– ¿Estás robando este coche?
– Lo tomo prestado -sonreí-. Se lo devolveré a su dueño mañana.
29
– Así que eres tú, mi querida muchacha… Hace mucho tiempo que no te dejabas ver por aquí. ¿Vienes a ayudarme con la misa?
El padre Lou estaba apoyado en la puerta de la rectoría en camiseta y vaqueros, con la cara aún enrojecida por el afeitado.
Mientras conducía por Ogden Avenue camino de la ciudad, pensé que si no llegaba a la rectoría antes de que el padre Lou comenzara a vestirse, podría colarme en la iglesia entre el puñado de vecinos que asistían al servicio de las seis de la mañana. Al final, aun habiendo tomado la ruta más larga, conseguí dejar el coche detrás del edificio a eso de las cinco y media.
Benjamin se había quedado dormido antes de llegar a Warrenville Road. Dejé la ventanilla abierta, pues necesitaba aire fresco en la cara para ahuyentar el sueño que me dominaba, pero al mismo tiempo encendí la calefacción con las salidas dirigidas al muchacho. El libro fue a parar al suelo cuando le venció el sueño; en un semáforo me agaché y se lo puse en el regazo para que no se inquietara al despertar. Se le había caído cuando íbamos por la cuneta, y me confesó -con un jadeo desafiante, como si esperase que fuera a golpearlo o a abandonarlo allí mismo- que era el Corán, el ejemplar de su padre, y que no podía perderlo.
– En ese caso, será mejor que lo cuidemos -fue todo lo que dije.
Cuando estábamos ya en el Jaguar, ambos con el cinturón puesto, me invadió una fatiga que me obligó a echar una cabezada. Me desperté a los pocos minutos sólo porque un helicóptero tronó justo por encima de nosotros, en dirección este. Parpadeé, con la esperanza de que viniera a llevarse al chico al hospital y no al depósito de cadáveres.
Metí una marcha y pasé despacio por el puesto de guardia. El hombre de la cabina hizo un gesto afirmativo: él estaba allí para vigilar a los que entraban. No importaba quiénes salieran.
Evité la autopista, y preferí ir por Ogden Avenue. Si Schorr emitía una orden de busca y captura, lo primero que harían sería interceptar las salidas. No sabían qué coche llevaba, pero sospecharían que había cogido el de otra persona al ver que no había ido a buscar el Mustang.
Aun a cincuenta kilómetros en las afueras, Ogden no era una calle bonita. Todas las poblaciones por las que pasaba parecían haberse puesto de acuerdo en que ése era el lugar ideal para los concesionarios de coches, los restaurantes de comida rápida, las gasolineras y los vertederos. Una vez que la calle cruza los límites de la ciudad, pasa de ser vulgar a ser sombría, y muere cerca de los bloques de viviendas protegidas de Cabrini Green. Cuando la Gold Coast empezó a extenderse hacia el oeste, derribaron algunos de esos bloques, pero los que quedaron, con sus ventanas rotas y sus plazas acribilladas de hoyos, siguen ofreciendo una imagen inquietante de la ciudad.
Había ya bastante tráfico en la carretera: los que entraban temprano a trabajar aparcaban los coches en los numerosos centros comerciales para tomar el primer café del día; los que terminaban el turno de noche se detenían a comer una hamburguesa. Hubo un momento en que volví a quedarme dormida durante la parada de un semáforo. El claxon del camión que tenía detrás me despertó de un susto; creí que había oído otro disparo, creí que estábamos rodeados. La adrenalina me mantuvo alerta el resto del viaje.
El motor del Jaguar era tan silencioso como una pluma que cae sobre una hoja, y su potencia hacía que cambiara de carril cada dos por tres o que fuera a cien en carreteras por las que había que circular a sesenta. Llevada por un impulso, mientras esperaba en un semáforo en Austin, justo antes de entrar en Chicago, llamé a Murray Ryerson desde el móvil. No le hizo mucha gracia que lo despertara, pero se espabiló enseguida, incluso se puso un poco agresivo, cuando le dije que me había encontrado con los agentes del comisario en Larchmont.
– Se pusieron como locos porque creían que había un terrorista árabe escondido por allí. Dispararon a alguien. No me apetecía mucho quedarme; no estaban tratándome muy bien, pero me quedé un poco intranquila con lo del disparo.
– ¿Y por qué iba a preocuparte que mataran a un terrorista? -preguntó.
– No creo que hayan disparado a uno, precisamente. Más bien creo que pudieron darle a un miembro de la familia Bayard. Puede que a la nieta de Calvin Bayard. Y si ha sido así, tratarán de mantenerlo muy, muy en secreto.
– ¿Viste el cuerpo? ¿Te basas en eso? -Murray era tremendo; me conocía desde hacía muchos años.
– Fui a primera hora de la tarde a buscar pistas sobre Marcus Whitby en el estanque de Larchmont Hall. Encontré su agenda, por cierto. -Eso parecía un tiempo y un espacio desconectados de donde me encontraba en aquellos momentos-. No importa, el caso es que aparecieron dos de los Bayard, y por la conversación que mantuvieron, me dio la impresión de que uno de ellos iba a volver. Eso es todo.
– Eso no basta. Ni de lejos. Háblame de la agenda de Whitby. ¿Has encontrado algo interesante?
– Sí, cuatro días de porquería de estanque. La voy a llevar a un laboratorio forense para que la sequen y la abran.
Otro bocinazo me recordó que estaba al volante. Colgué a toda prisa ante el graznido de indignación de Murray. Apagué el teléfono; si Murray quería devolverme la llamada, el sonido despertaría a Benjamín. Además, por el momento no quería decirle nada más, sólo asegurarme de que el teniente Schorr no diera carpetazo al asunto en caso de que hubieran disparado a Catherine.
En Western Avenue, la calle Ogden gira al noreste, muy cerca de un centro para menores.
– Tú no vas a ir allí, amiguito, si puedo evitarlo -le dije al muchacho, que dormía. Murmuró algo gutural, probablemente en árabe, y cambió de postura.
Doblé en dirección norte en Western y conduje unos cinco kilómetros a través de los grises barrios industriales de la ciudad. Las luces de las fábricas y de los camiones hacían difícil distinguir si estaba empezando a amanecer; en aquella zona el aire era gris y espeso tanto de día como de noche.
También nos encontrábamos cerca de los juzgados y de la cárcel del condado de Cook, de modo que había una nutrida presencia de coches policiales. Intenté concentrarme en el tráfico, y no en la posibilidad de que alguien estuviera buscando el número de matrícula de un Jaguar robado. Respiré más relajada cuando logré alejarme de la zona.
En North Avenue me encontraba ya a dos manzanas de mi oficina, pero volví a girar en dirección oeste, hacia Humboldt Park, donde el aburguesamiento aún no ha llegado a los barrios hispanos. Si había alguien persiguiéndome, iría directamente a mi oficina, pero creo que nadie me buscaría en una iglesia mexicana. Aparqué en una callejuela de atrás.
Me costó trabajo despertar a Benjamín, y más aún convencerlo de que se viniera conmigo a una iglesia cristiana.
– Sé lo que hacen los curas a los chicos en la iglesia. Sé que les hacen daño, que hacen cosas malas a los chicos.
– No en esta iglesia -dije tirando de él como de una muía terca-. Éste es el único edificio de todo Chicago donde podrás estar cómodo, donde te darán de comer y donde estarás a salvo. El cura es boxeador… -Me separé de él para hacer como que boxeaba-. Y ya ha escondido a otros fugitivos. Cuidará de ti.
– Él intentará que abandone mi fe, mi… mi… -buscaba una palabra-, mi verdad.