– ¿Qué es lo que está viendo? -pregunté con voz ronca.
– ¿Qué es eso, jovencita? A mí no me gruñe nadie.
Intenté aclararme la garganta.
– ¿Qué ve? ¿Gente? ¿Luces fantasmales? ¿Coches?
– Veo luces en el ático. ¿No se lo había dicho ya? Si viene ahora mismo, encontrará a quienquiera que sea con las manos en la masa.
– Debe llamar a la policía, señora Graham. Yo vivo a más de sesenta kilómetros de su casa.
La señora Graham no tomó en consideración ese dato. Los policías habían demostrado lo ineptos que eran; esperaba que yo no fuera igual de ineficaz.
– Si alguien está utilizando Larchmont como vertedero de cadáveres, tiene que llamar a la policía de inmediato. No servirá de nada que yo llegue dentro de noventa minutos. Si quiere, los llamo yo.
Tomó mi ofrecimiento como una excusa.
– ¿Y cuál es su número directo, jovencita? Estoy cansada de dejarle mensajes a través del servicio de contestador. No son muy amables.
– Es la mejor manera de que usted se ponga en contacto conmigo, señora Graham. Buenas noches.
No quería volver a llamar a Stephanie Protheroe: un favor a altas horas de la noche me parecía más que suficiente. Finalmente me acordé del joven abogado de los ricos y famosos que estaba de guardia. Encontré su tarjeta, en la que figuraba el número de su busca, y lo llamé. Diez minutos después me devolvió la llamada. Estaba tan muerto de sueño como yo, pero me dijo que intentaría acercarse a Larchmont con algún policía de New Solway.
– ¿Me hará saber lo que encuentren? -pregunté-. Trabajo para la familia Graham, ¿sabe?
– Qué extraña es la vida, ¿verdad? -dijo-, tener que responder a las exigencias de los millonarios. Creo que nunca he oído ningún chiste de abogados que se refiera a este aspecto de nuestro trabajo.
Mientras esperaba, me preparé otra tetera de té de hierbas. Mi madre me educó en la creencia de que uno toma café como algo natural, y té sólo cuando se está enfermo. Me lo llevé a la sala de estar y tomé dos tazas mientras pasaba el rato viendo cómo Audrey Hepburn observaba a Gregory Peck con mirada melancólica. Cada vez que veía los ojillos de paloma de Hepburn, no podía evitar preguntarme si la policía de New Solway atraparía a Catherine Bayard colándose en Larchmont Hall.
Al cabo de una hora, Larry Yosano me llamó.
– ¿Señorita Warshawski? He ido a Larchmont con la policía de New Solway, pero no hemos encontrado a nadie. Dimos una vuelta alrededor de la casa y los cobertizos, y vimos que no se había forzado ninguna entrada. La compañía de seguridad nos ha confirmado que en ningún momento se suspendió la alarma. Recorrimos el estanque dos veces: le encantará saber que no hay más cadáveres. Tal vez la señora Graham confunde esas luces en el ático con las del tráfico que pasa por Coverdale Lane.
Era absurdo, pero dejé escapar un suspiro de alivio. Preveía muchas dificultades para dar con la joven Catherine Bayard, pero me alegraba saber que si era ella la persona que Geraldine Graham había visto en Larchmont Hall, hubiese terminado lo que estuviera haciendo antes de que llegara la policía.
9
Cuando volví a despertar el sol brillaba resplandeciente en el cielo. Yo, en cambio, estaba entumecida y congestionada. Comprobé que mi voz seguía pareciéndose más a la de Sam Ramey que a la de Renee Fleming. A duras penas me levanté de la cama y me vestí. La noche anterior, Harriet Whitby y Amy Blount -y después las exigencias de Geraldine Graham- me habían dejado para el arrastre. Estaba tan afónica que ni siquiera podía llamar por teléfono, así que no tuve más remedio que tomarme el día libre. Puse cintas de viejos conciertos de mi madre, escuché a Leontyne Price cantar a Mozart y tomé la sopa que el señor Contreras me trajo del mercado.
El miércoles aún seguía sorbiéndome los mocos, pero me sentía con la suficiente energía como para volver al trabajo. Me había levantado demasiado tarde, así que ya no encontraría en casa a Catherine Bayard. Para averiguar dónde podría abordarla, si en casa o en el colegio, llamé a Vina Fields, haciéndome pasar por una empleada de la mansión de los Bayard. Me atendió la secretaria de la directora.
– ¿Ha llegado puntual a clase Catherine Bayard esta mañana? Hoy ha tenido que ir en tren, pero creo que no ha cogido el primero -dije con mi voz de bajo profundo-. Le prometí que si llegaba tarde llamaría al colegio.
No me lo pusieron nada fáciclass="underline" tenían que proteger a sus estudiantes, pues un colegio de alumnos ricos era un blanco perfecto para los secuestradores. La información que saqué de Nexis sobre la familia Bayard bastó para convencerlos de que me dijeran que había llegado tarde a clase de álgebra. No quise tentar a la suerte preguntando a qué hora terminaba la jornada escolar de Catherine: al menos la chica estaba en Chicago y a una distancia razonable.
El descanso del día anterior me había resultado tan reparador que fui capaz de hacer una tabla completa de ejercicios, estirar mis entumecidos músculos, sudar modestamente la camiseta con las pesas y llevar a los perros a correr un rato por el barrio. «Abrígate bien, chica dura, si coges frío, además del resfriado que tienes, puedes caer seriamente enferma», volvió a advertirme el señor Contreras.
Cuando regresamos, me sentía mucho mejor. A veces resulta difícil creer que es mejor moverse que quedarse en la cama. Confiaba en que el día se me diera bien, ya que tenía los músculos más relajados.
Lotty Herschel me llamó para recordarme que esa noche cenábamos juntas: teníamos establecido vernos una vez al mes para no perdernos la pista.
– Sí, ya oigo que estás un poco enferma, querida, pero veo más gérmenes en una hora que todos los que tú pudieras contagiarme, así que a menos que te encuentres como para no salir, ven y deja que un poco de compañía te alegre la vida.
Su entrañable e irónica preocupación resultaba tonificadora. Me vestí rápidamente con un traje pantalón a rayas negras y verdes que me gustaba. Lo usaba para trabajar, pero la chaqueta tenía cierto estilo en el corte de cintura.
En la oficina empecé llamando a Darraugh para informarle de la madrugadora alarma de su madre. Darraugh estaba en Nueva York, pero su asistente me dijo que ella se encargaría de decirle que los hombres del comisario no habían encontrado señales de allanamiento de morada. Añadió que la señora Graham ya los había llamado a ellos dos veces. «No estaba segura de que usted hubiese entendido la importancia de su cometido, pero le garanticé que el señor Graham tiene plena confianza en sus aptitudes».
– No termino de entender qué estaba haciendo allí Marcus Whitby -le dije a Caroline-. Jerry Hastings, el médico forense del condado de DuPage, sólo hizo una autopsia superficial. Sería de gran ayuda que pudiéramos precisar la causa de la muerte con más exactitud; que pudiéramos tener la certeza de si realmente Marcus Whitby murió ahogado en el agua de ese estanque. ¿Crees que Darraugh estaría dispuesto a llamar al doctor Hastings? Hastings no haría caso a una detective privada de Chicago, pero… ya sabes cómo funciona el mundo. Los Darraugh son una familia prominente en DuPage desde hace mucho tiempo.
– Se lo mencionaré la próxima vez que hablemos -prometió Caroline.
A continuación telefoneé a Harriet Whitby al hotel Drake. Le dije que además de ganar tiempo antes de que entregaran el cuerpo de Marc, estaba intentando conseguir que alguien presionara al médico forense de DuPage para que hiciera una autopsia completa.
– Si no funciona ninguna de estas ideas, usted tendrá que convencer a su madre para que acceda a que se realice una autopsia privada.
– Lo intentaré -respondió ella sin mucho entusiasmo-. Pero ¿qué más va a hacer usted?