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– Pelletier dice que iba usted a Flora's en los comienzos del comité. -Hablaba en tono categórico, como si se tratara de verdades indiscutibles y no de simples conjeturas mías imposibles de probar.

– Usted habla de un manuscrito inédito. -Llewellyn dio unos golpecitos en mi nota con el índice-. ¿Cómo es que lo ha leído?

– Igual que Marc Whitby: revisando los documentos de Pelletier en la biblioteca de la Universidad de Chicago. Parece que el Flora's era un lugar muy divertido: empresarios de productos cárnicos y novelistas con periodistas y bailarinas, un Greenwich Village en miniatura situado en el West Side. Calvin Bayard se dejaba caer por allí de vez en cuando, así que usted lo conoció. Y posteriormente le firmó el aval para el préstamo que le permitió a usted dejar esa imprenta manual y pasar a maquinaria de verdad. ¿Qué tuvo que dar a cambio, señor Llewellyn?

– No alcanzo a ver en qué le concierne eso, joven.

– ¿Le pidió que hiciera una contribución al fondo de asistencia legal del Comité para el Pensamiento? Y si fue así, ¿por qué tendría que mantenerlo en secreto?

– Vuelvo a decirle que eso no le concierne. Se presenta usted aquí con cuentos de Armand Pelletier y la señorita Ballantine, pero, según creo, la contrataron para descubrir al asesino de Marcus Whitby, y, si no me equivoco, el señor Whitby murió la semana pasada, no en 1957.

Sonreí con malicia.

– Murió porque descubrió algo que tiene que ver con 1957, con las relaciones entre usted, Calvin Bayard y Armand Pelletier. A ellos también estoy siguiéndoles la pista.

Apretó sus labios en una línea tensa e iracunda, pero dijo:

– Armand Pelletier le hizo rico a Calvin. No sólo por ése libro, el famoso Historia de dos países, sino porque le proporcionó los contactos con la clase de autores que Ediciones Bayard necesitaba si Calvin quería transformar aquella anodina empresa familiar en un negocio de éxito. Si Pelletier se entusiasmaba por algo, seguro que Calvin estaba en ello también. Nunca supe si lo que hacía Calvin era proteger a Pelletier como una inversión, o si era como un perrito que le seguía a todas partes. Después de todo, a Armand lo habían herido en España, y eso contaba mucho para la caterva con la que se juntaba. Yo era un periodista joven y serio, Pelletier pensó que él podría promocionarme, y Calvin no lo dudó. Yo devolví aquellos préstamos. Si usted ha escarbado tanto como para saber que Calvin me avaló, también sabrá que los devolví.

– Sí, pero el señor Bayard exigió un quid pro quo, lo que sorprendió a algunas de las estiradas señoras de New Solway, que no compartían precisamente el entusiasmo de Bayard por su empresa.

– Y si lo hizo, ¿cree que yo debería decírselo? -Controlaba el tono de voz, pero en la sien se le empezaba a hinchar una vena.

– Ya lo averiguaré -dije-. Puede que Geraldine Graham, ¿la recuerda de aquellos tiempos en el Flora's?, se decida a hablar. O quizá me entere por Renee Bayard. O… por alguna otra persona. A la gente le gusta hablar y, cuando envejece, se pone como Olin Taverner: no quiere que sus secretos mueran con ella.

Hizo una mueca desdeñosa con la boca.

– Ah, sí, recuerdo a Geraldine Graham. Era como tantas otras chicas blancas y ricas de los años cuarenta. Y de los cincuenta. Y de la época actual. Criaturas viciosas y aburridas que buscan emociones fuertes con un hombre negro. En su caso, un rojo, un comunista, pero sentir el sudor de los obreros negros añadía alicientes al asunto. Me sorprendería mucho que se decidiera a hablar con usted de aquellos tiempos.

– Cada generación cree que ha sido la primera en descubrir el sexo; a la señora Graham quizá le apetezca recordarnos que ella lo experimentó antes que nosotros. Si hemos de dar crédito a Pelletier, primero se acostó con él, y luego con Calvin Bayard; mientras tanto, usted llevó a Kylie Ballantine al Flora's, donde conoció a Pelletier, a Bayard y a toda esa gente. -Yo inflaba descaradamente lo que sabía tanto por el manuscrito de Pelletier como por las pistas que había obtenido de Geraldine Graham-. Así que cuando decidieron recaudar fondos para la asistencia legal del Comité para el Pensamiento, allá que se fueron todos a Eagle River.

Respondió con frialdad.

– No es nada extraordinario que un periodista quiera escribir sobre recaudación de fondos políticos, sobre todo si es un grupo político inusual.

– Pelletier dice que usted era simpatizante de los comunistas en los años cuarenta. Seguro que eso le interesó en extremo al comité de Bushnell.

– Pelletier escribió muchas estupideces en sus últimos años. Era un alcohólico y un resentido. En su momento no me preocupó lo que decía y ahora no va a quitarme el sueño.

– ¿No le importaría que el Comité Nacional Republicano descubriera que fue usted comunista o, al menos, filocomunista?

Lanzó un resoplido burlón.

– Entre mis colegas republicanos hay muchos izquierdistas arrepentidos. Como negro que soy, ya despierto mucha atención en el partido. Si confesara haber sido comunista, eso no haría sino realzar mi imagen.

– O sea, que no le preocupó que Marc Whitby descubriera que tomó parte en la recaudación de fondos del comité. ¿Le importaría que se supiera que fue usted quien envió a Olin Taverner una fotografía de ese mismo acto que le costó el empleo a Kylie Ballantine?

– ¡Eso es una puñetera mentira! -Con la ira, su voz se convirtió en un grito-. Tanto si Armand lo escribió como si no, aplastaré en los tribunales a quienquiera que difunda ese rumor, y lo mandaré al infierno.

– ¿O lo arrojará al estanque de Larchmont para que se ahogue?

Llewellyn se puso en pie.

– Si eso significa lo que creo que significa, mis abogados interpondrán una demanda contra usted por calumnias.

– Las demandas por calumnias son un terreno muy resbaladizo -dije-. Las notas de Marc serían parte de mi defensa. Lo cual significa que las acusaciones serían de dominio público.

Esperaba que dijera: «¿Qué notas? Destruí todas sus notas», pero en cambio dijo que Marc no podía tener ninguna nota sobre el envío de la foto de Kylie a Olin, porque él no había hecho nada de eso.

– Taverner le escribió una carta a Kylie Ballantine; ella lo cuenta en otra que envió a Pelletier. -Saqué la fotocopia de la cartera y se la mostré-. Mire aquí, donde pone que Taverner le pidió que no los culpara ni a él ni a Bushnell, sino a «los de su propia sangre». Si no se refería a usted, ¿a quién se refería? ¿A los trabajadores del gremio de hostelería?

Una desagradable sonrisa surcó la cara de Llewellyn.

– Aunque lo supiera, no es usted la persona a quien se lo diría. Hará bien en informar a la familia Whitby de que la trágica muerte de su hijo es uno más de los muchos asesinatos de jóvenes negros que nunca se resuelven. Deje que vuelvan a Atlanta. Deje que lo lloren con dignidad y que sigan adelante con su vida. Y deje de revolver la mierda de ese estanque, no vaya a ser que se asfixie con los malos efluvios.

Estaba claro que la entrevista había terminado.

46

UN HÁMSTER EN UNA RUEDA

Los hijos de Llewellyn estaban esperando en la puerta del despacho de su padre. Cuando salí, me empujaron hasta el ascensor, que habían mantenido a la espera, y después me sacaron a la calle con más fuerza de la que requería la situación. Me observaron hasta que doblé en la esquina de Franklin.