se apresuró a rectificar-, y un hombre de esa edad?
– Por favor -tosí roncamente-. Usted es la única persona a la que he contado que vi allí a esa chica. Esta misma tarde he averiguado cómo se llama, y cuento los minutos que faltan para echarle el guante. Pero si Whitby no fue a New Solway para verla, ¿qué hacía allí? Quizá pueda hablar con alguien de su revista. Sé cómo son los periodistas de estirados, pero, después de todo, yo soy quien encontró el cuerpo de su empleado.
El señor Contreras me dio unas palmaditas en el brazo para animarme.
– Seguro que por la mañana se te ocurrirá alguna brillante idea, dulzura: te conozco. Ahora lo que tienes que hacer es irte a la cama y cuidarte ese resfriado.
Mientras lo ayudaba a recoger los platos sonó el teléfono. Miré el reloj: las diez menos veinte. Por poco no descuelgo, imaginando que o bien eran Beth Blacksin o Murray Ryerson para hablarme del informe del comisario sobre Marcus Whitby o, peor aún: Geraldine Graham reclamando más atención. Pero y si Morrell… Salté hacia el teléfono antes de que mi servicio de contestador pudiera coger la llamada.
– Es usted V.I. Warshawski, ¿verdad? Tiene la voz distinta. Soy Amy Blount.
– ¿Amy Blount? -Me quedé sorprendida. Nuestros caminos se habían cruzado el verano anterior: ella se había doctorado en Historia Económica y había escrito un libro sobre una compañía de seguros a la que yo investigaba. Nos respetábamos mutuamente, pero no éramos amigas.
– Lamento llamarla tan tarde pero… Harriet Whitby está conmigo. Fuimos compañeras de habitación en Spelman. Quiere hablar con usted.
– Por supuesto. Pásemela. -Intenté disimular mi desconcierto: no me sentía con fuerzas para hablar con la hermana del muerto -. Aunque no creo que pueda decirle nada que no le haya dicho ya el comisario.
– Le gustaría hablar con usted en persona. Es difícil de explicar, y no voy a intentar hacerlo por ella, pero, como nos conocemos, me pareció que a mí me resultaría más fácil llamarla que a ella… No sé si se acuerda, pero me dio su número de teléfono el verano pasado.
Era lógico que la hermana de Marcus Whitby quisiera hablar con la persona que había encontrado el cuerpo de su hermano. Tenía la mañana siguiente libre; le dije a Amy que iría encantada a su casa en Hyde Park si a ella y a la señorita Whitby no les apetecía acercarse hasta mi oficina.
– ¿Podríamos vernos ahora? Ya sé que es tarde, y me doy cuenta de que está resfriada, pero ella quiere verla esta noche, antes de que se lleven a cabo todos los preparativos para el funeral y no haya posibilidad de dar marcha atrás.
Pensé en la cama con añoranza, pero, tratando de aclarar la voz todo lo que pude, le dije que me pondría en camino enseguida. El señor Contreras me miró frunciendo el ceño e hizo chocar los platos deliberadamente.
Amy Blount lo oyó. Se disculpó nuevamente por molestarme a horas tan intempestivas, pero sólo por educación; pues quería que viera a Harriet de inmediato. No obstante, se ofreció a llevar a la hermana de Whitby a mi casa: Harriet y sus padres se alojaban en el Drake; Amy podía llevarla en su coche hasta mi casa antes de dejarla en el hotel.
Cuando colgué el teléfono me las arreglé como pude para echar al señor Contreras de casa. De ninguna manera aprobaba que concertase una cita tan tarde: estaba enferma, no conocía a esa gente y no había nada tan importante que no pudiera esperar hasta la mañana siguiente.
– Tiene razón -dije-, por supuesto que la tiene, pero se trata de la hermana del muerto. Hay que tratarla con especial consideración. Si se lleva los perros abajo podré descansar veinte minutos antes de que lleguen.
El señor Contreras estaba que bufaba, pero cuando me tapé con la manta hasta la barbilla y me estiré, dejó ruidosamente los platos en la cocina y se fue.
8
Un fuerte golpe en la puerta me despertó bruscamente cuarenta minutos más tarde. No había oído el timbre por la sencilla razón de que el señor Contreras estuvo pendiente de la llegada de mis visitas: las dejó entrar y las llevó arriba antes de que pudieran anunciarse por su cuenta. La forma en que controlaba mis compañías era una constante fuente de conflicto entre nosotros. Al menos la irritación que me provocó su entrometimiento me despejó lo suficiente como para saludar a las dos mujeres medianamente espabilada.
Amy Blount estaba igual que la última vez que nos habíamos visto, con sus largas trenzas estilo rastafari recogidas en la nuca, su expresión recelosa, seria. Rodeaba con un brazo a la otra mujer, cuyo rostro demacrado revelaba el cansancio y la tristeza del que ha perdido a un ser querido. Intercambiamos presentaciones y condolencias en un murmullo de voz. Una vez sentadas en el sofá, y mientras Harriet Whitby y yo tomábamos un té de hierbas y Amy Blount una copa de vino, me las ingenié para convencer al señor Contreras de que se bajara a su casa. Como última advertencia, dirigida a mis invitadas, dejó caer que no debía quedarme levantada hasta tarde: estaba enferma, ¿lo recordaba?
En cuanto se hubo marchado, Amy empezó a hablar:
– Cuando oímos su nombre en la tele le dije a Harriet que usted y yo nos conocíamos. Estuvimos hablando sobre lo que podríamos hacer, porque es un disparate pensar que Marc se suicidó. Era el más… bueno, yo no diría optimista, sino…
– Confiado. Era un hombro confiado -dijo Harriet Whitby-. Y sabía que nuestros padres no sólo lo querían mucho, sino que además estaban convencidos de que él llegaría lejos. Quedó finalista del Premio Pulitzer con una obra para el Proyecto Federal de Teatro Negro y había ganado muchos otros premios. Él no habría hecho algo así a sus padres.
Me abstuve de dar mi opinión. Debe de ser duro, cuando los demás confían en ti, hacerles saber que estás desesperado, pero pensé que no sería una buena idea sugerirlo.
– ¿Cómo lo encontró? -preguntó Harriet-. No conozco Chicago, pero Amy dice que la mansión donde… donde murió… está a unos sesenta o setenta kilómetros de distancia, en una lujosa urbanización de la que casi nadie ha oído hablar.
– ¿Su hermano no mencionó nunca New Solway ni Larchmont Hall a usted o a sus padres?
Ella negó con la cabeza.
– Pero trabajaba en historias muy diferentes. Ignoro si estaba llevando a cabo una investigación, o si tenía algún amigo allí. Hablábamos una vez a la semana, más o menos, pero nunca entraba en detalles, a menos que se tratara de algo que se estuviera convirtiendo… bueno, en algo cotidiano. ¿Creía que estaba en peligro? ¿Es por eso por lo que estaba usted allí?