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– No necesito la presencia de ninguno de ustedes para examinar los documentos -dijo el federal con su voz monocorde.

– No pienso dejarle solo en mi apartamento -intervine con firmeza-. Podría colocar pruebas falsas. Podría robar algo.

Cuando declaró que él era un hombre honesto, dije alegremente:

– Ya se: el señor Contreras y los perros pueden quedarse con usted. Asegúrese de hacer una relación detallada de todos los documentos que se lleve J. Edgar, señor Contreras. Y, por el amor de Dios, no deje que se lleve mis facturas a menos que prometa pagarlas: no puedo permitirme que me corten la luz.

La idea de pasar una tarde con los perros y con mi vecino hizo que el federal decidiera que tal vez mis papeles no valiesen la pena. Probablemente el caos de cartas y libros del salón y del comedor habían contribuido a que se echara atrás. En todo caso, salió de mi «lugar de residencia» junto con los otros policías. Cerré y los seguí escaleras abajo con los perros.

En la puerta de entrada, el señor Contreras me dijo rápidamente que no me preocupara, que si no estaba en casa a medianoche llamaría a Freeman para que me buscase. Salí con los cuatro agentes, incluyendo al oficial de DuPage, que no había dicho ni una palabra desde que habíamos entrado. Se dirigió a su coche sin despedirse de sus colegas siquiera. Al menos el agente del Gobierno agradeció a los policías la «cooperación intergubernamental».

En el coche de la policía me enteré de que el oficial de DuPage estaba de mal humor porque los policías de Chicago habían desobedecido sus órdenes. A los dos hombres les pareció un buen chiste tan bueno que lo compartieron conmigo a través de la mampara, aunque no pudieron -o no quisieron- decirme por qué íbamos a la comisaría central de Chicago.

– En cuanto lleguemos allí lo sabrá, señorita -dijo el que conducía. Al menos me decían «señorita» en lugar de «chica», y no iba esposada.

El conductor tardó doce minutos en recorrer los ocho kilómetros en dirección sur, con las luces azules encendidas, y poniendo la sirena de vez en cuando para que se apartaran los coches. De ser presidente me habría sentido importante, pero, cuando llegamos al garaje subterráneo que había en la parte trasera de un edificio de hormigón, lo único que sentía era desasosiego.

La comisaría central de la policía había estado siempre en la 11 con State. A veces había ido con mi padre cuando él tenía una reunión o necesitaba completar informes especiales de alguna clase; el jefe de patrulla me tiraba de los rizos y me daba un centavo para la máquina expendedora mientras mi padre y él se contaban los chismes del departamento. Sentí nostalgia de aquel lugar, con el suelo de linóleo desgastado, y de las oficinas, que parecían madrigueras de conejo. El nuevo edificio era frío y poco amigable; demasiado grande, demasiado limpio, demasiado reluciente.

Mi escolta me dejó con una sargento que estaba ocupada hablado por teléfono. Leí los anuncios que había en la pared. Eso, al menos, todavía no había cambiado: armado y peligroso, fue visto por última vez conduciendo, recompensa salarial, desaparecido desde el 9 de enero.

La sargento llamó a una oficial uniformada, una mujer de constitución robusta, cuyo cinturón formaba una gigantesca M entre su pecho y sus piernas.

«Tienes que cruzar ese solitario valle -canté para mis adentros, siguiéndola por el pasillo hasta un ascensor-. Debes cruzarlo tú sola».

– ¿Es tan malo? -preguntó mientras subíamos al primer piso-. Lo que ha hecho usted ¿es tan malo para que haya tanta gente a su alrededor?

Hice una mueca.

– Anoche me escapé de un feo teniente del condado. Pero por qué eso hace que me escolten tantos hombres, no lo sé. De hecho, ni siquiera sé de qué me acusan.

Mantuvo abierta la puerta del ascensor hasta que me encontré frente a ella en el vestíbulo: nunca dejes a un sospechoso solo en un ascensor.

– Bueno, ya hemos llegado, así que supongo que lo averiguará enseguida. -Abrió una puerta, saludó y dijo-: Aquí está, capitán. -Y se fue.

No me fijé en cuántas personas había en la habitación, o a quiénes conocía, de lo sorprendida que me quedé cuando vi al hombre al que acababa de saludar mi guía.

– ¿Bobby? -exclamé-. ¿Qué haces tú aquí?

34

¿QUÉ DERECHOS?

Bobby Mallory -el capitán Mallory- había sido el protegido de mi padre en la policía; mi padre había sido uno de los testigos de la boda de Bobby y Eileen. Si mi madre hubiera creído en padrinos, Bobby habría sido el mío. Pero nada de eso produjo un chispazo de alegría en sus ojos al verme. Nada que tenga que ver con mi trabajo le produce alegría, y estaba tan serio como si… en fin, como si hubiera ayudado a escapar a un terrorista.

Sentí que me flaqueaban las rodillas: ¿se habría enterado de alguna manera de que había llevado a Benjamin Sadawi con el padre Lou? Al menos tuve la astucia de mantener la boca cerrada mientras buscaba una silla donde sentarme.

Luego sí tuve tiempo de observar a los que estaban a la mesa. Conocía a algunas personas, al menos de vista, pero cuatro de ellas me eran completamente ajenas. La mujer larguirucha con ojeras que tenía al lado era la fiscal del distrito del condado de Cook; nos habíamos visto varias veces en los tribunales. Por supuesto, conocía al subordinado de toda la vida de Bobby, mi en otro tiempo amigo Terry Finchley. El teniente Schorr, que había hecho un largo viaje desde Wheaton, me observaba como si hubiera preferido que sus hombres me hubiesen disparado a mí en lugar de a Catherine Bayard. Stephanie Protheroe, sentada junto a él, no me miraba. También había trabajado en alguna ocasión con -o cerca de- Derek Hatfield, del FBI.

– Vicki -dijo Bobby -. Estábamos esperando que aparecieras. Tienes mucho que explicarnos, chica. El superintendente me pidió que dirigiera el grupo que se encarga en Chicago de los asuntos de terrorismo, y parece que hay una conexión entre un terrorista, un supuesto terrorista, que vivió en Chicago, y el hombre con el que te cruzaste anoche en DuPage. Todas estas personas, muy ocupadas, han estado esperando para hacerte unas preguntas, así que comencemos de una vez.

El teniente Schorr y un hombre que no reconocí empezaron a hablar al unísono.

– Un momento -protesté-. Ustedes, personas muy ocupadas, saben quién soy: V.I. Warshawski, Vicki únicamente para el capitán Mallory. Y a mí me gustaría saber sus nombres y cargos.

El atildado espécimen que estaba junto a Derek Hatfield era ayudante del fiscal del Distrito Norte. Además de la oficial Protheroe, Schorr había llevado a un ayudante del fiscal de DuPage, un hombre que parecía hermano gemelo de su homólogo del Distrito Norte: joven, blanco, tupido pelo castaño perfectamente peinado. Todos los que estaban en la habitación tenían un compañero. Ojalá me hubiera llevado a Peppy.

Habían instalado micrófonos en la mesa; una joven uniformada del Departamento de Policía de Chicago se sentó en un rincón con un equipo de sonido y auriculares. La habitación y el sistema de sonido eran mucho más modernos que lo que había visto en la oficina del comisario la noche del domingo anterior; imaginaba que Schorr estaría impresionado.

Tras los saludos de rigor, Schorr y el ayudante del fiscal del distrito volvieron al ataque: Schorr quería saber por qué había huido antes de que él pudiera interrogarme, y el ayudante estaba furioso porque los federales habían estado buscando a Benjamín Sadawi durante cuatro semanas, y yo había estado a escasos centímetros de distancia del chico sin decirles a ellos ni una palabra.

– ¿Benjamín Sadawi? ¿No es el que trabajó de friegaplatos en ese elegante colegio de Gold Coast? -Hice una breve pausa, con la esperanza de que dejaran de imaginarse a un gigante con la cabeza tapada por un pañuelo y comenzaran a vislumbrar a un esquelético adolescente-. No sabía que me encontraba a escasos centímetros de él. En Larchmont Hall no había nadie cuando yo entré. Los hombres del teniente Schorr creyeron que quienquiera que se escondiese en el ático saltó por la ventana del tercer piso cuando él, o ella, me oyó entrar.