Renee torció el gesto: no le gustaba mi tono, o no le gustaba la relación secreta con su hijo que implicaban mis palabras.
– Ya es hora de que salga de la habitación de Catherine, pero puede esperar fuera. Quisiera hablar con usted sobre lo que ocurrió el viernes.
Más órdenes de los ricos y poderosos. No le gruñí porque necesitaba que me dijera algunas cosas, como por ejemplo si había estado en el lugar de los hechos el viernes por la noche, y qué clase de preguntas le había hecho el comisario. Pero sobre todo necesitaba estar a solas con Edwards Bayard.
Fuera, en el pasillo, me apoyé en la pared, escuchando junto a la puerta, pero los murmullos eran ininteligibles. El guardia me miraba fijamente. Esperaba que recordara mi cara como la de alguien con libre acceso a la habitación de Catherine.
Paseé hasta la ventana del otro extremo del pasillo. Tal como me imaginaba, el ala privada tenía una magnífica vista del lago, y justo debajo estaban tirando un bloque de apartamentos, para seguir ampliando el hospital. Estaban derrumbando el edificio poco a poco, en lugar de convertirlo en escombros de una vez; supuse que semejante estruendo causaría estragos en el pabellón de enfermos cardíacos. Allí donde se había derribado una pared exterior, pude ver una cañería que se balanceaba y una cama que alguien había dejado olvidada.
Después de unos diez minutos, Renee Bayard salió del cuarto con su hijo. Con una penetrante mirada, le dijo al guardia que las únicas personas que podían pasar eran la enfermera privada, los dos médicos cuyos nombres el guardia ya sabía, ella y Edwards. Nada de voluntarias con flores, ni investigadoras privadas, ni, desde luego, ningún policía. Si algún agente intentaba pasar, el guardia debía avisar a Renee de inmediato, ¿estaba claro?
Cuando el hombro asintió, olla me indicó que la siguiese y nos dirigimos a la recepción. Edwards y yo éramos aproximadamente de la misma altura, le sacábamos la cabeza a Renee, pero casi tuvimos que trotar para seguirle el paso.
Bajando en el ascensor, Renee mantuvo una conversación informaclass="underline" el médico tenía buenas razones para creer que esa misma noche podrían suspender la administración de morfina; ella esperaba que Edwards estuviese de acuerdo. Catherine permanecería en el hospital un par de días más; le llevarían su ordenador portátil para que pudiera chatear con sus amigas; tenían que decidir cuándo podían comenzar las visitas de sus amistades.
Al final, Renee nos condujo hasta la entrada, donde esperaba un coche. Le dijo al conductor que nos llevara a su casa.
– A la casa de Banks Street, Yoshi. La señorita Catherine está muy débil, pero consciente y alerta; estamos muy contentos con su mejoría.
Muy a mi pesar, sentí simpatía por Edwards, que no había tenido oportunidad de añadir nada tras decir: «Sí, no quería que siguieran administrándole morfina ni un minuto más». Tenía que haber sido difícil crecer con una personalidad tan fuerte a su lado. Tal vez por eso había buscado refugio en las causas de la derecha, un tabú para sus padres.
37
Una vez en el apartamento de Banks Street, Renee se detuvo para indicarle a Elsbetta que quería el café en el estudio, luego se deslizó por el pasillo sin volverse siquiera para ver si su hijo y yo la seguíamos. Edwards se apresuraba a ir detrás de su madre, sin dirigirme la palabra y cabizbajo porque Renee lo trataba como a un niño de ocho años. Yo miraba con curiosidad todos los cuartos por los que pasábamos, sobre todo un amplio salón con piano de media cola y paredes llenas de cuadros. El pasillo estaba repleto de antigüedades. Edwards dio unos golpecitos con el pie cuando me detuve a examinar un cuenco que parecía griego. Pregunté por su antigüedad, pero él se limitó a decirme que lo siguiera y me hizo pasar a una sala que daba al jardín trasero.
Aquél parecía ser el espacio privado de Renee, donde tenía tanto su equipo de oficina como las comodidades del hogar: libros, fotos familiares, alfombras gastadas y sillones cómodos. Había también un rincón con sillas de trabajo, y fue allí donde nos indicó que nos sentáramos.
– Edwards y yo queremos saber cómo conoció a Catherine. No más historias, por favor, sobre entrevistas para tareas escolares.
Renee Bayard tenía la fuerza impersonal de un huracán; uno no podía ofenderse, sino echarse a tierra o dejarse arrastrar. Sonreí.
– Ése fue un cuento de Catherine. Aunque en ese momento me sentía bastante furiosa con ella, me quedé admirada por su ingenio para resolver la situación al instante.
– Eso no responde a la pregunta. ¿Cómo se llama? Antes no necesitaba recordarlo.
– V.I. Warshawski.
Le entregué una de mis tarjetas.
– Sí, ya veo. Vale. ¿A qué vino aquí el… miércoles por la tarde? ¿Por qué siguió a Catherine hasta aquí? ¿Y por qué fue el jueves a New Solway a fastidiar a mis empleados?
– Señora, tengo un gran respeto por su marido, y también, poco a poco, por usted, a medida que la voy conociendo, pero no debe saltarse los hechos para llegar a la conclusión que le interesa.
Edwards levantó las cejas; por lo visto no estaba acostumbrado a ver que nadie se enfrentara a su madre. Renee se me quedó mirando.
– ¿Y qué hechos cree usted que me estoy «saltando»?
– Usted supone, o quiere creer, que seguí a Catherine hasta aquí la semana pasada.
Elsbetta entró con un carrito en el que había un juego de porcelana decorativa. Una vez que nos sirvió y se fue, Renee continuó como si no hubiera habido ninguna interrupción.
– Sé que no fue Darraugh Graham quien le dio su nombre a Catherine. ¿Cómo la conoció?
Le hablé de cómo encontré a Marcus Whitby, de mi investigación sobre su muerte, y de por qué quería hablar en primer lugar con Catherine; ya parecía inútil ocultar la presencia de Catherine en Larchmont el domingo por la noche. Incluso le hablé a Renee de mi presencia en el estanque el viernes, pero no le dije que oí la conversación entre Catherine y ella. Y me mantuve fiel al relato de que encontré la puerta de la cocina de Larchmont Hall abierta: no quería que empezaran a circular distintas versiones de mis actividades.
– Me sorprendió que llegara de pronto la gente del comisario -dije-. Y me pregunté si habría sido usted la que los había alertado de que había alguien en la casa.
La mano de Renee no se detuvo mientras se llevaba la delicada taza a los labios. Bebió y la volvió a dejar en su sitio.
– ¿Y qué le hizo creer algo así?
– Usted sabía que Catherine merodeaba por Larchmont en la oscuridad; ella no iba a decirle por qué. Tiene un espíritu vehemente, pero es muy joven; tal vez usted pensó que ella podía no darse cuenta de si alguien a quien ella había decidido ayudar era peligroso. Tal vez pensó que protegía a alguien al margen de la ley, alguien a quien ella veía románticamente como un Robin Hood. No sé cómo pensó usted en algo así, pero sabía que Catherine cumpliría la promesa de protegerlo a pesar del fuerte lazo que existe entre usted y ella. Lo que quería usted era encontrar a esa persona y sacarla de Larchmont.
– Entonces tú sabías que ella deambulaba por allí -dijo Edwards a su madre-, ¡Y no hiciste nada por detenerla!
– Me enteré el viernes. -Por primera vez Renee estaba a la defensiva-. Llamé a Rick Salvi para decirle que alguien se ocultaba en la casa; claro que no le dije que era un conocido de Catherine.
– Aun así -estalló Edwards-, deberías…
– Pensé que tenía a Catherine bien vigilada -dijo Renee-. Fui a verla a medianoche, justo antes de llamar a Rick, y ella estaba, o parecía estar, durmiendo. Pensé que el problema estaría resuelto antes de que ella se despertara por la mañana. Sin embargo, debió de esperar a que yo entrara en la habitación para ver si dormía, luego salió por la ventana hacia el techo del porche y se deslizó por una columna hasta el suelo. Al oír disparos que provenían del bosque, volví a su dormitorio y vi que no estaba. Creo que nadie había recorrido la distancia entre mi casa y Larchmont tan rápidamente como yo aquella noche. Lo que fue una suerte, ya que cuando llegué todos miraban a Catherine tendida en el suelo como si de una película se tratase. Ni siquiera habían llamado a una ambulancia.