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– «Pásate por la primera fila, me encontrarás allí sentado». Eso es. ¿Por qué tiene a los domesticados abogados de New Solway de representantes, señor Llewellyn? -dije en voz alta.

Estaba segura de que Julius Arnoff no me diría ni una palabra, pero sí tal vez el socio más joven. Llamé a Larry Yosano, tanto a su casa como a su móvil, pero en ambos me salió el contestador. Le dejé un mensaje con mi número de móvil.

Por supuesto, Geraldine Graham tendría la respuesta. También sabría a qué se refería su madre cuando hablaba de robo en su propiedad. Llamé a Anodyne Park. La señora estaba descansando, me dijo Lisa, y no se la podía molestar.

– Sólo quería saber si la familia de Augustus Llewellyn trabajó en Larchmont Hall antes de que él se hiciera rico y famoso.

– ¿Para quién trabaja? -siseó-. ¿Sabe el señor Darraugh que está con la prensa, tratando de desenterrar toda esa vieja basura? Nunca conocimos a los Llewellyn. La señora Graham conoció al señor Llewellyn a través del señor Bayard. Y si intenta insinuar algo más, tendrá que vérselas con el abogado o con el mismísimo señor Darraugh.

Colgué más perpleja que nunca. ¿Geraldine amante de Llewellyn? ¿Qué tenía eso que ver con la carta de su madre a Calvin Bayard?

Geraldine había conocido a Llewellyn a través de Calvin Bayard. Y del mismo modo a Kylie Ballantine, que había sido despedida de la Universidad de Chicago porque Olin Taverner se lo exigió al rector. Olin era primo de Geraldine además de vecino, aunque por aquella época pasaba casi todo el tiempo en Washington.

Amy Blount me había entregado la fotocopia de la carta de Taverner a la universidad, junto con una foto de Kylie Ballantine bailando para el Comité para el Pensamiento y la Justicia Social. Conservaba las copias en mi maletín.

Las saqué y las estudié. Bailarines con mallas y zapatillas de ballet, las caras ocultas por escudos o máscaras africanos. ¿Quién sabría cuál de ellos era Kylie Ballantine? ¿O dónde estaban bailando? La foto era del escenario, no del público. Todo lo que se podía deducir era que estaban al aire libre, porque se veían ramas a ambos lados.

¿Quién había hecho la fotografía? ¿Quién se la había enviado a Taverner? La dejé sobre el escritorio. Cuanto más sabía de New Solway, más confundida estaba. ¿Y qué pensar sobre el convencimiento de Edwards Bayard de que Calvin no era su padre? El cotilleo que había oído de niño, ¿tenía algo que ver con todo el asunto, o eran meros chismes?

Amy había incluido algunas notas sobre el Comité para el Pensamiento y la Justicia Social. Decía que no se había escrito mucho sobre él porque no era tan conocido como otros grupos de izquierda de los años cuarenta y cincuenta, «no como el Congreso de Derechos Civiles, en cuyo consejo estuvo Dashiell Hammett, y Decca Mitford y Bob Truehoft realizaron un trabajo legal y social revolucionario con los afroamericanos de Oakland». Amy había encontrado un artículo en la Revista de Historia Laboral, parte de la historia oral de los sindicatos de trabajadores negros en los cuarenta, que incluía recuerdos de los fundadores del grupo.

El artículo trataba sobre todo del papel que los miembros negros del sindicato del gremio de hostelería habían desempeñado en la lucha contra la mafia. Uno de los entrevistados era un comunista que dirigía un bar llamado Flora's, donde se reunían trabajadores e intelectuales de izquierda, tanto blancos como negros.

Según parece, cuando Armand Pelletier regresó de España, comenzó a llevar a algunos de sus amigos artistas y pintores al Flora's, donde celebraban encuentros informales, ofrecían conciertos improvisados y ayudaban a los líderes sindicales a escribir e imprimir panfletos. Artistas y escritores del Proyecto de Teatro Negro solían pasar por allí. «El hombre de la entrevista recuerda con seguridad la presencia de Kylie Ballantine», había escrito Amy. «No se mencionan a otros artistas o escritores por su nombre, salvo Pelletier, porque fue un importante organizador de los artistas; la entrevista se centraba en los líderes sindicalistas negros».

Un día Pelletier bromeó diciendo que el Comité Dies del Congreso cerraría el Flora's si supiera que el Proyecto de Teatro Negro seguía funcionando allí. «También nosotros nos denominaremos comité, como hace Martin Dies, porque mantendremos los valores americanos vivos. Pero no estamos aquí para investigar los baños de la gente ni espiar en sus habitaciones; crearemos un comité para los trabajadores que creen en los verdaderos valores de América». A alguien se le había ocurrido el pomposo nombre de Comité para el Pensamiento y la Justicia Social, que los miembros acortaban en Comité para el Pensamiento.

El comité nunca tuvo una organización activa ni un consejo, pero reunían dinero para subvencionar programas de arte experimental, interrumpidos por el Congreso tras el New Deal. Y como muchos de los clientes del Flora's eran comunistas y fueron arrestados, la organización comenzó a ofrecer defensa legal para sus miembros a finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta. El propio Pelletier pasó seis meses en prisión, tanto por participar en el comité como por negarse a dar nombres de otros benefactores.

Volví a imaginar a Geraldine dando dinero a Calvin para hacer su obra de caridad. Su madre habría odiado cualquier organización considerada como un frente comunista.

Miré el reloj. Cuando hablé con Lotty el día anterior, me invitó a cenar con ella esta noche. Eran las cinco y media; si los dioses del tráfico se apiadaban de mí, podría llegar a Anodyne Park y regresar en dos horas. Llamé para decir que aparecería un poco más tarde; ella me pidió que no me retrasara demasiado, pues tenía una cita por la mañana temprano en el quirófano, pero que si podía acercarme a las ocho aún podríamos cenar juntas.

41

LA CARIDAD COMIENZA POR UNO MISMO

– Es usted una joven obstinada, ¿verdad, señorita Warshawski? Geraldine Graham estaba sentada en el sillón bajo el retrato de su madre, con los restos de la comida aún en una bandeja sobre la mesa baja de la sala de estar.

– Eso me lleva a sitios a los que ni mis piernas ni mi cerebro me llevarían -asentí.

Cuando llegué a Anodyne Park a las seis y media, Lisa ya le había dicho al guardia que no me dejara entrar. No perdí tiempo discutiendo, sino que di la vuelta por la parte trasera de Coverdale Lane. Había oscurecido, pero pronto encontré la entrada al desagüe que pasaba por debajo de la carretera. Recorrí la zona con la linterna; no parecía que Bobby hubiera organizado todavía una inspección del lugar.

Todavía llevaba vaqueros y zapatillas; encorvada, con la espalda dolorida de tener que andar casi a gatas, pisé sobre mis huellas y las de Benji, intentando no borrar las del cochecito de golf. Al llegar a los arbustos de enebro del lado de Anodyne Park, me estiré aliviada. Intenté limpiarme el barro de las zapatillas, pero cuando entré en el edificio de Geraldine me las quité: no tenía sentido añadir barro a mis otros excesos a ojos de Lisa.

Para entrar en el edificio de Geraldine no se requería ninguna habilidad especial, tan sólo el viejo truco de apretar todos los timbres hasta que alguien me dejara pasar. Un anciano en Chicago habría sido más precavido, pero en Anodyne Park eran todos muy confiados, o al menos confiaban en el guardia de la entrada.

En el apartamento de Geraldine, Lisa abrió la puerta ante la insistencia de mi llamada. Estaba tan asombrada que tardó un segundo en reaccionar. Cuando quiso cerrarme la puerta en las narices, yo ya le había regalado un jovial «buenas tardes», dejado mis zapatillas fuera de la casa y cruzado delante de ella en dirección al pasillo. Oí que la señora Graham llamaba desde la sala de estar, preguntando quién era.