– Esta mañana Renee Bayard me decía que Taverner estaba obsesionado con el Comité para el Pensamiento y la Justicia Social. Se rumorea que Calvin Bayard les dio dinero. -Un rumor que yo misma había lanzado, pero él bien podía haber sido el mecenas mencionado en el archivo Ballantine.
– Oh, Calvin fue generoso con muchos grupos de izquierda en los años treinta y cuarenta. Nunca hubo dudas acerca de su postura política. Pero sólo porque publicara a conocidos comunistas como Armand Pelletier, no creo que nadie haya pensado seriamente que Calvin era comunista. Ni siquiera Olin cuando lo persiguió en los cincuenta. Creo que ellos eran sencillamente dos hombres que no se caían bien. Calvin era el éxito exuberante, Olin tuvo que fraguarse el camino poco a poco. Y además Olin tuvo dificultades por su homosexualidad, que usted acaba de mencionar. Y ya que estamos, sé que Darraugh Graham la contrató para que descubriera qué era lo que veía su madre en el ático de Larchmont. ¿Averiguó de qué se trataba?
Sacudí lentamente la cabeza. En cierto modo, había olvidado la pesquisa inicial que me había llevado a New Solway.
– Catherine Bayard me dijo que era su abuelo, que él tenía una llave de la antigua casa de los Graham.
Arnoff emitió un sonido similar al de un coche arrancando en pleno invierno; tras un momento de perplejidad comprendí que se estaba riendo.
– De modo que la joven Catherine tiene la sangre de los Bayard. Uno nunca sabe cómo se comportará la próxima generación, con tanto dinero como tienen.
– Pero cuando le pregunté por el tema a Darraugh, él se enfureció.
– Me temo que no tengo la confianza de Graham, jovencita; él se llevó sus asuntos legales a otra parte -dijo Arnoff-. Estaba muy apegado a su padre, y la actitud de la señora Drummond cuando MacKenzie Graham murió hizo que Darraugh huyera aquel verano. Tendría catorce o quince años. Al final regresó a Exeter para completar su educación, pero no creo que haya vuelto a pisar Larchmont.
– ¿Hubo algo particularmente complicado en lo que respecta a la muerte de MacKenzie Graham? -pregunté.
– Todas las muertes son complicadas. Según tengo entendido, MacKenzie se ahorcó.
– Pero ¿por qué? -exclamó Larry Yosano delatando su sorpresa.
– Estaba en esa edad -dijo Arnoff-. Según mi experiencia, las almas atribuladas o bien han aprendido a vivir con sus problemas para cuando cumplen los cuarenta y cinco años, o bien piensan que ya no merece la pena el esfuerzo. Realmente fue una desgracia que Darraugh encontrara el cuerpo de su padre. Creo que éste no sabía que en Exeter habían enviado a su hijo de vuelta a casa. MacKenzie estaba muy unido a su hijo. Dudo mucho que se hubiese suicidado, al menos en ese momento, de saber que Darraugh estaba allí.
Intenté digerir semejante noticia.
– Pero según el relato de la señora Graham, era un hogar infeliz. En primer lugar, ¿por qué ella se casó con el señor Graham? ¿Y por qué nunca se mudaron a una casa propia?
– Si usted hubiera conocido a la señora de Matthew Drummond, sabría la respuesta a ambas preguntas. De jóvenes, tanto el señor como la señora de MacKenzie Graham causaron grandes disgustos a sus padres, como me explicó el señor Lebold. La señora Drummond y el señor Blair Graham, es decir, el padre del señor MacKenzie, pensaron que el matrimonio los asentaría un poco. Cuando yo entré en la firma, la señora Drummond tenía sesenta y cinco años, pero seguía siendo una mujer de armas tomar. De entrada, se negó a trabajar con… -El señor Arnoff se interrumpió.
– ¿No quería trabajar con un abogado judío? -sugerí.
– Ella tenía prejuicios anticuados -dijo sin más-. Cuando Theodore Lebold me ofreció ser su socio, algunos clientes cambiaron de abogado, tal como hicieron otros cuando trajimos a Yosano, pero casi todos en New Solway vieron entonces, como ven ahora, que Lebold & Arnoff tiene siempre muy presentes los intereses de sus clientes.
24
El crepúsculo suavizaba la superficie del estanque, nublando el intrincado nido de algas, de manera que sólo se veían los nenúfares. Hasta la carpa muerta parecía limitarse a flotar cerca de la superficie a la espera de que aterrizara una mosca.
Cuando salí de la oficina de Arnoff, pensé en regresar a Chicago y dejar lo del estanque para el día siguiente, pero eso habría significado otro paseo a los barrios residenciales del oeste. Después de todo, estaría igualmente oscuro allí abajo, con todas aquellas algas, tanto si iba a las seis de la mañana como si lo hacía a las seis de la tarde.
Todo lo que quedaba en mi escaso arsenal era el obstinado deseo de descubrir qué le había dicho Taverner a Marc Whitby. Arnoff soltó unas cuantas indirectas que yo tendría que ser capaz de descifrar. Se sentía visiblemente orgulloso de conocer los secretos de New Solway. Como, por ejemplo, las indiscreciones que Calvin Bayard nunca debería haber puesto por escrito. O al menos debería haberse asegurado de mantener los papeles lejos de los avispados ojos de su hijo.
Tomé la salida hacia la autopista de East-West y me uní a la cola de kilómetro y medio que esperaba en el peaje. Arnoff dijo que nadie, ni siquiera Taverner, creía seriamente que Calvin Bayard fuese comunista. Entonces, ¿qué hizo para que su hijo acabara convirtiéndose en un ultraconservador? ¿Y qué era lo que dejó por escrito?
Avanzaba muy despacio en la investigación. Eso era lo que resultaba más frustrante de aquel desfile de prima donnas. Que todas sus vidas se encontraban entrelazadas por la historia, los matrimonios, las mentiras compartidas. Eran como un grupo de gente haciendo de trileros, que se reía mientras yo trataba de averiguar dónde estaba la pieza manipulada. Empezaba a dudar de que un matón del South Side pudiera estar a la altura de semejante pandilla de elegantes estafadores.
Dejé la autopista en Warrenville Road. A estas alturas del caso podía encontrar el camino hasta Larchmont Hall con el piloto automático. Cuando llegué, aparqué el Mustang detrás del garaje, donde quedaba oculto tanto de la carretera como de los bosques que lindaban con la propiedad de los Bayard. Si a alguien -digamos la joven Catherine o incluso Ruth Lantner- se le ocurría ir a Larchmont Hall en aquel momento, no podría ver el coche.
Antes de salir de Oak Brook me había detenido en un centro comercial para quitarme la ropa de trabajo y ponerme el bañador, la sudadera y los vaqueros. Volví a quitarme la ropa y a continuación me puse el traje de neopreno, no sin dificultad. Cuando terminé, sudaba por el esfuerzo, pero al mismo tiempo me sentía húmeda y helada al contacto con el frío material.
Me coloqué la linterna submarina que había comprado por la mañana. Sujeté el cordel y el pequeño cuchillo bajo el brazo, junto con las aletas y las gafas de buceo, rodeé el garaje con cautela y luego crucé el jardín que conducía al estanque.
Nunca había trabajado bajo el agua, pero aprendí a nadar en el lago Michigan. De hecho, mi primo Boom-Boom y yo volvíamos locas de preocupación a nuestras madres cuando nos metíamos en las sucias aguas del lago Calumet, que se encontraba cerca de casa. Es curioso comprobar que lo que encuentras divertido cuando eres niño y tienes una madre gruñona pendiente de ti, te parece horrible cuando eres un adulto. Si Boom-Boom estuviera aquí esto sería una aventura. Si Boom-Boom viviera, no me sentiría tan sola. Derramé unas lágrimas de autocompasión. Me las enjugué con enfado. Te salva la acción, V.I., me dije, burlándome de mí misma: ponte las malditas aletas y muévete.
El agua estaba tan asquerosa como imaginaba. Hice una mueca, luego me puse las gafas, me encajé el tubo respirador entre los dientes y me sumergí, tratando de ignorar el impacto del agua fría en la cabeza. Casi de inmediato me enredé entre un montón de raíces. De tanto tirar y patear para librarme de ellas, la sangre me empezó a correr a tal velocidad que dejé de sentir el frío, aunque también conseguí remover el barro del fondo, lo que me dificultaba la visión; la luz de la linterna sólo atravesaba unos cuantos centímetros de aquella oscuridad. Como me había figurado, no importaba que estuviera haciendo el trabajo tan tarde; tampoco la luz del día habría traspasado la enmarañada vegetación de la superficie.