— Para serle franco, me importa un carajo, mi cabo. Porque, en este momentito, soy feliz.
El tren llegó a la estación de Desamparados cerca de las seis. Comenzaba a oscurecer, pero aún no habían encendido las luces, de manera que Carreño y Mercedes atravesaron en penumbra el alto vestíbulo. No había policías en el recinto y tampoco a la salida, salvo los de guardia junto a las rejas del Palacio de Gobierno.
— Lo mejor es que ahora nos vayamos cada uno por nuestro lado, Carreñito–dijo Mercedes, en la calle.
— ¿Piensas ir a tu casa? Estará tan vigilada como la mía. Lo mejor es que nos escondamos unos días donde mi mamá.
Tomaron un taxi y, luego de darle una dirección en Breña, el muchacho se inclinó a susurrar en el oído de Mercedes:
— ¿O sea que querías librarte de mí?
— Que las cosas queden claras–le dijo ella, en voz baja, para que no la oyera el taxista-. Ha pasado lo que pasó, bueno. Pero yo he luchado mucho para tener independencia en la vida. No te hagas falsas ideas. No voy a ser coleta de un guardia civil.
— De un ex guardia civil–la interrumpió el muchacho.
— Sólo estaremos juntos hasta salir de este lío en que tú nos metiste. ¿Okey, Carreñito?
— No puedo dejar de mezclar todo esto con Dionisio y la bruja–dijo Lituma-. Es como si ese par de salvajes estuvieran teniendo razón y los civilizados no. Saber leer y escribir, usar saco y corbata, haber ido al colegio y vivido en la ciudad, ya no sirve. Sólo los brujos entienden lo que pasa. ¿Sabes lo que dijo Dionisio ahora en la tarde, en la cantina? Que para ser sabio hay que ser hijo incestuoso. Cada vez que ese rosquete abre la boca, me da un escalofrío. ¿A ti no?
— Yo también tengo escalofríos ahorita mismo, pero de otra clase, mi cabo. Porque estoy empezando mi accidentada luna de miel.
En Breña, cuando bajaban por la avenida Arica, encendieron las desvaídas luces de la calle. El taxi contorneó el colegio La Salle, recorrió una callejuela e iba a torcer por donde el muchacho le había indicado, cuando éste le dio contraorden:
— Siga, nomás. He cambiado de idea. A los Barrios Altos, más bien.
Mercedes se volvió a mirarlo, sorprendida, y vio que Carreño tenía el revólver en la mano.
— Los diablos y la locura adueñándose del Perú y tú dale que dale con esa hembrita. Es cierto, no hay nadie tan egoísta como un enchuchado, Tomasito.
— Había un tipo junto al farol, frente a la casa, y no me gustó–le explicó el muchacho-. Puede ser aprensión, pero no podemos arriesgarnos.
En los Barrios Altos, hizo que el chofer los dejara junto al asilo de ancianos y esperó que el taxi hubiera partido para arrastrar a Mercedes del brazo un par de cuadras, hasta una casita con puertas y ventanas enrejadas, en la planta baja de un descolorido edificio de tres pisos. La puerta se abrió de inmediato. Una mujer en bata y zapatillas, con un pañuelo en la cabeza, los examinó de arriba abajo, sin alegría.
— Te andarán mal las cosas cuando apareces por acá–le dijo a Carreño a modo de saludo-. Mil años que no vienes.
— Sí, tía Alicia, andan algo mal por el momento–reconoció Tomás, besando en la frente a la mujer-. ¿Tienes libre el cuartito en que das pensión?
La mujer examinó a Mercedes, de pies a cabeza. Asintió, a regañadientes.
— ¿Me lo puedes alquilar por unos cuantos días, tía Alicia?
Ella se apartó, para dejarlos entrar.
— Quedó libre ayer–dijo. Al pasar junto a ella, Mercedes murmuró «Buenas noches» y la mujer le contestó con un zumbido.
Los precedió por un pasillo estrecho, con fotos en las paredes, y abrió una puerta y prendió la luz: era un dormitorio con una sola cama, cubierta con una colcha rosada, y un baúl que ocupaba medio cuarto. Había una pequeña ventana sin visillos y, sobre la cabecera del catre, un crucifijo de madera.
— Esta noche no hay comida y ya es tarde para ir a comprar algo–les advirtió la mujer-. Puedo preparar almuerzo, mañana. Eso sí, aunque el cuarto tenga una sola cama, como ustedes son dos…
— Te pagaré el doble–aceptó el muchacho-. Lo justo es justo.
Ella asintió y cerró la puerta, al irse.
— Eso de que eras santito debe ser un cuento — comentó Mercedes-. ¿No has traído mujeres aquí? Esa antipática ni se inmutó al verme.
— Cualquiera diría que tienes celos–silbó él.
— ¿Celos?
— Ya sé que no–dijo Carreño-. Era para ver si, haciéndote una broma, te quitaba el susto de la cara. Nunca he traído aquí a nadie. Alicia ni siquiera es mi tía. Así le dicen todos. Éste fue mi barrio, una época. Anda, lavémonos y salgamos a comer.
— O sea que, según ese rosquete, los sabios son hijos de hermano y hermana, o de padre e hija, salvajadas así — divagaba Lituma-. Las cosas que oigo en Naccos yo no las he oído nunca en Piura. Dionisio podría ser un hijo incestuoso, por supuesto. No sé por qué me intrigan tanto él y la bruja. En el fondo, son ellos los que aquí mandan. Tú y yo ni pintamos. Trato de sonsacarles a los peones y capataces y a los comuneros cosas sobre ellos, pero nadie suelta prenda. Y, además, no sé si me toman el pelo. ¿Sabes qué me dijo de Dionisio el huancaíno de la aplanadora? Que su apodo en quechua era…
— Comedor de carne cruda–lo interrumpió su adjunto-. Pucha, mi cabo, ¿va a contarme también que a la madre del cantinero la mató un rayo?
— Son cosas importantes, Tomasito–rezongó Lituma-. Para entender su idiosincrasia.
Mercedes se había sentado en la catea y miraba a Carreño de una manera que al muchacho le pareció condescendiente.
— No quiero engañarte — le dijo una vez más, de manera amistosa, tratando de no herirlo-. No siento por ti lo que tú por mí. Es mejor que te lo diga, reo? No me voy a ir a vivir contigo; no voy a ser tu mujer. Métetelo en la cabeza, Carreñito. Sólo estaremos juntos hasta salir de este lío.
— Hasta entonces hay tiempo de sobra para que te enamores de mí–ronroneó él, acariciándole los cabellos-. Además, ahora no podrías dejarme aunque quisieras. ¿Quién te sacará de ésta, si no yo? Mejor dicho, ¿quién si no mi padrino puede sacarnos de ésta?
Se lavaron en un bañito minúsculo, que parecía de juguete, y salieron a la calle. Cogiéndola del brazo, Carreño llevó a Mercedes, con paso seguro, por unas calles en penumbra, llenas de pandillas de muchachos que fumaban en las esquinas, hasta un chifa, con reservados protegidos por biombos grasientos. El local estaba lleno de humo, olor a fritura, y una radio a todo volumen esparcía por el ambiente una música rock. Se sentaron cerca de la puerta de la calle, y, además de varios platos para compartir, el muchacho pidió una cerveza helada. Con la música llegaban. hasta ellos palabrotas y un ritmo de cajón.
— A mí una vez me jugaron a los dados, para que lo sepas, Carreñito. — Mercedes lo miraba sin sonreír. Tenía unas ojeras profundas y estaba demacrada; sus ojos ya no brillaban como en Tingo María o en Huánuco-. La maldita mala suerte me persigue desde que nací, no hay nada que hacer.
— ¿La jugaron a los dados? — se interesó Lituma, por primera vez en la noche-. Cuéntame cómo fue eso, Tomasito.
— Como lo oyes–dijo ella, lúgubre-. Unos borrachos y vagos de lo peor. A los dados. De ahí salí, de ahí vengo. Me levanté solita, nadie me ayudó. Y estaba saliendo, hasta que te me cruzaste en el camino. Me empujaste otra vez al hueco, Carreñito.
— Vaya, por fin hice que se olvidara de los pishtacos, de los sacaojos y de doña Adriana y Dionisio, mi cabo.
— Es que, hace años, yo vi algo parecido y me llamó la atención–contestó Lituma-. ¿Se la jugaron a los dados allá en su tierra, en Piura?