Se me hizo un nudo en el estómago al oír esa acusación, pero mantuve una voz tranquila.
– ¿Su madre tuvo aventuras amorosas? No parece ir con su carácter, aunque no la conocí a los veinte años.
– Eso mismo pensaba yo -dijo violentamente-. Y, por supuesto, eso es lo que me contestó cuando se lo pregunté.
– ¿Y qué le dijo a Taverner cuando se conocieron? ¿Le preguntó quién era su verdadero padre, o sólo le habló de la carta de la señora Drummond?
Comenzó a pellizcar el borde de goma de mi carpeta.
– Decidí que quería conocer otros puntos de vista aparte de los de mis padres, e hice las prácticas en la oficina del senador Tower. Fue entonces cuando de verdad conocí a Olin. Le sorprendía mucho, claro está, ver a un Bayard en aquella oficina, pero él y Tower eran buenos amigos. Olin era una persona muy distinta a mi padre, no era tan sociable, no esperaba que la gente se rindiera a sus pies para adorarle. A mí me cayó bien, y nos hicimos amigos.
– Y además, al estar con él, conseguía sacar a sus padres de quicio.
– Nunca se han esforzado en ver las cosas de otra manera. -Arrancó un pedazo de goma de la carpeta, un precio bajo por toda la información que me estaba dando.
– Así que usted vino a hablarle de la carta de la señora Drummond. ¿Sabía de su existencia?
– Dijo que le sorprendía que a la vieja señora Drummond le importara, que su actitud con los negros era tan anticuada como ella misma; aunque siguió viviendo hasta 1984, llevando Larchmont como siempre se había hecho, salvo por la instalación de la electricidad, diciendo que la «gente de color» tenía que saber cuál era su sitio, y contratando a cuatro jardineros japoneses para mantener el estanque y los jardines en orden. La señora Drummond era la tía de Olin, pero aun cuando él se reía de ella, no dejaba de sentirse intimidado.
– ¿Qué tiene que ver la postura de ella frente a los negros con su padre? -Trataba de no desviar la conversación del tema central, pero no habría sabido decir cuál era.
– Al parecer, mi padre había estado robando a Augustus Llewellyn. Olin nunca lo mencionó, dijo que no estaba allí para remover viejas heridas, pero como había visto la carta de su tía, tenía que saber que mi padre había…
– Pero no tiene sentido -interrumpí-. Su padre le prestó a Llewellyn el dinero para empezar T-Square.
Me miró fijamente.
– ¿Renee le ha dicho eso?
– Sí. Y me lo confirmaron en la empresa de Llewellyn.
– Calvin intervino de alguna manera en las finanzas de Llewellyn -insistió Bayard-. Me lo dijo Olin, y él no mentía.
– ¿Y qué más le dijo? -pregunté-. ¿Por qué sospechaba que su padre tenía deudas pero nunca lo soltó?
– Porque hizo una promesa, y mantuvo su palabra.
– No sea niño, Bayard. ¿Nunca ha leído las transcripciones de los interrogatorios dirigidos por Taverner? Si había algo en lo que destacaba era en revelar secretos ajenos. Se mantuvo en silencio porque…
– Sé que usted comparte la perspectiva de mi padre -me interrumpió con vehemencia-. Le resulta imposible creer que Taverner tuviera sentido del honor, porque los comunistas a los que tanto admira no creen en ese concepto.
– Ha dicho cosas bastante graves en los últimos cinco minutos, Bayard. -Me estaba poniendo de mal humor-. Pero atengámonos a lo que importa en este momento. ¿No es más plausible pensar que Taverner guardó el secreto para que sus propios secretos no salieran a la luz?
– Si se refiere a su homosexualidad, a mí nunca me lo ocultó, y no afectó en nada al respeto que sentía por él -dijo seriamente.
– Ahora no importa tanto como en los cincuenta -dije-. Pero ¿qué otro secreto importante tuvo que ocultar Taverner de sí mismo para guardar uno de su padre durante cuatro décadas?
– Usted se equivoca por completo respecto a Taverner porque cree en todo lo que publican los medios liberales.
– Esa frase sobre los medios liberales es la misma clase de basura que «las mentiras de la prensa capitalista» en la que insistían tanto los antiguos simpatizantes del comunismo -repliqué, indignada-. Las dos son unos lemas estupendos para que no pienses en lo que no quieres saber. Pero pongámoslo en sus propios términos: Taverner juró por su vida, su fortuna y su sagrado honor no decirle a la gente que su padre había estado robando a Augustus Llewellyn. Ahora dígame una cosa: ¿cómo sabía usted que Taverner tenía ese archivo secreto en su escritorio?
Hizo una mueca.
– Era un escritorio que había pertenecido a un miembro de uno de los primeros tribunales supremos de justicia, William Johnson, y era la posesión más preciada de Olin. Lo tenía en su casa en Washington, no en su oficina, y se lo trajo consigo a Chicago cuando se mudó. En dos ocasiones en que fui a verlo, charlando sobre mis padres, dio unos golpecitos en el mueble y exclamó: «Todo está aquí dentro, muchacho, y cuando yo no esté podrás conocer la triste historia por completo».
– Entonces cuando se enteró de que había muerto, quiso saber la triste historia antes que los abogados -sugerí-, por si acaso Julius Arnoff pensaba que los papeles debía quedárselos su madre o ser eliminados, en lugar de añadirlos a lo que dejó a los herederos.
– Sería muy propio de Julius -dijo, con amargura-. Maldito abogado entrometido, siempre correteando como un perro faldero detrás de los Bayard, meneando la cola cada vez que el amo le tira una galleta.
– Y cuando llegó allí, y se tomó todo el trabajo de abrir la puerta del patio, ¿qué pensó al ver que los papeles no estaban?
– Pensé que el mexicano que lo cuidaba los habría robado para ver cuánto podía obtener por ellos.
Pensé en Domingo Rivas, callado y digno, cuidando al «señor», y sentí otro arrebato de ira.
– Entonces, ¿ha hablado con el señor Rivas?
– Le dije que le pagaría mil dólares por cualquier cosa que hubiera cogido del escritorio de Olin, pero aseguró no saber nada de esos papeles.
– Tiene su propio código de honor, y dudo que eso incluya robar a sus pacientes. Piense que si él hubiese querido coger los papeles de Taverner, sabía dónde buscar la llave; y no habría tenido que destrozar cerraduras, como hizo usted.
Bayard se sonrojó.
– ¿Qué otra persona podría tenerlos si no, salvo el periodista negro? Pero estoy seguro de que él no los tuvo.
– Oh, ¿podría ser un periodista negro o un enfermero mexicano, pero no un blanco rico? -Para entonces ya estaba totalmente enervada-. Ésa es la cuestión, ¿verdad? Si usted no los tiene, y Marcus Whitby no los tenía, ¿dónde están los documentos secretos de Olin Taverner?
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– Tuvo que llevárselos el periodista -insistió Edwards -. No porque fuera negro, sino porque era periodista. El hecho de que no sea partidario de la discriminación positiva no significa que sea racista; de hecho, es lo contrario.
– Sí, he leído todos esos manifiestos -lo interrumpí-. Entiendo lo insultante que puede ser para los afroamericanos que los blancos renuncien a cualquiera de sus privilegios. Marcus Whitby no se llevó los papeles de Taverner. Cuando Whitby se fue, Taverner volvió a colocar los documentos bajo llave: el señor Rivas vio cómo lo hacía.
– Pudo haber regresado a por ellos más tarde. Olin me llamó el viernes. Quería que supiera que iba a hacer pública la historia, mientras todavía estaba con vida. Le pedí… le rogué por teléfono que me dijera qué había en esos papeles, pero no quiso hacerlo; no por teléfono. Estaba obsesionado con la posibilidad de que los medios liberales le intervinieran la línea y grabaran sus conversaciones. Así que le dije que iría a verle. Ese fin de semana iba a Camp David con el presidente, pero cogería un avión el martes a primera hora. El martes Olin había muerto.