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Renee miraba ausente su taza vacía.

– Tal vez los hombres del comisario se la llevaron como prueba, o quizá, con tanta gente corriendo de un lado para otro, alguien la tiró al estanque sin querer. ¿Por qué no la guardó cuando la encontró?

Sonreí.

– Estaba helada. Ya me había resfriado cuando saqué del estanque el cadáver del señor Whitby el domingo por la noche, y no quería caer enferma otra vez. Fui a un motel para cambiarme de ropa y luego me vi envuelta en toda la aventura a causa del joven Benjamín Sadawi. Cuando finalmente volví al estanque, la máscara ya no estaba.

– ¿Era una de las que papá le compró a Kylie Ballantine? -preguntó Edwards.

– Es más que probable -respondió su madre-. Fue una de sus formas de ayudar a Kylie. Él insistió en que todos en New Solway tuvieran una. Fue el año que nos casamos; recuerdo la fiesta en la que sacó las máscaras del estudio y acabó convenciendo a los Fellitti y a Olin de que compraran una.

– ¿Fue entonces cuando la señora Graham compró la suya? -pregunté.

Renee tardó en contestar.

– Seguramente. Fue hace más de cuarenta años y entonces aún no conocía bien a toda aquella gente. Recuerdo la insistencia de Calvin para que Olin comprara una. Por supuesto, a Olin sí que lo había tratado, porque yo había colaborado en la defensa de Calvin en Washington; fue así como nos conocimos. -Renee esbozó una triste sonrisa-. Mujeres inquietas como yo yendo a Washington en tren, tecleando discursos y notas de prensa sobre personas que estaban siendo investigadas. El Congreso podía permitirse presupuestos generosos, pero Calvin…

– No tenía más que su fortuna privada para pagar las facturas -interrumpió Edwards- ¿O por entonces aún no era una fortuna? Tal vez sintió reparos y por eso utilizó sus encantos con colegialas ambiciosas como tú, mamá.

Renee Bayard le devolvió a su hijo una mirada turbia, pero no contestó. Era la segunda vez que Edwards insinuaba que la fortuna de su padre era precaria, acaso ilusoria, y la segunda vez que su madre cortaba los comentarios de raíz, pero ninguno de los dos habló. No supe cómo seguir con el tema, de modo que regresé a la máscara del estanque.

– Aun cuando la señora Graham comprara arte africano sólo para contentar al señor Bayard, no me la imagino arrojando la máscara al estanque para deshacerse de ella. ¿Es posible que lo hiciera su madre?

A Renee se le congeló la sonrisa.

– A Laura Drummond no le gustaba el arte africano, y no era tímida a la hora de manifestar sus opiniones: se sentía como una portavoz de Yahvé y opinaba sobre cualquier cosa, desde el matrimonio hasta… bueno, las máscaras. Pero no me la imagino arrojando nada a su estanque, ni siquiera arte africano: valoraba la educación por encima de todo lo demás. Quizá Geraldine lo hizo para mostrarle a Calvin hasta qué punto desaprobaba que llevara a su novia de la infancia a New Solway.

Recordé el comentario de Geraldine Graham acerca de la pena que había sentido por Renee Bayard, hasta que se dio cuenta de lo bien que ésta sabía cuidarse sola.

Como si se hiciera eco de ese pensamiento, Edwards se puso de pie.

– Estoy seguro de que pasara lo que pasase, ella no podía compararse contigo, mamá. Vuelvo al hospital. Ese guardia no me parece de fiar. No sé de dónde lo has sacado, pero mañana me ocuparé de que Spadona nos envíe a alguien mejor. Prefiero estar en la habitación por si se le ocurre dejar pasar a la policía de cualquier jurisdicción. Papá y tú habréis convencido a Trina de que mis valores son despreciables, pero sigue siendo mi hija, no la tuya. Y la quiero.

– Querido, estamos en desacuerdo en demasiadas cosas, pero no en nuestro amor por Catherine. Iré más tarde, pero te dejaré estar a solas con ella, y quisiera tratar un último asunto con la señorita… Lo siento, suelo ser mejor con los nombres.

Seguí a Edwards fuera del salón. Cuando Renee dijo ásperamente que tenía algo más que decirme, le contesté con un «vuelvo enseguida» por encima del hombro.

Edwards intentó escabullirse, pero le obligué a mirarme a la cara. Frunció el ceño y empezó a protestar, luego se dio cuenta de que lo mejor sería hacer frente a la situación. Accedió a reunirse conmigo a las cuatro en mi oficina.

38

CONVERSACIÓN ENTRE CABEZAS DURAS

Cuando regresé a la habitación, Renee se había trasladado al sillón de cuero situado detrás de su mesa de trabajo. Me serví agua de una jarra y miré los grabados colgados de la pared. La mayoría eran de cubiertas de libros publicados por Ediciones Bayard. Historia de dos países ocupaba un lugar especial sobre el escritorio de Renee, con la dedicatoria «para el niño genio» de parte de «el viejo cansado, Armand Pelletier». Supuse que sería una broma, pues Pelletier sólo tenía unos cuantos años más que Calvin Bayard cuando éste llevó a la imprenta la primera novela no religiosa.

– Preferiría hablarle a la cara más que a la espalda -dijo Renee.

Acerqué una silla para sentarme frente a ella.

– Cuando nos conocimos el miércoles, le dije que trabajé para la Fundación Bayard durante mis estudios de Derecho porque admiraba la obra de su marido. ¿Cuándo empezó su hijo a pensar de manera tan distinta?

– Son cosas que pasan -dijo ella-. Empezó como rebeldía adolescente y acabó como intransigencia adulta.

Hice una mueca.

– A usted se le da tan bien como a mí eludir las preguntas que no quiere responder.

– No soy nada sutil; no me andaría por las ramas si pensara que sus preguntas son indiscretas, pero necesito su cooperación. Usted no habría revelado un secreto estando Edwards en la habitación, pues es obvio que él apoya los esfuerzos del fiscal del distrito para arrinconar a todos los árabes del país. Pero ahora que estamos solas, puede decirme dónde está ese chico árabe. Tengo la certeza de que lo sabe.

Me quedé perpleja.

– Se equivoca, señora Bayard: no sé dónde está Benjamín Sadawi. Si está relacionado con un grupo terrorista, espero que la ley lo atrape pronto, pero si sólo es un chico asustado, espero que encuentre otro amigo tan bueno como su nieta.

Me miró con los ojos entornados.

– No sé cómo convencerla para que me lo diga. Porque no creo que usted no lo sepa.

– ¿Por qué es tan importante para usted? Se me ocurre que le alegraría que se alejara de Catherine.

Hizo una pausa para elegir las palabras cuidadosamente.

– Y así es. Y la mejor manera para que ella continúe enamorada de él, o de la situación romántica, como usted dijo, es que ella crea que él sigue escondido. Si ella pudiera verlo tal como es, un inmigrante friegaplatos atrapado en una situación que se escapa a su control, dejaría de considerarse a sí misma como una heroína de novela romántica.

– Es impulsiva y apasionada -dije-, pero creo que fundamentalmente es una persona equilibrada. Aun así, como le he dicho, yo también estoy deseando interrogar al chico, de modo que si lo encuentro se lo haré saber. Como se imaginará, mis teléfonos están intervenidos por la policía.

No parecía muy satisfecha con mi respuesta, pero no se le ocurrió cómo sacarme la información. Si todo esto hubiera ocurrido veinte años antes, probablemente habría hecho que Calvin me contratase como asistente personal sólo para conseguir lo que quería, pero esta vez no tenía ningún cebo apropiado. Era una mujer lista; no seguía presionando cuando veía que no había donde presionar.

– Si Darraugh Graham no hubiera odiado tanto Larchmont, ahora la propiedad no estaría abandonada -dije al desgaire-. En ese caso Catherine hubiera llevado a Sadawi con usted. Entiendo que Darraugh odia Larchmont porque descubrió allí el cuerpo de su padre. ¿Sabe qué condujo al señor Graham a quitarse la vida?