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– Bien, dímelo a mí la próxima vez. Te garantizaré tus honorarios.

– En ese caso, usaremos el nuevo espectrómetro, Warshawski. Son quinientos pavos la hora, pero te alegrarán los resultados.

Colgó, complacido consigo mismo. Deseé que estuviera bromeando. O que los Whitby pudieran pagar la factura.

Luego telefoneé a Lotty, pero saltó el contestador. ¿Dónde estaba todo el mundo un sábado por la tarde? Necesitaba ahora mismo oír una voz humana. Dejé un mensaje diciendo que me encontraba bien, sólo un poco magullada física y moralmente, y que volvería a llamar a lo largo del fin de semana.

Por último eché otras dos monedas en el teléfono y llamé a mi vecino. El señor Contreras estaba previsiblemente molesto y locuaz. Él también había visto las noticias, y no sólo salía yo en ellas como alguien con quien el comisario Rick Salvi estaba deseando hablar, sino que además la policía había ido dos veces al apartamento en lo que llevábamos de día, y que dónde andaba y qué estaba haciendo.

Metí todas las monedas que me quedaban para contarle mi excursión nocturna en detalle, salvo, naturalmente, mi escapada con Benjamin. El señor Contreras aprobó con entusiasmo que hubiera salido del baño por la ventana para escapar del comisario, pero quería saber por qué entonces no había vuelto a casa.

– Estaba tan agotada que me quedé en un motel de la zona -dije-. Me desperté hace apenas un rato.

– Entonces no viste al árabe, ¿eh, muñeca? ¿Qué hacía allí esa chica, Catherine Bayard, en mitad de la noche? ¿Anda mezclada con un terrorista?

– Lo dudo. Quizá se veía con algún chico por allí y no quería que su familia se enterase. Acabo de utilizar la última moneda. ¿Podemos vernos en tu puerta de atrás dentro de diez minutos? Mi ropa es un desastre y quisiera cambiarme antes de hacer nada más. Por si acaso tienen el lugar rodeado, y sólo en el caso de que no hayan puesto a nadie por detrás.

Sonó la señal. La comunicación se cortó antes de que Contreras terminara su frase. Despidiéndome afectuosamente de la mujer que me había disputado el teléfono, me encaminé hacia la oscura tarde.

Encendí el móvil -Tierra llamando a V.I., una vez más- y me subí al Jaguar. Cuando arranqué, se me ocurrió que Luke podía borrar el número de serie y pintar el coche de azul en lugar de rojo. Sabía que debía devolverlo, pero conducir el coche más estupendo que había me proporcionaba más felicidad aún que el ungüento para caballos del padre Lou.

Subí por Western, pasé por un nuevo megasupermercado que había dado al traste con dos pequeños comercios, un pequeño local de reparación de electrodomésticos y la tienda de tartas y pasteles caseros de Zoe. Ah, el progreso. Crucé Racine, la calle donde vivía, y aparqué a cierta distancia.

Di la vuelta a la manzana, a fin de detectar cualquier presencia inusual en Racine. La tarde gris comenzaba a deshacerse en una neblina que disimulaba mi rostro de cualquier observador.

Si yo fuera un superhéroe de Clancy o Ludlum, habría memorizado todas las matrículas de coche de dos manzanas a la redonda, y estaría en condiciones de decir si estaban allí cuando me fui el día anterior por la mañana. Como a duras penas recuerdo el número de la matrícula de mi propio coche, me concentré en las furgonetas donde suelen esconderse aparatos de escucha, y coches con el motor encendido y donde hubiera alguien dentro. Uno de éstos era un coche de la policía de Chicago frente a mi propio edificio. Qué sutil.

Tras caminar otra manzana hacia el norte, doblé al este de nuevo y atajé por el callejón trasero de mi edificio. No había coches de la poli que calentaran el aire nocturno detrás de mi casa. Una mujer que reconocí estaba tirando la basura, pero no había nadie más en el callejón.

El señor Contreras me esperaba al otro lado de la verja, junto con los perros. Los tres me recibieron con visible regocijo. Mientras estábamos fuera le expliqué que cabía la posibilidad de que hubiera vigilancia electrónica en el edificio.

– Probablemente no. -No creía que el hecho de que yo hubiera estado en una casa de la que había huido un árabe justificara tanta atención-. Pero tampoco estoy segura. Así que no me diga nada a mí que no quisiera que oyese Clara.

En la oscuridad, más que ver, noté lo violento que se sentía mi vecino. Clara era su querida esposa, muerta hacía muchos años. Rápidamente cambié de conversación, y le dije que había cogido prestado un coche y que tenía que dejarlo en algún lugar cercano a su dueño.

– Voy arriba a cambiarme de ropa, y luego me gustaría ir a New Solway y recoger mi Mustang. ¿Quiere acompañarme?

Estaba encantado de formar parte de mi aventura. Lo dejé en su cocina y subí a mí apartamento.

La sala de estar de mi casa da a la calle Racine, de modo que me moví en la oscuridad, intentando recordar dónde había dejado las cosas, como la banqueta del piano. Sólo me golpeé en la espinilla una vez. Como nadie parecía vigilar la parte trasera, encendí las luces de la cocina y del dormitorio, asegurándome primero de que las cortinas estuvieran echadas y la puerta trasera cerrada. Después de la noche que había pasado en Larchmont Hall, el apartamento se me antojó diminuto, pero me alegraba encontrarme en una casa pequeña. Era como un manto que me protegía.

Estaba hambrienta, y realmente me hacía falta una buena comida. En las últimas veinticuatro horas había comido una porción de tarta, unos huevos revueltos, tostadas y té. Puse agua para hervir pasta. En el congelador encontré parte de un pollo asado. Lo metí en el microondas mientras iba a cambiarme.

A los músculos de mis hombros no les gustó que intentara ponerme un sujetador, pero apreté los dientes y lo hice: era importante no dejar entrever nada, ni siquiera bajo la sudadera, si finalmente tenía que enfrentarme con la ley. Puse parte del ungüento del padre Lou sobre un cepillo de baño para poder pasármelo por la zona dolorida. Tenía un olor fuerte, no desagradable, que me recordaba a establos o a vestuarios. Acordándome del consejo del padre Lou de vendar la zona afectada, me puse una gasa que saqué del botiquín del baño. Me las ingenié para ajustaría lo bastante como para mantener el músculo inmóvil. Con los vaqueros limpios y unos zapatos cómodos, me sentí con fuerzas para seguir adelante. Mis deportivas habían pasado por una dura prueba tras la escalada en Larchmont. Tendría que estirar el presupuesto para comprarme un par nuevo.

Aún tenía una lechuga con buen aspecto, una bolsa de zanahorias y unas judías verdes en el frigorífico. Me preparé una buena ensalada, que acompañé con el pollo y la pasta, y comí sentada a la mesa de la cocina. En muchas ocasiones comía en el coche, o de pie por la casa, a punto de salir corriendo. Pero en aquel momento quería hacer las cosas despacio, sin precipitarme ante lo que se avecinaba. Cuando terminé de comer, lavé los platos, incluyendo los que había dejado en el fregadero en los últimos días. Cogí un bote de detergente y una esponja, bajé despacio las escaleras y pasé a recoger al señor Contreras y los perros. Salimos por detrás, y bajamos por el callejón hasta donde estaba aparcado el Jaguar.

32

EL COCHECITO DE GOLF

Las carreteras del oeste estaban despejadas; hicimos los sesenta y cinco kilómetros del viaje en cuarenta y cinco minutos. Fue un alivio y una sorpresa que el Mustang siguiera detrás de los arbustos donde lo había dejado. Quizá los oficiales de Schorr no lo habían visto; quizá el coche de la policía era para interceptar a Benji en vez de para buscar mi coche. Pasamos el Mustang y aparcamos el Jaguar en la entrada de Larchmont.

Mientras los perros husmeaban entre los arbustos, el señor Contreras y yo limpiamos el Jaguar. A mí me preocupaba no dejar ninguna huella de Benji, pero a él le hacía feliz pensar que estaba eliminando pelos de perro y huellas digitales mías. Lo dejamos a la entrada, con las llaves de contacto puestas, para que lo encontrara algún policía de New Solway.