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De vuelta en el motel, me tomé medio zumo con dos aspirinas: eso me sentaría tan bien como otras seis horas en la cama. El resto lo metí en el bolso junto con el pequeño cuchillo y la linterna. Dejé el cartel de «no molestar» en la puerta por si quería volver a utilizar la habitación, pero me llevé todas las cosas al coche: si me acompañaba la suerte, además de las fuerzas, quería irme a casa en cuanto terminara.

Mi capacidad de atención se encontraba en uno de esos momentos que sólo se alcanzan cuando se está exhausto. Dejé el Mustang detrás de unos arbustos a la entrada de Coverdale Lane. Quería acercarme a Larchmont a pie; no quería que el ruido del coche alertara a quien pudiera andar merodeando por allí.

Cinco noches antes el recorrido me habría asustado; el camino parecía no terminar nunca, y los animales nocturnos, terribles amenazas. Ahora que conocía la zona podía atreverme a ir a pie. Llevaba mi linterna submarina, pero la luna delineaba el camino con una luz fantasmal que hacía innecesario encenderla.

El movimiento me relajó los músculos, ayudando a que las aspirinas surtieran efecto. Estiré los brazos. Sentí tal punzada de dolor en algún músculo entre los omóplatos que solté un quejido. Esperaba no necesitar ese músculo precisamente esa noche.

Pasaron varios coches y tuve que esconderme tras los arbustos. Pensé en atajar por el campo, pero hacía menos ruido por donde iba. Suponía que Renee Bayard esperaría hasta la mañana siguiente para llamar al comisario, pero no podía asegurarlo; el obús se movía deprisa, y si pensaba que su nieta estaba encubriendo a un asesino, actuaría enseguida. También suponía que Catherine intentaría volver a escurrirse de las garras de su abuela esa noche, aunque tampoco tenía la certeza.

Al doblar hacia la entrada de Larchmont aminoré la marcha, deteniéndome periódicamente a escuchar los sonidos nocturnos. La caminata me había acalorado; sentía la brisa de finales de invierno en la espalda. Se había levantado un viento que hacía crujir las hojas secas, y me obligaba a detenerme a menudo; en mi estado de nervios, cada ruido me parecía el de alguien que se movía entre los arbustos.

Cuando llegué a la casa, recorrí primero los cobertizos para asegurarme de que estaba sola. A veces tenía la inquietante sensación de que Renee Bayard o el comisario de DuPage se abalanzaban sobre mí, pero no vi a nadie. Un fuerte golpe cerca del estanque me obligó a tirarme al suelo con el corazón desbocado, pero era sólo una pareja de ciervos de cola blanca, que, asustados por mi presencia, salieron corriendo.

Por fin crucé el jardín hacia la casa principal, por la entrada del lado oeste, donde las columnas blancas soportaban la galería de techo abovedado. Sin pensármelo dos veces, corrí los últimos seis metros, salté y me agarré de la viga que atravesaba ambas columnas. El músculo dolorido de mi espalda se resintió, pero me moví con rapidez, doblando los brazos, estirándome hacia arriba, enganchándome con las piernas a una de las columnas de manera que mis muslos soportaran el peso. Pasé un brazo por el borde del techo, encontré un saliente de piedra del que pude agarrarme, me incorporé y aterricé como un pez moribundo sobre la superficie curva.

Una vez recuperado el aliento, retrocedí hasta quedar contra la pared. Desde donde me encontraba podía ver mejor la finca. El único movimiento perceptible, además del viento sacudiendo las hojas secas, fue el de los ciervos, que regresaban al estanque. A través de las ramas desnudas de los árboles miré el cielo nocturno. Apenas se veía la luna entre los jirones de nubes, pero las estrellas brillaban con intensidad y parecían muy cercanas, como nunca se ven en la ciudad. Mi capacidad de atención disminuía: estaba a punto de quedarme dormida.

Levántate y concéntrate en el juego, Warshawski. Oía el vozarrón de mi entrenadora de baloncesto como si estuviera a mi lado. Me obligué a ponerme de pie y miré por la ventana que tenía detrás. Daba a un pasillo, pero se veían los detectores de señales del sistema de seguridad. Lo que significaba que tendría que trepar hasta el siguiente piso. No había ningún acceso fácil, ni columnas de las que colgarse, aparte de grietas y algún que otro hueco en la fachada donde apoyar la punta de los pies. Comencé a subir.

Siempre me ha parecido que trepar por las paredes es un deporte de lo más tonto. Tantear buscando dónde agarrarme, comprobar dónde metía los dedos, impulsarme para conseguir avanzar quince centímetros mientras me temblaban las piernas y todos los músculos, con la cara pegada al áspero ladrillo, de manera que cuando me deslizaba me arañaba desde la barbilla hasta la frente… Nada de eso me hizo cambiar de opinión.

Era consciente de lo visible que me hacía la ropa oscura contra el ladrillo encalado. Y que si no me agarraba bien y me caía, rebotaría en el techo abovedado que tenía debajo y me rompería… bueno, muchos huesos. Y que cualquiera que se escondiera dentro tendría tiempo suficiente para advertir mi presencia y esperarme con un poco de plomo. Una bala o una tubería, o algo fundido en un caldero, como hacían en la Edad Media. No paraba de sudar, y no sólo por el cansancio: para los detectives la imaginación no es precisamente un don.

Las ventanas del tercer piso tenían alféizares estrechos, no lo bastante amplios como para ponerme de rodillas, ni con el espacio suficiente para que extendiera las piernas como una patosa bailarina. Me colgué del borde del marco, jadeando, refrescándome la cara contra el frío cristal.

Antes de romper el vidrio comprobé si la ventana estaba cerrada o no. Aunque con esfuerzo, la pieza inferior se movía; el sistema de seguridad de los dos primeros pisos había vuelto demasiado confiados a Julius Arnoff y al propietario. En cuanto hubo suficiente espacio como para pasar el brazo, tiré del panel interior de la ventana para levantarlo. Tenía que pasar por el hueco de la ventana de guillotina como si fuera una figura egipcia, pero me las arreglé para deslizar la pierna derecha por el agujero, y así lentamente entrar a la casa.

Saqué la linterna del bolso y la encendí. Me encontraba en uno de los trece dormitorios que describía el periódico de 1903. En todos estos años a nadie se le había ocurrido darle una mano de pintura, o limpiarlo siquiera. Había una espesa capa de polvo en el suelo. Una fuga de agua dibujaba manchas marronáceas a lo largo del desvaído papel de la pared.

Caminé de puntillas por el polvo y abrí la puerta que daba a un largo pasillo sin alfombra. Me movía todo lo silenciosamente que podía, abriendo todas las puertas, mirando armarios, baños… sin encontrar nada. Me asomé escaleras abajo. Me encontraba en el extremo superior de la escalera principal. En el piso inferior, las balaustradas eran más grandes y elaboradas; presumiblemente, en la planta baja serían similares a las que había visto el día anterior por la mañana en casa de los Bayard.

En el extremo más alejado de la escalera principal se veían huellas en el polvo. Supuse que de Catherine Bayard. Las seguí hasta una puerta que había al final del pasillo. La abrí rápidamente pero en cuclillas, por si alguien comenzaba a disparar.

Nadie estaba dispuesto a llenarme el cuerpo de plomo. En lugar de eso, una vocecita asustada exclamó:

– ¿Catterine, eres tú?

26

LAS MANDÍBULAS DE UNA ALMEJA GIGANTE

Di un respingo y moví la linterna. En el descansillo de unas escaleras estrechas atisbé a un joven con sudadera y vaqueros. Tenía los ojos muy abiertos de puro miedo. Lejos de intentar atacarme, parecía demasiado asustado como para atreverse a hacer ningún movimiento.