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– Adolescentes: quieren emoción constante. Probablemente ella le dio su palabra de no contárselo a nadie y le pareció que eso incluía a todo el mundo. La chica está en el hospital Northwestern. Conozco al capellán de allí. Dice que una bala le rompió el húmero, nada de vida o muerte. ¿Vas a ir a verla?

– Es probable. Pero no creo que deba decirle que Benjamin está aquí. Cuando ella lo protegía, aún no tenía a todas las comisarías del país pisándole los talones. Le diré que Benjamin está a salvo, pero no creo que deba preocuparse por tener que enfrentarse a un interrogatorio a causa del muchacho. No sé con qué interés van a tomarse los agentes del FBI y todos los demás la búsqueda de Benjamin. Puede que hablen conmigo y me dejen ir, o que me vigilen constantemente. Para no correr riesgos, debo dar por hecho que van a intervenir todos mis teléfonos, el de casa, el de la oficina, el móvil… y hasta puede que mi correo electrónico.

– ¿Crees que podrían acusarte según esa ley patriótica… como se llame?

Hice una mueca.

– Espero que no; en los últimos años he probado la cárcel demasiadas veces. De cualquier forma, si se mete en esto el FBI, y si de veras quieren a Benjamin, me perseguirá tanta gente que es posible que no pueda quitármela de encima. Así que cuando aparezca por casa, ya no podré volver a ponerme en contacto con usted. Ni usted conmigo. Si no puede acoger a Benjamin, dígamelo ahora para que pueda encontrarle otro lugar seguro.

– Últimamente parece que los federales no son capaces ni de seguir la pista de sus propias armas. Dudo que tengan gente para seguir el rastro de una chica por la ciudad. Con todo, más vale prevenir que curar. Los Irregulares de Baker Street: puedo enviarte a algunos de los más duros en bicicleta si necesitas ayuda; tu oficina sigue estando cerca de Milwaukee, ¿verdad? Un paseo para esos muchachos. Si me necesitas… -Sonrió, mostrando sus dientes amarillos-. Reza, Dios me lo hará saber.

O sea, que debería ir a la iglesia.

– Por lo que respecta al joven Ben, veré qué puedo hacer -continuó el padre Lou-. Creo que tienes razón, que no es más que un chico asustado que huye, en cuyo caso lo esconderé hasta que sepamos adónde llevarlo. Y si estuviera haciendo algo que no debe, se lo entregaremos al Tío Sam. En cualquiera de los dos casos, te lo haré saber.

– Hay otra cosa sobre él que debo decirte. Creo que vio lo que le sucedió a Marcus Whitby el domingo por la noche. Solía asomarse a la ventana del ático para ver cuándo llegaba Catherine, y desde allí se tiene una buena vista de casi todo el estanque. Si él vio a la persona que tiró a Whitby al agua… quiero saberlo.

El padre Lou se quedó pensativo, decidió que lo que yo le pedía era bastante razonable y asintió con la cabeza.

– Intentaré hacerle hablar. ¿Qué hay de Morrell?

Se me puso un nudo en el estómago.

– Anda detrás de algo importante pero no quiso contármelo por correo electrónico.

– Y tú estás enfadada.

– Estoy enfadada. Se supone que debo dedicarme a tejer como Penélope mientras él hace Dios sabe qué, en compañía de Dios sabe quién.

El sacerdote lanzó otra vez su risa ronca.

– ¿Tejiendo tú, querida muchacha? No eres de las que esperan pacientemente, así que no te quedes ahí sentada lamentando tu suerte. Muévete y ponte a trabajar. Yo tengo que terminar mi sermón.

Colorada de vergüenza, me levanté. El padre Lou me vio en la cara el reflejo del dolor que tenía en el hombro. Traté de no darle importancia, pero él me condujo por la iglesia hasta la escuela, que estaba en el extremo del edificio. Aunque era sábado por la tarde, el gimnasio estaba lleno de muchachos, algunos daban golpes a los sacos, pero la mayoría simulaba combates de boxeo. San Remigio ganaba premios estatales de boxeo, y todos los chicos del colegio soñaban con formar parte del equipo.

El padre Lou se detuvo para corregir la posición del brazo de un chico, a otro lo colocó más cerca del saco, y advirtió a otros dos que dejaran las peleas personales para cuando salieran del gimnasio. Todos asentían con seriedad. El padre Lou tenía el don de la verdadera autoridad. Podía regañar a sus chicos, pero nunca los decepcionaba.

Me llevó a una pequeña enfermería construida fuera del gimnasio. Después me entregó una toalla para que me la pusiera a modo de bata improvisada y me dijo que me quitara la sudadera. Me senté en un taburete de espaldas a él, cubierta con la toalla, mientras él me pasaba las manos por los hombros y el cuello. Cuando encontró el punto que más me dolía, me aplicó un ungüento.

– De muchacho solía usar esto con los caballos. Al poco tiempo volvían a estar listos para correr. -Volvió a lanzar uno de sus súbitos ladridos risueños-. Llévate un poco en un recipiente y, si tú no llegas, busca a alguien que te lo aplique. Mejor si te pones una venda. Deja esa apestosa sudadera aquí y llévate una de las nuestras.

Me alargó una gris y naranja de San Remigio, desteñida de tanto lavado, pero maravillosamente limpia. Cuando me la puse, mi trapecio ya se movía con un poco más de suavidad.

Me acompañó hasta la puerta trasera de la escuela, donde había dejado mi coche prestado.

– Si te metes en líos, vuelve por aquí. No tienes a nadie que te cuide, aparte de ese viejo y sus dos perros. -Volvió a reír-. Probablemente sólo le saco seis o siete años al señor Contreras, pero yo peleo con frecuencia y él no: los de inmigración y la policía de la ciudad vienen por aquí a menudo. Si el FBI quiere unirse a ellos, no se notará mucho.

Cuando arranqué el Jaguar y me marché de allí, noté el hombro sólo un poco mejor, pero en cambio me sentía mucho más animada. La voz de la verdadera autoridad también había surtido efecto en mí.

31

SUPERHEROÍNA

Como aún estaba fuera de toda sospecha -eso esperaba- fui a un lugar llamado TechSurround para enviar la agenda de Whitby al laboratorio forense al que acudo normalmente. Puedes hacer lo que quieras en TechSurround, desde fotocopias hasta enviar correos electrónicos. Utilicé el ordenador para escribir una carta a los del laboratorio, explicándoles dónde había encontrado la agenda. También les dije que quería ver cualquier papel que Whitby tuviera allí guardado y que necesitaba que hicieran el trabajo rápidamente; después lo metí todo en un sobre de plástico con burbujas.

Cuando estaba a punto de introducir el sobre en un paquete de FedEx, me di cuenta de que era sábado y de que el laboratorio no lo recibiría hasta el lunes. No quería usar mi teléfono móvil, por si hubiera alguien rastreándolo, pero lo que precisamente no tenía TechSurround eran teléfonos públicos. Me arriesgué a conectar el móvil un minuto y telefoneé al servicio de mensajería con el que trabajo, para que enviaran a alguien a TechSurround. Tenía pensado quedarme un rato más comprobando los mensajes.

Me senté delante del ordenador y consulté si tenía mensajes telefónicos o de correo electrónico, lo que me deprimió, porque no había ninguno de Morrell y sí un montón de Murray Ryerson. Catherine Bayard había resultado herida de bala, ésa era la noticia del día en Chicago, y él me estaba buscando por toda la ciudad -sobre todo porque en un principio en DuPage se había difundido que el autor del disparo era un árabe huido-. Pero ¿por qué rayos no le había hablado de los terroristas? ¿Acaso no sabía que la policía de tres jurisdicciones quería hablar conmigo? Mejor dicho, de cuatro si contábamos New Solway.

Le devolví un breve mensaje en el que le decía que era bonito que la quisieran a una, que no sabía nada de terroristas, que había dormido todo el día en un motel y que volvería a ponerme en contacto con él en cuanto todos los hombres y mujeres con uniforme policial se me hubieran echado encima. También envié un breve mensaje a Morrell, cerrando los ojos, tratando de recordar cómo era, cómo hablaba, pero una niebla gris me nubló la vista cuando pronuncié su nombre. «Morrell, ¿dónde estás?», susurré, pero eso no lo escribí. «Las últimas veinticuatro horas han sido una locura, cabeza abajo en un estanque y estrujándome para salir por la ventana de una mansión. Dondequiera que estés, espero que no pases frío, que estés a salvo y comas bien. Te quiero». Quizá.